— ¿Y cuándo será eso?
— Dentro de dieciocho días. El veinticuatro de junio.
Con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, Roosevelt empezó a mecerse lentamente adelante y atrás mientras estudiaba a Sara. Luego se volvió hacia mí.
— No es sólo la pena lo que le ha obligado a retirarse, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
— No. Está lleno de dudas sobre su criterio y capacidad. Nunca en mi vida me había dado cuenta de cuán torturado está por esa… inseguridad. La ha mantenido oculta todo el tiempo, pero ahora ha aflorado…
— Sí— dijo Roosevelt, asintiendo y meciéndose—, su padre…
Sara y yo intercambiamos miradas y negamos con la cabeza para indicar que no habíamos divulgado aquella historia. Theodore sonrió amablemente.
— Moore, ¿te acuerdas de mi pelea con Kreizler en el Gimnasio Hemenway, y de la velada que siguió? Hubo un momento en que ambos reanudamos la discusión sobre el libre albedrío, amigablemente, todo sea dicho…, y él me preguntó cuándo había aprendido a boxear. Le dije que mi querido padre me había construido un pequeño gimnasio cuando yo era un niño, y que me había enseñado que el ejercicio vigoroso era la mejor posibilidad que tenía para vencer la enfermedad y el asma. Kreizler me preguntó si, como experimento, sería capaz de vivir una existencia sosegada… Le contesté que todo cuanto había aprendido y me gustaba me inducía a ser un hombre de acción. En un primer momento no lo capté, aunque luego entendí lo que quería decir. Entonces, por simple curiosidad, le pregunté por su padre, de quien a menudo había oído hablar en Nueva York. Su expresión cambió, drásticamente. Nunca la olvidaré. Se volvió al otro lado, como si tuviera miedo de mirarme a la cara, sujetándose de pronto ese brazo malo que tiene. Lo hizo de un modo tan instintivo, en cuanto mencioné a su padre, que empecé a sospechar la verdad. No hace falta decir que me quedé absolutamente espantado ante la idea de lo que debía haber sido su existencia. Pero también fascinado…, fascinado por lo distinta que había sido su vida de la mía. A menudo me pregunto cómo es el mundo para un joven cuyo padre es su enemigo…
Ni Sara ni yo podíamos responderle a eso. Durante unos segundos, los tres nos limitamos a permanecer sentados en silencio. Y entonces desde el otro lado de la puerta, oímos que Alice gritaba con vehemencia.
— ¡Me tiene sin cuidado que sea un Strix varia, Theodore! ¡No se va a comer mi serpiente!
Esto nos hizo sonreír y nos devolvió al asunto que nos había llevado allí.
— Bien— exclamó Theodore con otro golpe de libro sobre su escritorio—. La investigación. Decidme una cosa… Ahora que tenemos un nombre y aproximadamente una descripción, ¿por qué no organizo una búsqueda normal y hago que mis hombres pongan la ciudad patas arriba?
— ¿Y qué haríamos cuando lo encontraran?— replicó Sara—. ¿Arrestarlo? ¿Con qué pruebas?
— Es demasiado listo para eso— convine—. No tenemos testigos, ni ninguna prueba admisible en un tribunal. Especulaciones, huellas dactilares, una carta sin firmar…
— La cual ofrece algunos indicios de escritura engañosa…— intervino Sara.
— Y Dios sabe lo que sería capaz de hacer si le capturaran y luego lo soltasen— añadí—. No, los Isaacson han dicho desde el principio que éste tenía que ser un caso de flagrante delito… Hay que cogerle con las manos en la masa.
Theodore iba aceptando la idea con lentos gestos de asentimiento.
— Bien— dijo al fin—, me temo que esto nos enfrenta a otra serie de retos. Tal vez os sorprenda saber que el abandono de la investigación por parte de Kreizler no me facilita las cosas. El alcalde Strong se ha enterado del interés con que he estado buscando a Connor, y de los motivos. Contempla esta búsqueda como otra forma de que se pueda relacionar a este departamento con Kreizler, y me ha pedido que no arriesgue mi posición al permitir que mi amistad con el doctor me vuelva exageradamente agresivo. También le han llegado rumores de que los hermanos Isaacson están llevando a cabo una investigación independiente sobre los asesinatos de los muchachos que se prostituyen, y me ha ordenado que, si los rumores son ciertos, no sólo les obligue a suspenderla sino que proceda con gran cautela respecto a este caso en general. Es probable que hayáis oído que anoche se produjeron disturbios.
— ¿Anoche?— pregunté.
Roosevelt asintió.
— Hubo alguna reunión en el Distrito Once, al parecer para protestar por cómo se lleva este asunto de los asesinatos. Los organizadores eran un grupo de alemanes, y afirmaban que éste era un caso político… Pero lo cierto es que allí había whisky como para mantener a flote a una pequeña embarcación.
— ¿Kelly?— preguntó Sara.
— Es posible— contestó Roosevelt—. Lo que sí es seguro es que estaban a punto de desmandarse cuando se les obligó a que se dispersaran. Las implicaciones políticas de este caso se van agravando de día en día. Y me temo que el alcalde Strong ha llegado a ese deplorable estado en que la preocupación por las consecuencias de la acción conducen a la parálisis. No quiere que se den pasos precipitados en este asunto.— Theodore se interrumpió para dirigir a Sara una mirada breve, ligeramente ceñuda—. También le han llegado rumores, Sara, de que has estado colaborando con los Isaacson… Como sabes, hay mucha gente que pondría el grito en el cielo si descubrieran que hay una mujer participando activamente en una investigación de asesinato.
— Entonces redoblaré mis esfuerzos para ocultar esta participación— dijo Sara, sonriendo recatadamente.
— Ya— murmuró Theodore, indeciso; luego nos observó unos segundos y asintió—. He aquí lo que os ofrezco… Tomaros estos dieciocho días y averiguad lo que podáis. Pero cuando llegue el veinticuatro quiero que me informéis de todo cuanto hayáis averiguado para que pueda apostar agentes de mi confianza en cada posible lugar de asesinato, o ruta de escape.— Roosevelt golpeó su potente puño en la palma de la otra mano—. No quiero tener otro de estos crímenes sanguinarios.
Me volví a Sara, quien consideró rápidamente el trato y luego asintió con decisión.
— ¿Podemos conservar con nosotros a los sargentos detectives?— pregunté.
— Por supuesto.
— Entonces trato hecho.— Le tendí mi mano. Roosevelt se quitó los quevedos de la nariz y me la estrechó.
— Sólo confío en que hayáis aprendido lo suficiente— dijo mientras estrechaba la mano a Sara— La idea de abandonar mi puesto sin haber solucionado este caso no me resultaba muy atractiva.
— ¿Acaso piensas dimitir, Roosevelt?— bromeé—. ¿Es que al final Platt te ha puesto las cosas difíciles?
— Nada de eso— replicó con rudeza, y luego le llegó a él el turno de enseñar tímidamente su legión de dientes—. Pero las convenciones se acercan, Moore, y luego las elecciones. McKinley va a ser el hombre de nuestro partido, si no me equivoco, mientras los demócratas sean tan estúpidos como para nominar a Bryan. ¡La victoria será nuestra este otoño!
Asentí.
— ¿Vas a meterte en campaña?
Theodore se encogió de hombros, modestamente.
— Me han dicho que puedo ser de utilidad, tanto en Nueva York como en los estados del Oeste.
— Y si McKinley se muestra agradecido por tu apoyo…
— Vamos, John— me amonestó Sara, sarcásticamente—. Ya sabes lo que el comisario opina de tales especulaciones.
Roosevelt puso mirada de asombro.
— Tú, jovencita, has pasado demasiado tiempo lejos de jefatura. ¡Menuda desfachatez!— Luego se relajó y señaló la puerta—. Vamos, largaos. Esta noche tengo que revisar un montón de documentos oficiales, en vista de que alguien me ha robado la secretaria.
Eran casi las ocho cuando Sara y yo volvimos a salir a la avenida Madison, pero entre la alegría de que se nos hubiese autorizado a seguir con nuestra investigación y la tibieza de la noche claramente primaveral, ninguno de los dos tenía muchos deseos de volver a casa. Tampoco estábamos de humor para encerrarnos en el cuartel general a la espera de que aparecieran los Isaacson, a pesar de que estábamos ansiosos por hablar con ellos en cuanto volvieran. Al empezar a caminar hacia el centro se me ocurrió un arreglo bastante afortunado: podríamos cenar en una de las mesas de la terraza del hotel St. Denis, frente al 808 de Broadway, y desde allí estar pendientes del regreso de los sargentos detectives. Esta idea satisfizo por completo a Sara y, mientras proseguíamos la marcha avenida abajo, me pareció más encantadora que nunca. Quedaba muy poco de la brusquedad de sus modales, aunque su mente seguía absolutamente centrada, de modo que sus ideas continuaban siendo agudas y pertinentes. La explicación a todo esto— que se me ocurrió durante la cena— no era especialmente complicada: a pesar de lo que Roosevelt había dicho respecto a la posible reacción oficial y ciudadana ante la participación de Sara en la investigación, en aquellos momentos ella era una detective profesional; si no de palabra, sí de obra. En los días venideros íbamos a enfrentarnos a duras pruebas y frustraciones, y yo tendría muchos motivos para estar agradecido al creciente buen humor de Sara, dado que sería ella, sobre todo, la que se convertiría en la fuerza impulsora para seguir con nuestro trabajo.
Fue tanto el vino que consumí aquella noche que, al finalizar la cena, el seto que separaba la acera de nuestra mesa en la terraza del St. Denis demostró ser insuficiente para contener mis ardorosos galanteos a las encantadoras mujeres que, inocentemente, se sentían atraídas por los aún iluminados escaparates de McCreery’s. Sara se impacientó con mi comportamiento y estaba a punto de abandonarme a mi propia suerte cuando algo llamó su atención al otro lado de la avenida. Siguiendo su indicación, me giré para ver un carruaje que se había detenido frente al número 808 y del que descendieron Marcus y Lucius Isaacson con gesto de cansancio. Tal vez fuera el vino, los acontecimientos de los últimos días, o incluso el tiempo, pero me sentí contentísimo de verlos, así que salté por encima del seto y me apresuré a atravesar Broadway para saludarles efusivamente. Sara me siguió a un paso mucho más racional. Al parecer los dos hermanos habían visto mucho sol durante su estancia en las altas praderas pues su tez aparecía extraordinariamente bronceada, lo que les daba un aspecto saludable. Parecían muy satisfechos de haber vuelto, aunque yo no estaba muy seguro de que siguieran estándolo cuando se enterasen de la dimisión de Kreizler.
— Aquello es asombroso— explicó Marcus mientras sacaba el equipaje del cabriolé—. Ofrece una perspectiva totalmente distinta a la vida en esta ciudad, os lo aseguro.— Olisqueó al aire—. Y también huele mucho mejor.
— Nos dispararon durante un viaje en tren— añadió Lucius—. ¡Una bala me atravesó el sombrero!— Pasó un dedo por el agujero para enseñárnoslo—. Marcus dice que no eran indios…
— No eran indios— replicó Marcus.
— Él dice que no eran indios, pero yo no estoy muy seguro, y el capitán Miller de Fort Yates afirmó…
— El capitán Miller sólo pretendía ser educado— volvió a interrumpirle Marcus.
— Bueno, es posible, pero…
— ¿Qué es lo que dijo sobre Beecham?— preguntó Sara.
— Dijo que si bien las bandas de indios más numerosas habían sido derrotadas…
Sara le sujetó del brazo.
— Lucius, ¿qué es lo que dijo sobre Beecham?
— ¿Sobre Beecham?— repitió Lucius—. Oh, bueno… En realidad explicó muchas cosas.
— Muchas cosas que se reducen a una sola— intervino Marcus, mirando a Sara; luego hizo una pausa, y sus enormes ojos castaños se llenaron de significado y determinación—. Es nuestro hombre… Tiene que serlo.
Achispado como estaba, las noticias que los Isaacson nos dieron cuando los llevábamos a comer algo al St. Denis me espabilaron muy pronto.
Según parece, al capitán Frederick Miller, que en aquellos momentos rondaría los cuarenta y que a finales de 1870 era un joven teniente muy prometedor, lo habían destinado al centro de operaciones del Ejército del Oeste, en Chicago. Pero se sentía asfixiado bajo las estrictas formas de vida de los oficiales de la Administración, así que había solicitado que lo enviaran al lejano Oeste, donde confiaba en desarrollar un servicio más activo. Le concedieron la petición y fue destinado a los Dakotas, en donde le hirieron dos veces, perdiendo un brazo en la segunda. Regresó a Chicago pero rechazó volver a ocupar su antiguo puesto en la Administración, eligiendo en cambio comandar parte de las fuerzas de reserva que se mantenían a punto para emergencias de tipo civil. En 1881, mientras desempeñaba este cargo, conoció al joven soldado de caballería llamado John Beecham.
En el momento de alistarse, Beecham le había dicho al oficial de reclutamiento de Nueva York que tenía dieciocho años, aunque Miller dudaba que eso fuera cierto pues seis meses después, cuando Beecham llegó a Chicago, no parecía que tuviera dieciocho años. A menudo los muchachos mentían respecto a su edad para entrar en el ejército, y a Miller esto no le preocupó demasiado pues Beecham dio muestras de ser un buen soldado: disciplinado, extremadamente atento, y lo bastante eficiente como para ser ascendido a cabo dos años más tarde. Es cierto que sus frecuentes peticiones para que le enviaran al Oeste a luchar contra los indios habían inquietado a sus superiores en Chicago, los cuales no sé mostraban particularmente impacientes por perder a sus mejores oficiales en la frontera. Pero, en conjunto, el teniente Miller se había mostrado satisfecho del comportamiento del joven cabo. Hasta 1885.
Aquel año, una serie de incidentes en algunos de los barrios más pobres de Chicago habían puesto al descubierto una inquietante faceta de la personalidad de Beecham. Hombre de pocos amigos, solía visitar durante sus horas libres los barrios de inmigrantes, en donde ofrecía sus servicios a organizaciones benéficas para ocuparse de los niños, sobre todo huérfanos. Al principio pareció admirable que un soldado invirtiera su tiempo de este modo— mucho mejor que las habituales juergas y peleas con los habitantes de la ciudad—, y al teniente Miller no le preocupó. Pero al cabo de unos meses advirtió un cambio en el carácter de Beecham, que se volvió más hosco. Cuando Miller le preguntó al respecto no obtuvo ninguna explicación satisfactoria; pero poco después se presentó en el puesto uno de los responsables de aquellas organizaciones benéficas, exigiendo hablar con un oficial. Miller escuchó mientras el hombre exigía que se prohibiera al cabo Beecham acercase de nuevo a su orfanato. Cuando le preguntó el motivo de tal demanda, el hombre se limitó a argumentar que Beecham había trastornado a varios de los chiquillos. Miller habló inmediatamente con Beecham, quien al principio se mostró indignado. Dijo que el tipo del orfanato estaba celoso porque los chicos le querían y confiaban más en él que en el director. Sin embargo, el teniente Miller vio que en aquella historia había algo más, y presionó con mayor intensidad a Beecham. Al final el cabo se mostró terriblemente inquieto y acusó a Miller y al resto de sus superiores por lo ocurrido. (Miller nunca averiguó la naturaleza exacta de los incidentes.) Todos aquellos problemas se habrían podido evitar, aseguraba Beecham, si los oficiales hubiesen aceptado sus solicitudes para que le destinaran al Oeste. Durante esta conversación, Miller había encontrado la actitud de Beecham lo suficientemente alarmante como para concederle un largo permiso, que el cabo aprovechó para practicar el montañismo en Tennessee, Kentucky y en Virginia Occidental.