El alcalde del crimen (92 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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Capítulo 33

En cuanto sus ojos se acostumbraron, a Twiss la luz ya no le pareció tan intensa, sino más bien mortecina, amarillenta, como si pulsase. Traspasó otros seis agujeros de otros tres barrotes desaparecidos del conducto hacía milenios, asomó la cabeza junto con el espadín y descubrió la fuente de aquella claridad. Provenía de varios pebeteros de bronce, con fuegos que bailaban cansados. Dejaban ver bastante bien la estancia, que no era otra cosa que una piscina rectangular rodeada de un peristilo con columnas de mármol. En realidad todo era de mármol: la ancha plataforma alrededor de la piscina, los lados y los peldaños de esta, e incluso el techo ligeramente abovedado. Aparte de los fuegos, había otras pinceladas de color. Estucos decorativos con pinturas desvaídas en las paredes, de temas báquicos u órficos, entre los cuales se abrían hornacinas. Y un glauco mosaico vitrificado en el fondo del estanque de carácter dionisiaco. Después de esta primera impresión, como si sus sentidos de nuevo se fuesen abriendo poco a poco a las sensaciones, a continuación oyó unos sonidos cantarines. Los producían varios chorros de agua que caían desde grietas abiertas en la bóveda hasta la superficie de la piscina, cuyo contenido rebosaba y se escurría por el desagüe que ellos acababan de recorrer.

Twiss salió al centro del estanque, donde el agua le llegaba por el pecho, y detrás de él lo hizo Jovellanos. A este se le despertaron también paulatinamente otros sentidos. Un indefinido olor, entre acre y dulzón, lo invadía todo, y él lo asoció de inmediato con la multitud de objetos que se amontonaban detrás de las columnas. Por su variedad y formas, el conjunto se le antojó semejante al que llenaba el laboratorio de Morico, aunque el que se extendía ante él parecía contener otros artilugios y recipientes bastante más extraños. Todo lo cual descansaba sobre mesas de mármol, donde los antiguos habían reposado después del baño. Porque aquel recinto sin duda era el
frigidarium
de unos baños romanos.

Más tarde, el sentido de su piel le avisó de una corriente de aire, sutil, constante, que provenía de una puerta abierta al fondo del
frigidarium.
Ya que Herradura no se adivinaba por ninguna parte, posiblemente había salido por allí. El que no le viesen no era ningún consuelo, puesto que le necesitaban, y porque oculto, podría caer en cualquier instante sobre ellos. Jovellanos y Twiss se miraron, dándose cuenta de lo expuestos que se encontraban dentro del estanque, y se apresuraron a salir, cada uno por la pequeña escalinata de cada lado más largo.

Separados ahora por no menos de una docena de pasos, volvieron a cruzarse sus miradas. Ellas lo decían todo. Como que «esto era el mundo romano del
interfector».
O que «por nada del mundo hable, Twiss, pues no debemos darle la menor ventaja». En efecto, según sus propias palabras, Herradura, estuviese donde estuviese, tenía que saber por dónde se desplazaban de acuerdo al débil roce de sus polainas en el mármol húmedo, o cuál era su estado de ánimo que emanaba de sus olores corporales, pero en modo alguno debían anunciarle cómo iban a actuar. Sin embargo, ¿cabía otra alternativa que no fuera traspasar el oscuro umbral de la puerta del fondo? Hacia ella se dirigieron despacio, atentos, ahora ya con todos los sentidos alerta en ambos.

Bajo la placidez engañosa, el horror impregnaba sutilmente cada palmo de aquel mausoleo olvidado por el tiempo, de manera que no podían sustraerse a la influencia mórbida que ejercía todo cuanto contenía el lugar. Aquí en una mesa se extendían esqueletos que quizá habían pertenecido a roedores. Al lado se amontonaban libros con dibujos nauseabundos, escritos mediante caracteres irreconocibles. Más allá se alzaba un artefacto de plata y oblongo que se movía por sí mismo, aparentemente sin un mecanismo que lo impulsase. Y al fondo se adivinaba una clepsidra adornada con figurillas que parecían diablos persas alrededor del odioso dios Mitra, señor del sol, de la luna y del tiempo todo.

Twiss alcanzó una mesa donde se alineaban más de diez vasijas. Parecían cráteras antiquísimas. Estaban llenas de un líquido verdusco con picadillo vegetal, en el que flotaban órganos tan elocuentes que al fijarse detenidamente en ellos casi pierde la respiración. Algunos eran del tamaño de dos puños juntos, y otros más pequeños que uno solo. Twiss se decidió por coger el mayor, de forma que, aguantando la náusea, con la mano temblorosa, extrajo de una de las vasijas una cabeza asida por su cabello. Presentaba cosidos los párpados y los labios, y no dejaba de sorprender su exiguo tamaño, teniendo en cuenta que había pertenecido al obeso preste Juan. La devolvió a su aliño verde con asco y espantado, y se giró hacia la banda de Jovellanos.

Twiss descubrió que su compañero no se encontraba en mejor estado que él. Jovellanos sostenía con ambas manos una máscara de caucho que había cogido de entre otras muchas. Una máscara que era su vivo retrato. Con las cejas y los labios hábilmente pintados, con los huecos de la boca, de la nariz y los ojos bien torneados, con un cordel de lado a lado. Igual que las otras, acomodada debajo de una peluca y con el auxilio de una escasa luz, podría pasar por un rostro natural. Un escalofrío estremeció a Jovellanos, de pensar en qué momento de qué noche, si es que fue una noche, Herradura se la habría hecho. Dejó la máscara en el montón del que la había cogido, donde destacaban otras respectivas de Federico Quesada y del cardenal Solís.

Aturdidos más que antes, aunque con la misma decisión, Jovellanos y Twiss se acercaron a la gran puerta por cada uno de sus lados. Iluminado por algunos pebeteros que no alcanzaba a descubrir, lo que vieron les frenó a un paso del umbral. Se les erizaron los cabellos. Acababan de tropezarse con José de Herradura ataviado de
interfector.
Estaba sentado en medio de la siguiente sala, que debía ser el
laconium
de los baños. Se encontraba a unos siete pasos de la puerta, embutido en su singular y negra indumentaria, que incluso le cubría toda la cabeza como una segunda piel, con aberturas horizontales a modo de ojales aviesos para los ojos y la boca, tal y como lo describiera Fermín.

Su posición era a la vez sugestiva e inquietante. Se hallaba sentado en una silla pequeña, como plegable, de patas marfileñas. Asiento que —pensó Jovellanos—, de acuerdo con lo que contaran Cicerón y Salustio en sus escritos, parecía una silla curul, de las usadas por los magistrados romanos con
imperium,
con potestad para decidir sobre la vida y la muerte. Además su posición era la característica de los cónsules, con el cuerpo relajado, expectante, altivo, dominador, ligeramente echado hacia delante, con una pierna más adelantada que la otra. Sin embargo, sus manos discordaban con la actitud general. Estaban cerradas, aunque sin llegar a ser puños, tensas, como si ocultasen algo. Jovellanos dedujo que debía de ser muy grande la confianza que Herradura tenía en sus facultades para esperarles de ese modo, igual que si incitase al ataque. Indudablemente se creía un virtuoso patricio de Roma que se disponía a juzgarlos allí mismo y a su manera.

Twiss ensayó el movimiento de arrojarse hacia el
interfector
con ímpetu, espadín en mano. Pero Jovellanos le detuvo con un ademán instintivo. Una voz interior le dijo que algo no iba bien en todo aquello. La voz no era la de su conciencia, sino que le venía de lejos, de una garganta reseca y desfalleciente. Ante sus ojos apareció la figura de Mariana, alegre, llena de vitalidad, delante del espejo del cuarto del padre Mateo en el patio de los Naranjos, cuando a él y a Twiss les mostró la forma de jugar con los reflejos de dos espejos para verse la parte posterior del cuerpo. Y a continuación recordó sus palabras, cuando él estaba arrestado en un aposento del Alcázar por orden de Bruna, sobre que un gesto de amor serviría para destruir al asesino. Esa imagen de ella, nebulosa, fugaz, nimbada de ternura, ¿no era un gesto de amor supremo por su parte, un aviso de peligro inminente sobre su vida, ya que los cuerpos de ambos en espíritu estaban unidos en la adversidad y la dicha? Jovellanos lo creyó así, porque tan pronto como doña Mariana se desvaneció en sus retinas, de un modo que le produjo estremecimiento, volvió a ver al
interfector
sentado delante, pero ahora de mejor forma.

Se fijó más detenidamente en Herradura, en él y a su alrededor. Por detrás había una especie de cortinaje oscuro que se agitaba un poco por causa de la leve corriente que advirtiera con anterioridad. Sin embargo, había un espacio de ese mismo cortinaje que no se movía en torno a Herradura, en una forma más o menos rectangular en su centro mismo. ¿Por qué ese enigmático fenómeno? La respuesta se la acababa de dar Mariana a modo de advertencia. Porque la imagen del
interfector
que ellos veían era un reflejo en un espejo pegado al cortinaje. En realidad, Herradura estaba de cara a aquel cortinaje, con otro igual detrás de su espalda y al que no alcanzaba el fluir de la corriente; es decir, estaba sentado oponiéndose a la imagen especular que ellos veían, posiblemente a uno u otro lado de la puerta. El motivo de ese artificio —siguió reflexionando Jovellanos en tres segundos raptados al tiempo— se lo había revelado Herradura hacía unos minutos, si bien de modo indirecto. Él mismo les había advertido que no era nictálope. Es más, posiblemente poseía una vista defectuosa. ¿Acaso no había salido de la Descubridora de Potosí con los ojos dañados por años de penumbra subterránea y por una repentina exposición al sol del altiplano tras su huida? Eso era, veía muy mal. Unas antiparras de gruesos vidrios al lado de uno de los libros de las mesas dejadas atrás así lo confirmaban. En cambio, sus otros sentidos estaban extraordinariamente desarrollados, y en ellos confiaba para sorprenderles. Mostrándoseles allí delante con esa imagen falsa y tranquila, aparentemente inerme, en medio de un
laconium
con relativa claridad, esperaba que traspasasen el umbral para caer de inmediato sobre ellos por sus espaldas, con la mortífera red de una criatura a quien le era indiferente la luz o lo oscuro.

—Está bien, Herradura, aquí me tiene delante de usted.

Twiss miró sorprendido a Jovellanos por el énfasis de sus palabras, ya que para él era evidente que Herradura les estaba contemplando
delante de él.
Pronto Jovellanos le sacó de su error. Le puso al corriente sobre su descubrimiento de la trampa con el leguaje de signos que habían empleado otras veces. Vino a decirle que el
interfector
sabía que estaban allí mismo, pero no podía verles.

—Ha llegado, pues, el momento de que se cumpla el vaticinio que le corresponde —oyeron la voz de Herradura, que resonaba extraña, como si hablase para las paredes de una gruta.

—Ha llegado la hora de que rinda cuentas —le replicó Twiss.

En ese instante el
interfector
abrió una de sus manos y dejó caer un gran diamante engarzado en una cadenita de oro, el cual, pendiendo en el oscuro vacío y balanceándose de un lado para otro, comenzó a emitir destellos de una luz narcótica.

—Vengan a mí, no hay camino por detrás —sentenció igual que si impartiese una orden.

Jovellanos, que acababa de ver momentos antes la luz que llenaba toda su alma, pudo sustraerse a su influjo, pero Twiss no. Este, como si hubiese tomado un buen vaso de adormidera, comenzó a cabecear y a dar un paso hacia delante, fija su mirada en aquel haz de rayos magnéticos. Jovellanos extendió una mano y le tapó los ojos, y de ese modo rompió la atracción que por unos segundos le había raptado.

—¿El vaticinio? —preguntó Jovellanos, mientras que por medio de las manos hacía ver a Twiss el peligro de quedarse fijo en el diamante.

—Sí. Ese que concluye con «pues la virtud del impostor, su pago será con hez de amor...». Es el suyo, Jovellanos, y no se sorprenda de que vaya dirigido a usted, un funcionario civil. ¿Es que no se acuerda de que, siendo estudiante, el obispo de Oviedo le confirió la primera tonsura? Lo tuve en cuenta para incluirle en la lista, puesto que sabía que habría de enfrentarme a usted, siendo usted, además del Alcalde del Crimen de Sevilla, la pieza más apetecible.

Con un intenso intercambio de signos, la pareja deliberaba silenciosamente sobre lo que convenía hacer. Jovellanos tragó saliva casi seca e hizo un esfuerzo para no dejarse impresionar por lo que oía.

—¿Por qué reserva a los hombres de religión ese destino?

—¿Por qué no, Jovellanos? Los sacerdotes llevan miles de años sojuzgando a los espíritus de los hombres sencillos con sus abstrusas creencias y ritos. Me pareció conveniente por mi parte hacerles víctimas como sacrificio en una especie de rito de reposición. Han llenado de miedo con sus ideas las cabezas de los sencillos, de modo que yo he llenado sus corazones de terror con sus propias cabezas. Es una correspondencia justa, ¿no?

Twiss intervino para hacer tiempo, a la vez que comunicaba con sus manos a Jovellanos la forma en que debían actuar.

—¿Y por qué las reduce dentro de esa especie de horrible salsa verde?

Al oírle, Jovellanos alzó su mirada hacia él con atolondramiento. Ignoraba ese repulsivo dato. Desde el
laconium
les llegó el resonar de unas risotadas del
interfector.

—¿Verdad que es una ocurrencia sublime? —les preguntó Herradura desde el espejo, sin esperar respuesta—. Mis hermanos jíbaros me enseñaron que al enemigo hay que dominarlo hasta poder tenerlo dentro de un puño. Una buena filosofía... En fin, señor Jovellanos, le espera un destino bastante menguado. Como mejor representante de esos ilustrados de pacotilla del Alcázar, sobre usted va a caer la justicia de aquellos tribunos de la plebe romana que forjaron el mayor imperio de la razón. ¡Razón implacable, caballeros, y no superstición cristiana en la bondad de los humanos...!

La figura reflejada del
interfector
se agitó en su silla curul. Y así fue cómo la pareja pudo advertir que bajo su otra mano mantenía disimulada su minúscula y emponzoñada cerbatana. Jovellanos alargó un brazo hasta una cercana mesa y, con sumo cuidado, se armó del mortero de un almirez.

—Se lo suplico una vez más —dijo—. Entregue el antídoto a Twiss y haga conmigo lo que quiera.

No tardó en recibir contestación.

—Su suerte está escrita. Morirá de amor. Así pues, si en verdad ama a doña Mariana, encuentre por sí mismo ese antídoto. Le aseguro que se halla en este
laconium.
¡Venga a por él ahora! ¡Se lo ordeno! ¡Ya...!

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