—No obstante, estoy molesta con Madretodos.
—¿Porque es más bonita que tú o porque es más lista?
La diosa no se dignó dar una respuesta verbal; tan sólo le dirigió una mirada de molestia.
—Trata de ser menos aburrida, querida —dijo él.
—Madretodos controla al último grupo de sinvidas —comentó Encendedora.
—Una extraña elección, ¿no te parece? Quiero decir, yo soy una elección lógica, suponiendo que no me conozcas, claro, pues supuestamente soy audaz. Esperanzador representa a la justicia, una buena mezcla con los soldados. Incluso Mercestrella, que representa la benevolencia, tiene sentido para ser alguien que controle a los soldados. ¿Pero Madretodos? ¿Diosa de las matronas y las familias? Darle diez mil sinvidas es suficiente para hacerme considerar mi teoría del mono borracho.
—¿El que decide los nombres y títulos de los Retornados?
—Exactamente —dijo Sondeluz—. He estado pensando en ampliar la teoría. Ahora propongo creer que Dios (o el universo, o el tiempo, o lo que creas que lo controla todo) es en realidad sólo un mono borracho.
Ella se inclinó hacia delante, apretando los brazos y amenazando con desbordar sus pechos por encima del escote.
—¿Y crees que mi título fue elegido por casualidad? Diosa de la sinceridad y las relaciones personales. Parece encajar, ¿no te parece?
Él vaciló. Luego sonrió.
—Querida mía, ¿has intentado demostrar la existencia de Dios sin tu escote?
Ella sonrió.
—Te sorprendería lo que puede conseguir un buen meneo de tetas.
—Hum. Nunca había pensado en el poder teológico de tus pechos, querida. Si hubiera una iglesia devota a ellos, tal vez me convertirías en creyente. De todas formas, ¿vas a decirme qué ha hecho concretamente Madretodos para molestarte?
—No quiere darme sus órdenes sinvida.
—No me sorprende. Yo apenas confío en ti, y soy tu amigo.
—Necesitamos esas frases de seguridad, Sondeluz.
—¿Por qué? Tenemos tres de las cuatro: ya dominamos los ejércitos.
—No podemos permitirnos luchas internas ni divisiones —repuso Encendedora—. Si sus diez mil se volvieran contra nuestros treinta mil, ganaríamos, pero quedaríamos muy debilitados.
Él frunció el ceño.
—Ella no haría eso.
—Es mejor asegurarse.
Sondeluz suspiró.
—Muy bien, pues. Hablaré con ella.
—Puede que no sea buena idea.
Él alzó una ceja.
—No le caes muy bien.
—Sí, lo sé —dijo Sondeluz—. Tiene muy buen gusto. No como otra gente que conozco.
Ella lo miró.
—¿Tengo que menear otra vez mis tetas?
—No, por favor. No sé si podría soportar el subsiguiente debate teológico.
—Muy bien, pues —dijo ella, sentándose de nuevo. Contempló a los sacerdotes que seguían discutiendo.
«Sí que tardan lo suyo en este debate», pensó él. Miró hacia el otro lado, donde Siri se había detenido a contemplar el anfiteatro, los brazos apoyados en el murete de piedra, demasiado alto para que lo hiciera de manera cómoda.
«Tal vez lo que la molestó no fue pensar en la muerte de su marido. Tal vez fue que la discusión derivara hacia la guerra», pensó Sondeluz.
Una guerra que el pueblo de Siri no podía ganar. Ése era otro buen motivo por el que el conflicto se hacía inevitable. Como había dado a entender Hoid, cuando un bando tenía una ventaja imbatible, el resultado era la guerra. Hallandren llevaba siglos acumulando su ejército de sinvidas, y su tamaño ya era sobrecogedor. Hallandren cada vez tenía menos que perder con un ataque. Sondeluz tendría que haberse dado cuenta antes, en vez de asumir que todo aquello se vendría abajo cuando llegara la nueva reina.
Encendedora rezongó a su lado, y Sondeluz se dio cuenta de que ella lo había visto estudiar a Siri. Miraba a la reina con claro desdén.
Sondeluz cambió de tema.
—¿Sabes algo de un complejo de túneles bajo la Corte de los Dioses?
Encendedora se volvió hacia él, encogiéndose de hombros.
—Claro. Algunos palacios tienen túneles debajo, sitios para almacenamiento y similares.
—¿Has estado en alguno de ellos?
—Por favor. ¿Por qué iba yo a arrastrarme por un túnel de almacenamiento? Sólo conozco su existencia por mi suma sacerdotisa. Cuando se unió a mi servicio, me preguntó si quería que el mío conectara con el complejo principal de túneles. Le dije que no.
—¿No quieres que nadie tenga acceso a tu palacio?
—No —respondió ella, volviéndose hacia los sacerdotes de abajo—. Porque no quería soportar el estrépito de las obras. ¿Puedo tomar más vino, por favor?
* * *
Siri observó el debate durante largo rato. Se sentía un poco como había dicho Sondeluz. Como no tenía voz en los asuntos de la corte, era frustrante prestar atención. Sin embargo, quería saber. Los argumentos de los sacerdotes eran, en cierto modo, su única conexión con el mundo exterior.
Lo que oía no la animaba. A medida que pasaba el tiempo y el sol se acercaba al horizonte y los criados encendían enormes antorchas por el pasillo, Siri se sentía cada vez más acosada. Su marido iba a ser asesinado o iban a convencerlo para que se suicidara el próximo año. Su patria, a su vez, estaba a punto de ser invadida por el mismo reino que su marido gobernaba… pero él no podía hacer nada para impedirlo porque no tenía modo de comunicarse.
Luego estaba la culpa que sentía por disfrutar de todos los desafíos y problemas. En casa, tenía que llevar la contraria y ser desobediente para encontrar algún tipo de emoción. En Hallandren, sólo tenía que observar, y las cosas empezaban a desplomarse unas contra otras y causar un alboroto. Había demasiado alboroto en ese momento, pero eso no le impedía sentir la emoción por su participación.
«Niña idiota —se dijo—. ¿Todo lo que amas corre peligro y estás pensando en lo emocionante que es?»
Tenía que encontrar un modo de ayudar a Susebron y librarlo del opresivo control de los sacerdotes. Entonces él quizá podría hacer algo para ayudar a su patria. Mientras seguía esa línea de razonamiento, casi pasó por alto lo que comentaron abajo. Lo hizo uno de los sacerdotes que más a favor de atacar se mostraba.
—¿No os habéis enterado del agente idriano que está causando el caos en la ciudad? —preguntó—. ¡Los idrianos se preparan para la guerra! ¡Saben que un conflicto es inevitable y por eso han empezado a actuar contra nosotros!
Siri se irguió. «¿Agentes idrianos en la ciudad?»
—Bah —dijo otro sacerdote—. Al parecer, ese infiltrado es una princesa de la familia real. Está claro que es una leyenda urbana. ¿Por qué iba a venir una princesa en secreto a T'Telir? Esos rumores son ridículos y carecen de fundamento.
Siri hizo una mueca. Eso, al menos, era cierto. Sus hermanas no eran de las que vendrían a trabajar como «agentes idrianas». Sonrió, imaginando a su tímida hermana monja, o incluso a Vivenna con sus primorosos vestidos y su rígida actitud, viniendo a T'Telir en secreto. A una parte de ella le costaba creer que Vivenna hubiera pretendido de verdad convertirse en esposa de Susebron. ¿La inmaculada Vivenna? ¿Tener que tratar con aquella exótica corte y aquellos osados vestidos?
La estoica frialdad de Vivenna nunca habría conseguido sacar a Susebron de su máscara imperial. Su obvio rechazo la habría apartado de dioses como Sondeluz. Vivenna habría odiado llevar aquellos hermosos vestidos y nunca habría apreciado los colores y la diversidad de la ciudad. Siri tal vez no fuera ideal para el puesto, pero lentamente comprendía que su hermana tampoco era una buena elección.
Un grupo de personas se acercaba por el pasillo. Siri permaneció donde estaba, pero demasiado absorta en sus pensamientos para prestar mucha atención.
—¿Están hablado de un pariente tuyo? —preguntó una voz.
Siri se sobresaltó y se dio media vuelta. Ante ella se encontraba una diosa de pelo oscuro que llevaba un suntuoso (y revelador) vestido de rojo y plata. Como la mayoría de los dioses, era una cabeza más alta que una persona mortal, y miraba a Siri con una ceja enarcada.
—¿Di… vina Gracia? —respondió Siri, confusa.
—Están hablando de la famosa princesa camuflada —dijo la diosa, agitando una mano—. Si tiene de verdad los Mechones Reales debe de ser pariente tuya.
Siri se volvió a mirar a los sacerdotes.
—Deben de estar equivocados. Yo soy la única princesa que hay aquí.
—Las historias que cuentan de ella son bastante persuasivas.
Siri no dijo nada.
—Mi Sondeluz te ha tomado aprecio, princesa —añadió la diosa, cruzándose de brazos.
—Ha sido muy amable conmigo —contestó Siri con cuidado, tratando de presentar la imagen adecuada: la de la persona que era, pero menos amenazante. Un poco más confusa—. ¿Puedo preguntar qué diosa eres, divina gracia?
—Soy Encendedora.
—Encantada de conocerte.
—No, no lo estás. —La diosa se inclinó hacia delante, entornando los ojos—. No me gusta lo que pretendes aquí.
—¿Perdón?
Encendedora alzó un dedo.
—Es mejor hombre que ninguno de nosotros, princesa. No vayas a estropearlo y meterlo en tus planes.
—No sé qué quieres decir.
—No me engañas con tu falsa ingenuidad —dijo Encendedora—. Sondeluz es una buena persona… una de las últimas que quedan en esta corte. Si lo estropeas, te destruiré. ¿Entiendes?
La reina asintió, aturrullada. Entonces Encendedora giró sobre los talones y se marchó, murmurando:
—Busca la cama de otro para meterte en ella, pequeña zorra.
Siri la vio marchar, aturdida. Cuando finalmente recuperó la compostura, se ruborizó furiosamente y luego se marchó de allí.
* * *
Cuando llegó al palacio, Siri se dispuso a tomar su baño. Entró en la cámara, dejando que sus criadas la desnudaran. Se retiraron con la ropa, y luego salieron a preparar los vestidos de la noche. Eso dejó a la reina en manos de un grupo de sirvientas menores, cuyo trabajo era seguirla a la enorme bañera y lavarla.
Siri se relajó y se echó hacia atrás, dejando escapar un suspiro mientras las mujeres ponían manos a la obra. Algunas, de pie y vestidas en el agua, le alisaron el pelo y luego lo cortaron, algo que les había ordenado que hicieran todas las noches.
Durante unos momentos, Siri flotó y se permitió olvidar las amenazas a su pueblo y su esposo. Incluso se permitió olvidar a Encendedora y su brusca incomprensión. Tan sólo disfrutó del calor y los aromas del agua perfumada.
—¿Querías hablar conmigo, mi reina? —preguntó una voz.
La muchacha se sobresaltó y salpicó al sumergirse involuntariamente.
—¡Dedos Azules! —exclamó—. ¡Creí que habíamos dejado esto claro el primer día!
Él se hallaba en el borde de la bañera, ansioso como siempre, y empezó a pasearse de un lado a otro.
—Oh, por favor —dijo—. Tengo hijas que te doblan en edad. Me has mandado llamar porque querías hablar conmigo. Bien, es aquí donde hablaré. Lejos de oídos indiscretos.
Hizo una seña a varias sirvientas, que empezaron a chapotear un poco más y hablar en voz baja, creando así un ruido leve. Siri se ruborizó, el pelo corto de un rojo intenso, aunque unos rizos cortados que flotaban en el agua continuaron siendo rubios.
—¿No has superado tu timidez todavía? —preguntó Dedos Azules—. Llevas meses en Hallandren.
Siri lo miró, pero no relajó su postura contenida, aunque dejó que las criadas continuaran trabajando en su pelo y frotándole la espalda.
—¿No parecerá sospechoso que las criadas hagan tanto ruido? —preguntó.
Dedos Azules agitó una mano.
—Ya son consideradas sirvientas de segunda categoría por casi todos en palacio.
Ella comprendió lo que quería decir. Esas mujeres, al contrario de sus criadas habituales, vestían de marrón. Eran de Pahn Kahl.
—Me enviaste un mensaje antes —añadió él—. ¿Qué significa eso de que tienes información relacionada con mis planes?
Siri se mordió el labio, revisando las docenas de ideas que había considerado, y descartándolas todas. ¿Qué sabía? ¿Cómo podía hacer que Dedos Azules estuviera dispuesto a negociar?
«Me dio pistas —pensó—. Intentó asustarme para que no me acostara con el rey. Pero no tenía ningún motivo para ayudarme. Apenas me conocía. Debe de tener otros motivos para no querer que nazca un heredero.»
—¿Qué ocurre cuando un nuevo rey-dios ocupa el trono? —preguntó con cuidado.
Él la miró.
—¿Así que lo has deducido, entonces?
«¿Deducir qué?»
—Pues claro —dijo en voz alta.
Dedos Azules retorció las manos, nervioso.
—Claro, claro. ¿Entonces puedes ver por qué estoy tan nervioso? Costó mucho llegar a donde estoy. No es fácil que un hombre de Pahn Kahl ascienda en la teocracia de Hallandren. Cuando llegué al palacio, me esforcé para proporcionar trabajo a mi gente. Las criadas que te lavan viven mejor que la gente de Pahn Kahl que trabaja en los campos de tintes. Todo eso se perderá. No creemos en sus dioses. ¿Por qué debemos ser tratados igual que las personas de su propia fe?
—Sigo sin comprender por qué tiene que ser así —dijo Siri.
Él agitó una mano nerviosa.
—Claro que no tiene que ser así, pero la tradición es la tradición. Los hallandrenses son muy laxos en todos los temas, menos en la religión. Cuando se elige un nuevo rey-dios, sus criados son sustituidos. No nos matarán para enviarnos a la otra vida con nuestro señor (esa horrible costumbre está en desuso desde los días anteriores a la Multiguerra), pero nos despedirán. Un nuevo rey-dios representa un nuevo comienzo.
Dejó de caminar y la miró. Ella estaba todavía desnuda bajo el agua, y se cubría torpemente lo mejor que podía.
—Pero supongo que la seguridad de mi trabajo es el menor de tus problemas —dijo Dedos Azules.
La muchacha hizo una mueca.
—No me digas que te preocupa mi seguridad por encima de tu lugar en el palacio.
—Por supuesto que no —respondió él, arrodillándose junto a la bañera y hablando en voz baja—. Pero la vida del rey-dios… bueno, eso me preocupa.
—¿Y? No he podido decidirlo todavía. ¿Renuncian los reyes-dioses a sus vidas voluntariamente cuando tienen un heredero, o son obligados?
—No estoy seguro —admitió Dedos Azules—. Mi gente cuenta historias sobre la muerte del último rey-dios. Dicen que la plaga que curó… bueno, ni siquiera estaba en la ciudad cuando tuvo lugar la «curación». Mi sospecha es que de algún modo lo coaccionaron para que le entregara sus alientos a su hijo y eso lo mató.