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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (18 page)

BOOK: El Aliento de los Dioses
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—¿Cancelo el resto de las peticiones, divina gracia? —Llarimar no dio ninguna muestra de estar molesto por el estallido.

—Claro, ¿por qué no? —respondió, agitando una mano—. Necesitan una lección de teología. Ya deberían saber qué inutilidad de dios soy. Que se marchen, diles que vuelvan mañana… suponiendo que sean tan necios como para hacerlo.

—Sí, divina gracia —dijo el sacerdote, inclinándose.

«¿Es que este hombre no se enfadará nunca conmigo? —pensó Sondeluz—. ¡Él, más que nadie, debería saber que no soy una persona de fiar!»

Se dio media vuelta y se marchó mientras Llarimar regresaba a la sala de las peticiones. Ningún sirviente trató de seguirlo. Pasó de una sala roja a otra, hasta una escalera por la que subió al primer piso. Esta planta estaba abierta por los cuatro lados, y en realidad no era más que un gran patio cubierto. Se dirigió al fondo, al lado opuesto a la fila de gente.

La brisa era fuerte allí. La sintió tirando de su túnica, trayendo consigo aromas que habían viajado cientos de kilómetros, cruzado el océano, acariciado las palmeras antes de entrar por fin en la Corte de los Dioses. Permaneció allí largo rato, contemplando la ciudad y más allá el mar. No tenía ningún deseo, a pesar de lo que decía a veces, de dejar su cómodo hogar en la corte. No era un hombre de junglas: era un hombre de fiestas.

Pero a veces deseaba poder al menos querer ser algo más. Las palabras de Encendedora todavía le pesaban. «Tendrás que servir para algo tarde o temprano, Sondeluz. Eres un dios para esa gente…»

Lo era, lo quisiera o no. Eso era lo más frustrante. Había intentado con todas sus fuerzas ser inútil y vanidoso. Y, sin embargo, seguían acudiendo.

«Podríamos usar tu confianza… eres mejor de lo que tú mismo crees.»

¿Por qué le parecía que cuanto más demostraba ser un idiota, más se convencía la gente de que tenía algún tipo de profundidad oculta? Por implicación, lo llamaban mentiroso del mismo modo que halagaban su supuesta virtud interior. ¿No comprendía nadie que un hombre podía ser al mismo tiempo agradable e inútil? No todos los idiotas de lengua aguda eran héroes disfrazados.

Su sentido vital lo alertó del regreso de Llarimar mucho antes de que lo hiciera el sonido de sus pasos. El sacerdote se acercó hasta su lado y apoyó los brazos en la barandilla, la cual, al haber sido construida para un dios, era un palmo demasiado alta para el sacerdote.

—Se han ido —dijo.

—Ah, muy bien —contestó Sondeluz—. Creo que hemos conseguido algo hoy. He huido de mis responsabilidades, le he gritado a mis sirvientes y me he quedado sentado rezongando. Sin duda, esto convencerá a todo el mundo de que soy aún más noble y honorable de lo que creían. Mañana habrá el doble de peticiones, y yo continuaré mi inexorable marcha hacia la locura total.

—No podéis volveros loco —dijo Llarimar en voz baja—. Es imposible.

—Claro que puedo. Sólo tengo que concentrarme lo suficiente. Verás, lo grandioso que tiene la locura es que está toda dentro de tu cabeza.

El sacerdote hizo un gesto de impotencia.

—Veo que habéis vuelto a vuestro humor normal.

—Veloz, me ofendes. Mi humor es cualquier cosa menos normal.

Permanecieron en silencio unos minutos. Llarimar no hizo ningún comentario ni reprendió las acciones de su dios. Como el buen sacerdote que era.

Eso hizo que Sondeluz pensara en algo.

—Veloz, eres mi sumo sacerdote.

—Sí, divina gracia.

El dios suspiró.

—Tendrías que prestar atención a las cosas que te digo, Veloz. Tendrías que haber dicho algo jugoso.

—Pido disculpas, divina gracia.

—Inténtalo con más ganas la próxima vez. Da igual, sabes de teología y esas cosas, ¿correcto?

—He estudiado lo mío, divina gracia.

—Bien, pues entonces, ¿qué sentido tiene, religiosamente, que haya dioses que sólo pueden sanar a una persona y luego morirse? Me parece contraproducente. Es una forma fácil de despoblar el panteón.

Llarimar se inclinó y contempló la ciudad.

—Es complicado, divina gracia. Los Retornados no son sólo dioses… son hombres que murieron, pero que decidieron regresar y ofrecer bendiciones y conocimiento. Después de todo, sólo alguien que ha muerto puede tener algo útil que decir sobre el más allá.

—Cierto, supongo.

—La cosa es, divina gracia, que los Retornados no están aquí para quedarse. Extendemos sus vidas, les damos tiempo extra para que nos bendigan. Pero en realidad se supone que sólo deben permanecer vivos el tiempo que tarden en hacer lo que les corresponde.

—¿Qué es? Eso parece bastante vago.

Llarimar se encogió de hombros.

—Los Retornados tienen… objetivos. Objetivos que son suyos propios. Conocisteis los vuestros antes de decidir volver, pero el proceso de saltar a través de las Olas Iridiscentes fragmenta la memoria. Con tiempo suficiente, recordaréis lo que habéis venido a hacer. Las peticiones… son una forma de ayudaros a recordar.

—¿Así que he vuelto para salvar la vida de una persona? —dijo Sondeluz, frunciendo el ceño pero sintiéndose avergonzado. En cinco años, había pasado poco tiempo estudiando su propia teología. Pero bueno, para eso estaban los sumos sacerdotes.

—No necesariamente, divina gracia. Puede que hayáis vuelto para salvar a una sola persona. Pero lo más probable es que haya información sobre el futuro o la otra vida que consideréis necesario compartir. O tal vez algún gran evento en el que tengáis que participar. Recordad, fue el modo heroico de vuestra muerte lo que os dio el poder de retornar. Lo que hayáis de hacer tal vez esté relacionado de algún modo con eso.

Llarimar bajó el tono de voz, la mirada perdida.

—Visteis algo, Sondeluz. Al otro lado, el futuro es visible, como un pergamino que se extiende hacia la eterna armonía del cosmos. Algo que visteis, algo del futuro, os preocupó. En vez de permanecer en paz, aprovechasteis la oportunidad que os concedió vuestra valiente muerte, y retornasteis al mundo, decidido a solucionar un problema, compartir información, o ayudar a aquellos que continúan con vida.

»Algún día, cuando sintáis que habéis cumplido vuestra tarea, podréis usar las peticiones para encontrar a alguien que merezca vuestro aliento. Entonces podréis continuar vuestro viaje por la Ola Iridiscente. Nuestro trabajo, como seguidores vuestros, es proporcionaros aliento y manteneros con vida hasta que podáis cumplir ese objetivo, sea cual sea. Mientras tanto, buscamos augurios y bendiciones, que sólo pueden ser impartidos por alguien que, como vos, ha tocado el futuro.

Sondeluz no respondió inmediatamente.

—¿Y si no creo?

—¿En qué, divina gracia?

—En nada de todo esto. Que los Retornados sean dioses, que estas visiones sean algo más que invenciones aleatorias de mi cerebro. ¿Y si no creo que haya ningún propósito ni plan en mi retorno?

—Entonces tal vez eso sea lo que habéis venido a descubrir.

—Entonces… espera. ¿Estás diciendo que en el otro lado, en el que obviamente yo creía, cuando estaba allí, comprendí que si retornaba no creería en el otro lado, así que volví con el propósito de descubrir la fe en el otro lado, que perdí al retornar?

Llarimar vaciló. Luego sonrió.

—Eso fuerza un poquito la lógica, ¿no?

—Sí, un poco —admitió el dios, devolviéndole la sonrisa. Se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con el palacio del rey-dios, que se alzaba como un monumento sobre las otras estructuras de la corte—. ¿Qué piensas de ella?

—¿De la nueva reina? No la he visto, divina gracia. No será presentada hasta dentro de unos días.

—No me refiero a la persona, sino a las implicaciones.

Llarimar lo miró.

—¡Divina gracia, eso huele a interés en la política!

—Bla, bla, sí. Lo sé. Soy un hipócrita. Haré penitencia por ello más tarde. Ahora responde a la maldita pregunta.

Llarimar sonrió.

—No sé qué pensar de ella, divina gracia. La corte de hace veinte años pensó que traer una hija real era buena idea.

«Ya —pensó el dios—. Pero esa corte ya no existe.» Los dioses pensaron que volver a unir el linaje real con Hallandren sería una buena idea. Pero esos dioses, los que creían saber cómo manejar la llegada de la muchacha de Idris, estaban ahora muertos. Habían dejado sustitutos inferiores.

Si lo que Llarimar decía era verdad, entonces había algo importante en las cosas que él veía. Aquellas visiones de guerra, y la terrible sensación de amenaza. Por motivos que no podía explicar, le parecía que su pueblo se precipitaba de cabeza por una pendiente, ignorante del abismo oculto en la hendidura de las tierras que tenían delante.

—La asamblea de la corte se reúne al completo en juicio mañana, ¿no? —preguntó, todavía mirando el palacio negro.

—Sí, divina gracia.

—Contacta con Encendedora. Mira a ver si puedo compartir un palco con ella durante los juicios. Tal vez me entretenga. Ya sabes el dolor de cabeza que me produce la política.

—No os puede doler la cabeza, divina gracia.

En la distancia, Sondeluz pudo ver a los peticionarios rechazados saliendo por las puertas, de regreso a la ciudad, dejando a sus dioses atrás.

—Podría haberme engañado —dijo en voz baja.

* * *

Siri estaba de pie en el oscuro dormitorio negro, vestida con ropa interior, asomada a la ventana. El palacio del rey-dios era más alto que la muralla, y el dormitorio daba al este. Al mar. Contempló las olas lejanas, sintiendo el calor del sol de la tarde. Aunque llevaba sólo la fina ropa interior, el calor era agradable, templado por una fresca brisa que soplaba desde el océano. El viento agitaba su largo cabello, sacudiendo su ropa.

Debería estar muerta. Había hablado directamente con el rey-dios, se había incorporado y le había hecho una exigencia. Había esperado el castigo toda la mañana. No había habido ninguno.

Se apoyó contra el alféizar, los brazos cruzados sobre la piedra, cerró los ojos y sintió la brisa del mar. Una parte de ella estaba todavía sorprendida por lo que había hecho, pero ya no tanto. «He estado interpretando mal las cosas aquí —pensó—. Me he dejado paralizar por mis miedos y preocupaciones.»

Normalmente no perdía el tiempo con miedos y preocupaciones. Sólo hacía lo que le parecía bien. Empezaba a sentir que debería haberse enfrentado al rey-dios hacía días. Tal vez no estaba siendo lo bastante cautelosa y el castigo vendría de todas formas. Sin embargo, por el momento, sentía que había conseguido algo.

Sonrió, abrió los ojos y dejó que su pelo cambiara a un decidido amarillo dorado.

Era hora de dejar de tener miedo.

Capítulo 13

—Lo daré —dijo Vivenna con firmeza.

Se hallaba acompañada por los mercenarios, en casa de Lemex. Era el día después de haberse visto obligada a aceptar los alientos, y había pasado la noche inquieta, dejando que los mercenarios y la enfermera se encargaran de deshacerse del cuerpo de Lemex. No recordaba haberse quedado dormida por el cansancio y la tensión del día, pero sí de haberse acostado a descansar un rato en el dormitorio de la planta superior. Cuando despertó, se sorprendió al ver que los mercenarios seguían allí. Al parecer, Parlin y ellos habían dormido abajo.

La perspectiva de una noche no la había ayudado mucho con sus problemas. Todavía tenía todo aquel sucio aliento, y seguía sin saber qué hacer en Hallandren sin Lemex. Al menos, con el aliento tenía una leve idea de qué hacer. Podía darlo.

Estaban en el salón de Lemex. Como la mayoría de los lugares de Hallandren, la habitación estaba repleta de colores: las paredes eran de finas tiras de madera parecida al junco, manchada de brillantes verdes y amarillos. Vivenna advirtió que ahora veía los colores de manera más vibrante. Tenía un sentido del color extrañamente preciso: podía dividir sus sombras y tonos, comprender por intuición cómo se acercaba cada color al ideal. Era como un tono perfecto para los ojos.

Era muy, muy difícil no ver belleza en los colores.

Denth estaba apoyado contra la pared del fondo. Tonk Fah estaba tumbado en un diván, bostezando de vez en cuando, su pintoresco pájaro encamarado en su pie. Parlin había ido a montar guardia fuera.

—¿Darlo, princesa? —preguntó Denth.

—El aliento. —Estaba sentada en un taburete de la cocina en vez de en uno de los cómodos sillones o sofás—. Saldremos a buscar a la gente desgraciada que ha sido violada por vuestra cultura y les han robado el aliento, y les daré a cada uno de ellos un aliento.

Denth dirigió una mirada a Tonk Fah, quien simplemente bostezó.

—Princesa —dijo Denth—, no se puede dar aliento uno a uno. Hay que darlo todo de una vez.

—Incluyendo tu propio aliento —apuntó Tonk Fah.

Denth asintió.

—Eso te convertiría en una apagada.

El estómago de Vivenna dio un vuelco. La idea de perder no sólo la nueva belleza y el color, sino su propio aliento, su alma… bueno, fue casi suficiente para volverle el pelo blanco.

—No. Entonces olvidémoslo —dijo.

Guardaron silencio.

—Ella podría despertar algo —advirtió Tonk Fah, agitando el pie y haciendo croar a su pájaro—. Meter el aliento en un par de pantalones o algo así.

—Es buena idea —dijo Denth.

—¿Qué… qué implica eso? —preguntó Vivenna.

—Le das vida a algo, princesa —explicó Denth—. Un objeto inanimado. Eso absorbe parte de tu aliento y deja al objeto más o menos vivo. La mayoría de los despertadores lo hacen de manera temporal, pero no veo por qué no se puede dejar el aliento allí.

Despertar. Tomar las almas de los hombres y usarlas para crear monstruosidades sin vida. De algún modo, Vivenna sentía que Austre consideraría eso un pecado aún mayor que tener el aliento. Suspiró, sacudiendo la cabeza. El problema con el aliento era, en cierto modo, una distracción, algo que temía estar usando para no reflexionar sobre la falta de Lemex. ¿Qué iba a hacer?

Denth se sentó en un sillón a su lado, apoyando los pies en la mesita. Cuidaba mejor su aspecto que Tonk Fah, y llevaba el pelo negro recogido en una cola, la cara afeitada.

—Odio ser mercenario —dijo—. ¿Sabes por qué?

Ella alzó una ceja.

—No hay seguridad en el trabajo —continuó Denth, echándose atrás en su asiento—. Las cosas que hacemos suelen ser peligrosas e impredecibles. Nuestros jefes tienen por costumbre morirse.

—Aunque no de fiebres —observó Tonk Fah—. Las espadas suelen ser el método elegido.

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