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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (17 page)

BOOK: El Aliento de los Dioses
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Dedos Azules miró la puerta y luego a ella. Cuando vio que la joven lo estaba mirando, inmediatamente se volvió. Mientras esperaba de pie, empezó a pasar el peso del cuerpo de un pie al otro.

«¿Por qué está nervioso? —pensó ella con malestar, volviéndose a mirar los intrincados diseños dorados—. No es quien tiene que pasar por esto cada noche.»

—¿Van… bien las cosas con el rey-dios? —preguntó de pronto Dedos Azules.

Siri frunció el ceño.

—Veo que estás casi siempre cansada —añadió él—. Yo… supongo que sois… muy activos de noche.

—Eso es bueno, ¿no? Todo el mundo quiere un heredero lo antes posible.

—Sí, por supuesto —asintió Dedos Azules, retorciéndose las manos—. Es que… —Se interrumpió y la miró a los ojos—. Puede que debas tener cuidado, Receptáculo. Mantén la calma. Trata de permanecer alerta.

El pelo de Siri acabó de ponerse blanco.

—Hablas como si corriera algún peligro —dijo en voz baja.

—¿Peligro? —repitió Dedos Azules, mirando a un lado—. Tonterías. ¿Qué tendrías que temer? Simplemente sugería que permanecieras alerta, por si el rey-dios tiene necesidades que debas cumplir. Ah, mira, ya es la hora. Disfruta de tu noche, Receptáculo.

Abrió la puerta, le puso una mano en la espalda, y la guió hacia la habitación. En el último momento, le susurró al oído:

—Ten cuidado, niña. No todo en este palacio es lo que parece.

Siri frunció el ceño e hizo ademán de volverse, pero él esbozó una sonrisa de circunstancia mientras cerraba la puerta.

«En nombre de Austre, ¿qué ha sido eso?», pensó la joven, deteniéndose demasiado tiempo mientras miraba la puerta.

Por fin, con un suspiro, se volvió. El fuego de costumbre chisporroteaba en la chimenea, pero más débil que otras veces.

Él estaba allí. Siri no necesitaba mirar para verlo. Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, advirtió que los colores del fuego (azul, anaranjado, incluso negro) eran demasiado intensos, demasiado vibrantes. Su vestido, de un brillante satén dorado, parecía arder con su propio color interior. Todo lo que era blanco (algún encaje del vestido, por ejemplo) desprendía un arco iris de colores, como vistos a través de un prisma. Una parte de ella deseó una habitación bien iluminada, donde pudiera experimentar la belleza total de la biocroma.

Pero, naturalmente, eso no estaba bien. El aliento del rey-dios era una perversión. Se alimentaba de las almas de su pueblo, y los colores que evocaba eran a sus expensas.

Temblando, Siri desató los costados de su vestido y dejó que el atuendo cayera en piezas a su alrededor: las largas mangas quedaron libres, el corpiño cayó hacia delante, la falda y el vestido crujieron al caer al suelo. Completó el ritual soltando las cintas de su ropa interior, y dejándola caer junto al vestido. Se libró de ambos y se inclinó para adoptar su postura de costumbre.

Su espalda se quejó, y Siri esperó con pesar otra noche de incomodidad. «Lo menos que podían hacer es asegurarse de que el fuego sea lo bastante potente», pensó. En aquel gran palacio de piedra hacía frío de noche, a pesar del clima tropical de Hallandren. Sobre todo si estabas desnuda.

«Concéntrate en Dedos Azules —pensó, tratando de distraerse—. ¿Qué quería decir con aquello de que las cosas en palacio no son lo que parecen?»

¿Se refería al rey-dios y su capacidad para disponer de su vida y su muerte? Pero ella tenía plena conciencia del poder del rey-dios. ¿Cómo podía olvidarlo, con él sentado a cuatro metros de distancia, observándola desde las sombras? No, no era eso. Dedos Azules había considerado que tenía que hacerle aquella advertencia en silencio, sin que nadie lo oyera. «Ten cuidado…»

Apestaba a política. Apretó los dientes. Si hubiera prestado más atención a sus tutores, tal vez podría haber detectado significados más sutiles en la advertencia de Dedos Azules.

«Como si, encima, necesitara algo para confundirme», pensó. Si Dedos Azules tenía algo que decirle, ¿por qué no lo había hecho? A medida que pasaban los minutos, sus palabras se repetían una y otra vez en su mente, pero se sentía demasiado incómoda y helada para llegar a ninguna conclusión. Eso sólo la hacía sentir aún más molesta.

Vivenna habría sabido qué hacer. Probablemente habría sabido por instinto por qué el rey-dios no había decidido dormir con ella. Lo habría deducido la primera noche.

Pero Siri era incapaz. Se esforzaba en hacer lo que habría hecho Vivenna: ser la mejor esposa posible, servir a Idris. Ser la mujer que todos esperaban que fuera.

Pero no lo era. Apenas podía seguir con aquello. Se sentía atrapada en el palacio. Y los sacerdotes no hacían más que ignorarla. Ni siquiera podía tentar al rey-dios para que se acostara con ella. Y ahora, además, podía correr peligro, y ni siquiera comprendía por qué ni cómo.

En pocas palabras, se sentía absolutamente frustrada.

Gimiendo por el dolor de sus miembros, se sentó en el suelo a oscuras y miró a la sombra del rincón.

—¿Quieres por favor acabar de una vez? —estalló.

Silencio.

Siri sintió que su cabello se volvía de un terrible blanco hueso cuando fue consciente de lo que acababa de hacer. Se envaró y bajó los ojos, mientras el cansancio huía ante la llegada de una súbita ansiedad.

¿Se había vuelto loca? El rey-dios podría llamar a sus criados para que la ejecutaran de inmediato. De hecho, ni siquiera necesitaba eso; podría hacer que su propio vestido cobrara vida, despertándolo para que la estrangulara, o que la alfombra se levantara y la asfixiara. Probablemente podía hacerle caer el techo encima, sin moverse del asiento.

Siri esperó, respirando ansiosa, preparada para la furia y el castigo… pero no sucedió nada. Pasaron los minutos.

Finalmente, alzó la cabeza. El rey-dios se había movido y ahora estaba sentado más erguido, mirándola desde su sillón junto a la cama. Ella vio la luz reflejada en sus ojos. No podía distinguir su cara, pero no parecía enfadado. Sólo frío y distante.

Casi volvió a agachar la mirada, pero vaciló. Si hablarle con aquel tono no provocaba una reacción, entonces mirarlo tampoco lo haría. Así que alzó la barbilla y lo miró a los ojos, sabiendo perfectamente que estaba cometiendo una locura. Vivenna nunca lo habría provocado. Habría permanecido silenciosa y tranquila, bien resolviendo el problema o, si no había ninguna solución, arrodillándose cada noche hasta que su paciencia impresionara incluso al rey-dios de Hallandren.

Pero Siri no era Vivenna. Iba a tener que aceptar ese hecho.

El monarca supremo continuó mirándola, y ella notó que se ruborizaba. Se había arrodillado desnuda ante él seis noches seguidas, pero mirarlo sin ropa era más embarazoso. Con todo, no se arredró. Continuó arrodillada, obligándose a sostenerle la mirada.

Era difícil. Estaba cansada, y la posición era menos cómoda que estar postrada. Siguió mirando de todas formas, esperando, mientras pasaban las horas.

Al cabo de un rato, más o menos a la misma hora en que él dejaba la habitación cada noche, el rey-dios se levantó. Siri se envaró, alerta. Sin embargo, él simplemente se dirigió a la puerta. Llamó suavemente, y la puerta se abrió para él, pues había criados esperando al otro lado. Salió y la puerta se cerró.

Siri esperó, tensa. No llegó ningún soldado para arrestarla, ningún sacerdote para castigarla. Por fin, se acercó a la cama y se metió entre las mantas, agradeciendo su calor.

«La ira del rey-dios —pensó adormilada— es desde luego menos terrible de lo que decían.»

Y se quedó dormida.

Capítulo 12

Al final, Sondeluz tuvo que escuchar las peticiones.

Era fastidioso, ya que la Celebración de la Boda no terminaría hasta dentro de varios días. El pueblo, sin embargo, necesitaba a sus dioses. Sabía que no debería sentirse molesto. Había pasado casi toda una semana libre por la fiesta, a la que no habían asistido ni el novio ni la novia, y eso era más que suficiente. Todo lo que tenía que hacer era pasarse unas pocas horas al día mirando obras de arte y escuchando las preocupaciones de la gente. No era mucho, aunque agotara su cordura.

Suspiró, sentándose de nuevo en su trono. Llevaba un tocado bordado en la cabeza, a juego con una túnica suelta rojo y oro. El atuendo se extendía sobre sus hombros y se retorcía por su cuerpo, adornado con borlas doradas. Como toda su ropa, ponérsela era más complicado de lo que parecía.

«Si mis criadas me abandonaran de repente —pensó con diversión—, sería totalmente incapaz de vestirme.»

Apoyó la cabeza en un puño, el codo en el reposabrazos del trono. Esta sala de su palacio daba directamente al jardín: el mal tiempo era raro en Hallandren, y una fresca brisa soplaba del mar, trayendo olor a salitre. Cerró los ojos, inspirándola. Había soñado de nuevo con la guerra anoche. Llarimar había encontrado el detalle particularmente significativo, Sondeluz sólo estaba preocupado. Todo el mundo decía que si estallaba la guerra, Hallandren vencería con facilidad. Pero si ése era el caso, ¿entonces por qué siempre soñaba con T'Telir ardiendo? No alguna lejana ciudad de Idris, sino su propia ciudad.

«No significa nada —se dijo—. Es sólo una manifestación de mis propias preocupaciones.»

—Siguiente petición, divina gracia —susurró Llarimar, a su lado.

Sondeluz suspiró, abriendo los ojos. Ambos lados de la sala estaban llenos de sacerdotes con sus cofias y túnicas. ¿Dónde había conseguido tantos? ¿Necesitaba un dios tanta atención?

La fila de gente se extendía hasta el jardín. Era un grupo apesadumbrado y triste, donde varios tosían por alguna que otra enfermedad. «¿Tantos? —pensó mientras conducían a una mujer a la sala—. Supongo que tendría que haberlo esperado. Ha pasado casi una semana.»

—Veloz —dijo, volviéndose hacia su sacerdote—. Ve a decirle a esa gente que espera que se siente en la hierba. No hay motivo para que estén de pie. Esto podría tardar algún tiempo.

Llarimar vaciló. Estar de pie era, naturalmente, un signo de respeto. Sin embargo, asintió, y envió a un sacerdote menor a transmitir el mensaje.

«¿Y toda esta gente espera para verme, como si yo pudiera solucionar algo? —pensó Sondeluz. ¿Qué hará falta para convencerlos de que soy un inútil? ¿Qué haría falta para que dejaran de acudir a él?». Después de cinco años de peticiones, sinceramente no estaba seguro de poder soportar otros cinco.

La mujer que iba a hacer la nueva petición se acercó al trono. Llevaba un niño pequeño en sus brazos.

«Un niño no…», se horrorizó Sondeluz, dando un respingo mental.

—Grandísimo —dijo la mujer, cayendo de rodillas sobre la alfombra—. Señor de la Valentía.

Sondeluz guardó silencio.

—Éste es mi hijo, Halan —continuó la mujer, mostrando al bebé.

Al acercarse al aura de Sondeluz, la mantita adquirió un brusco tono azul, casi puro. Sondeluz vio claramente que el niño sufría una terrible enfermedad. Había perdido tanto peso que su piel estaba marchita. El aliento del bebé era tan débil que fluctuaba como una vela que se queda sin pabilo. Moriría antes de que terminara el día. Tal vez antes de que pasara una hora.

—Los curadores dicen que tiene fiebres letales —dijo la mujer—. Sé que va a morir.

El bebé emitió un sonido, una especie de tos, quizá lo más cercano que podía a un sollozo.

—Por favor, Grandísimo —dijo la mujer. Lloriqueó e inclinó la cabeza—. Oh, por favor. Era valiente, como tú. Mi aliento será tuyo. Los alientos de toda mi familia. Servicio durante cien años, lo que sea. Por favor, cúralo.

Sondeluz cerró los ojos.

—Por favor —gimió la mujer.

—No puedo —dijo Sondeluz por fin.

Silencio.

—No puedo.

—Gracias, mi señor —musitó la mujer.

Sondeluz abrió los ojos para ver cómo se llevaban a la mujer, llorando en silencio, el niño apretujado contra su pecho. La fila de gente la vio marchar, entristecida y al mismo tiempo esperanzada. Una petición más había caído en saco roto. Eso significaba que tendrían una oportunidad.

Una oportunidad para suplicarle a Sondeluz que se suicidase.

Se levantó de pronto, se quitó el tocado y lo arrojó al suelo. Echó a andar y abrió una puerta al fondo de la sala. La puerta golpeó contra la pared mientras cruzaba el umbral.

Los sirvientes y sacerdotes lo siguieron de inmediato. Se volvió hacia ellos.

—¡Marchaos! —dijo, agitando una mano. Muchos mostraron expresiones de sorpresa, desacostumbrados a ningún tipo de presión por parte de su amo—. ¡Dejadme en paz! —gritó Sondeluz, alzándose sobre ellos.

Los colores de la habitación se volvieron más brillantes en respuesta a su emoción, y los sirvientes retrocedieron, confundidos, y salieron a trompicones hacia la sala de peticiones y cerraron la puerta.

Sondeluz se quedó solo. Apoyó una mano en la pared mientras tomaba aire, la otra mano en la frente. ¿Por qué sudaba así? Había visto miles de peticiones, y muchas habían sido peores que la que acababa de presenciar. Había enviado a la muerte a mujeres embarazadas, condenado a padres e hijos, consignado a los inocentes y fieles a la miseria.

No había ningún motivo para reaccionar de esa forma. Podía soportarlo. En realidad era una nadería. Igual que absorber el aliento de una persona nueva cada semana. Un pequeño precio que pagar…

La puerta se abrió y alguien entró.

Sondeluz no se volvió.

—¿Qué quieren de mí, Llarimar? —preguntó—. ¿De verdad creen que lo haré? ¿Sondeluz, el egoísta? ¿De verdad creen que daré mi vida por uno de ellos?

Llarimar guardó silencio unos instantes.

—Ofrecéis esperanza, divina gracia —dijo por fin—. Una última e improbable esperanza. La esperanza es parte de la fe… parte del conocimiento de que algún día, uno de vuestros seguidores recibirá un milagro.

—¿Y si están equivocados? No tengo ningún deseo de morir. Soy un holgazán aficionado al lujo. La gente como yo no renuncia a la vida, aunque sean dioses.

El otro no respondió.

—Los buenos están ya todos muertos, Veloz. Calmavidente, Tonoazul: ésos eran dioses que se entregaban. Los demás somos egoístas. No se ha concedido ninguna petición en cuánto, ¿tres años?

—Aproximadamente, divina gracia —dijo Llarimar en voz baja.

—¿Y por qué debería ser de otro modo? —repuso Sondeluz, con una risita—. Quiero decir, tenemos que morir para curar a uno de ellos. ¿No te parece ridículo? ¿Qué clase de religión anima a sus miembros a venir a pedir la vida de su dios? —Sacudió la cabeza—. Es irónico. Somos dioses para ellos sólo hasta que nos matan. Y creo que hasta sé por qué los dioses ceden. Son esas peticiones, estar ahí obligado a sentarte día tras día, sabiendo que podrías salvar a uno de ellos… y que probablemente deberías hacerlo, ya que tu vida no vale nada. Eso es suficiente para volver loco a un hombre. ¡Suficiente para impulsarlo al suicidio! —Sonrió, mirando a su sumo sacerdote—. Suicidio por manifestación divina. Muy dramático.

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