El alcalde del crimen (91 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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Por supuesto que la palabra
mita
decía mucho a Jovellanos, no en vano había estudiado todo lo referente a aquello que antaño había dado vida económica a Sevilla, en concreto, la explotación minera de las Indias.

La mita era un régimen especial de trabajo, por el cual la Corona explotaba las minas de Huancavélica y de Potosí. Consistía en obligar a las poblaciones indígenas de alrededor de ambos cerros, en un perímetro de muchas leguas, a aportar mitayos que trabajasen en ellas. El indio mitayo, aprovisionado de maíz tostado, agua y candelas de sebo para seis días, se veía obligado a descender a una mina que era la boca del infierno. Del frío de las cumbres andinas se pasaba al calor sofocante de las entrañas de la tierra. Debían bajar desnudos y en casi total oscuridad a veces más de cien estadios de hondo, por un laberinto de cuevas y galerías sin ventilar, de una escala a otra escala, confeccionadas con tiras de cuero. Ya en el fondo, como hormigas medio ciegas en agujeros no más altos que un hombre, debían extraer el mineral, cargarlo en canastos de totora y, con ellos a hombros y colgando sobre precipicios, subirlos a pie hasta la lejana superficie. De este modo tenían que realizar bastantes viajes cada día durante seis días seguidos a la semana, hasta cumplir su cupo. Y si no lo cubrían eran multados prolongándoseles el periodo de servicio. Pero raro era el indio que, por causa de los gases venenosos, los desprendimientos o las neumonías producto del cambio brusco de temperatura, sobrevivía más de cuatro o cinco meses.

Esto era lo que Jovellanos recordaba que había leído sobre la mita. Al momento comprendió el propósito de Herradura de hacerlos arrastrarse por aquel conducto tan agobiante. Sin duda que el criollo Ventura de Santelices le había obligado a trabajar en alguna de las minas, y ello le había marcado profundamente para el resto de sus días, y estaba dispuesto a hacer pagar a la Humanidad entera su sufrimiento. Quería que ellos supieran el origen subterráneo de su rencor, y ahora que se había apagado la vela, en verdad que el efecto resultaba escalofriante.

—Herradura..., ¿me oye? —preguntó Jovellanos con el agua pugnando por llenar su boca—. Sé lo que es la mita, y me hago una idea de lo que ha tenido que padecer en la mina. Sin embargo, por mucho que sea su dolor, nada justifica un solo asesinato...

Después de unos momentos en los que pareció que no habría respuesta, tan solo el pesado arrastrarse de ellos dos y el azote de la corriente en sus caras, Herradura dejó oír su voz de nuevo.

—¡Tres años, Jovellanos! Tres años dentro de la mina Descubridora de Potosí. No, mi cuerpo no está marcado por escarificaciones o tatuajes, sino por quemaduras. Las que me produjeron los bejucos de la totora que me aprisionaban los tobillos y las muñecas, y que a la vez me levantaron la piel en torno al cuello y los hombros por cargar miles de veces el canasto de mineral a mis espaldas. Tres años en los que vi pasar a mi lado miles y miles de indios, que no comprendían qué hacía yo allí abajo arañando la roca. Y a quienes vi salir poco a poco para ir a morir tirados al pie del cerro, al frío del altiplano. Yo sobrevivía a todos, hasta que llegué a convertirme en una especie de mito, una criatura de leyenda. Me llamaban «la rata blanca».

—Entonces, ¿fue en la Descubridora donde adquirió sus portentosas facultades..., digamos que físicas...? —preguntó Twiss, con el temor a que la voz de Herradura confirmase sus sospechas.

—No todas en aquel infierno, Twiss. —Este se detuvo por un momento cuando las primeras palabras alcanzaban sus oídos, horrorizado por comprobar que la voz de Herradura surgía apenas unas varas por delante de él—. Santelices quiso matarme lentamente rodeado de esclavos que antaño habían sido reyes. Pero no, juré que no le iba a resultar tan fácil conseguirlo. Si los indios aceptaban su destino como producto de la fatalidad, yo, en cambio, no era un hombre corriente. Yo había aprendido a pensar, es decir, a valorar más la muerte por una vida mejor que una vida mala abocada a la muerte. Un hecho vino a confirmar mi postura. Una mañana, cuando por enésima vez subí a vaciar el contenido de mi canasto, vi horrorizado que de él caía, mezclado entre el mineral, la cabeza de un mitayo dado por desaparecido hacía dos semanas. Yo había cargado sin darme cuenta su cabeza como si fuese una roca cualquiera. No, me dije, aquel infeliz se había dado por vencido demasiado pronto. Así pues, unas horas más tarde, al cabo de un año de cautiverio, rompí las ligaduras de totora que limitaban mis movimientos y a partir de entonces no volví a subir más canastos. Los guardias bajaron a buscarme, pero por mucho que huroneasen en las galerías jamás llegarían a encontrarme. Supusieron que me habría desnucado en algún precipicio y me dieron por muerto. Bien vivo que estaba, por contra, y no loco como otros a quienes, una vez perdidos, habían hallado al cabo de semanas medio animalizados. En medio de aquellas espantosas tinieblas yo había visto la luz, Jovellanos. Dejaba atrás las ingenuas ilusiones de mi juventud, y comprendí que si la humanidad debía redimirse de la opresión y la injusticia, algunos, que éramos capaces de ver más allá, debíamos entregarnos en cuerpo y alma a esa labor con la mejor herramienta: la fría inteligencia, la razón más descarnada. No esa llena de afectación de ustedes los ilustrados, sino una implacable y sin escrúpulos morales. Esa fue la facultad más portentosa que adquirí, señor Twiss, atesorada en mi mente. Pero también debía sobrevivir en cuerpo, y me lo propuse. Después de tantos meses de duro picar había ganado una gran fuerza, y luego, ya libre de las ataduras de la totora, una sorprendente habilidad para moverme de cueva en cueva sin que las candelas de sebo me descubriesen. Me di cuenta de que podía oler a los mitayos y a los guardias a muchos pasos de mí, y oír cómo la saliva crujía entre sus dientes cuando tragaban, y sentir a través del temblor de la tierra cómo los picos la mordían a mucha distancia. Se preguntarán cómo logré sustentarme durante dos años más... Resultaba bastante sencillo. Al principio robaba el maíz de los mitayos. El agua no faltaba, pues había charcas por donde podría navegar una nave capitana. Más tarde comí carne de los mitayos muertos, era un alimento más sustancioso y que aportaba mejores energías, especialmente si estaba crudo. En ocasiones, por si no había carne fresca, o la que había puesto a secar en escondrijos secretos se había agotado, entonces me procuraba los cuerpos vivos de aquellos que yo sabía que no podrían resistir mucho.

Jovellanos y Twiss, cada uno desde su aplastada posición, se removieron de asco. Cerraron los ojos como si una punzada les hubiese atravesado el estómago, dando gracias ahora de que aquella agua tibia diese en su cara, y que aliviase un sofoco que de otro modo les arrastraría a la histeria.

—Muy encomiable, Herradura... —oyó Twiss que Jovellanos comentaba por detrás con sonidos que se quebraban en la angostura del desagüe—. Mataba a los mismos que pretendía liberar..., como ahora... No era muy distinto de Juan Santos Atahualpa haciéndose pasar por el dios Viracocha...

—¡Sí lo era, y lo soy! Atahualpa era un demente, un patán sanguinario sin un objetivo claro ni un ideal absoluto. Yo, en cambio, a partir de aquellos años en la Descubridora he puesto en movimiento la filosofía de las Luces. Ya es hora de que las ideas de Voltaire, de Rousseau, de Montesquieu, de Diderot y de tantos otros dejen de ser meros espantajos que corren de boca en boca por los elegantes salones de París y que se hagan realidad. Si en mí anidase la locura entonces mis crímenes serían inaceptables, porque serían crímenes sin sentido. Sin embargo, todo lo que he hecho ha ido encaminado a conseguir un fin noble que ha sido sublimemente bosquejado antes en los libros, y que, a no tardar, adquirirá cuerpo vital y de palpitante carnalidad. En cierto modo, todos esos cuerpos muertos en la mina fructificarán en nuevos millones de vidas.

Twiss intervino con el acicate de haber descubierto una mella en el discurso coherente de Herradura.

—Usted se otorga la propiedad de ver más allá del presente. ¿Por qué procedimiento se cree que la verdad está de su parte? Podría estar equivocado, de manera que lo que ahora considera sacrificios humanos, a la postre no dejarían de ser estériles y brutales asesinatos...

—¿Equivocado? —la voz de Herradura titubeó por primera vez desde que se tropezaran con él—. ¿Cómo puede estar equivocado lo que se siente en el corazón? Ustedes dos aman a sus damas, ¿consideran, pues, que están en un error? Claro que no. Yo amo una idea, una idea elevada, y las ideas nunca pueden ser falsas porque, oncológicamente, serían inconcebibles. ¿De dónde, si no, hubiese sacado fuerzas para resistir en la Descubridora? El amor a esa idea me ayudó durante dos años a escarbar el agujero por el que pude escapar de la mina, y el amor me empujó por leguas y leguas de barrancos y crestas, medio ciego por el sol, nuevo para mí, sin apenas qué comer, disputando sus madrigueras a las alimañas para cobijarme. El amor es sincero y puro, y quien lo lleva en su corazón lo reconoce en quien también lo alberga. Fue así que los indios jíbaros, que jamás han sido conquistados por el blanco, me reconocieron como a un semejante. Me cuidaron, me sanaron las heridas, me enseñaron los secretos de su vida natural. ¿Cómo dudar de que la idea en la que creía podía estar equivocada si aquellas gentes ya la vivían día a día felizmente? ¡Oh, no, Jovellanos, Twiss...!, lo equivocado se extendía allende la selva que nos rodeaba. Se rebullía en el viejo mundo de principios caducos, sin virtudes, de injusticias sin límite. Por eso es que llegó el momento en que no pude continuar con mis hermanos de la jungla, porque la conciencia me decía que debía retornar al mundo viejo y transformarlo. Y regresé como hombre renacido. Vagué por las Américas, crucé el océano, anduve por infinidad de tierras. Hice de escribiente en París, vendí betún en Londres, fabriqué pólvora en Berlín, trafiqué con perfumes en San Petersburgo. En todas partes descubrí gentes como yo, espíritus agitados, corazones de generoso amor que esperan una señal, la encarnación de esa idea que sobrevuela el mundo, y que algunos poetas describen o evocan clamando a las tempestades. ¡Ah, sí, había muchos que ya laboraban soterradamente, cada cual en el confín de la Tierra que mejor conocía! Se me ocurrió, por lo tanto, volver a pisar Sevilla, la ciudad que recordaba con las imágenes de la mayor degeneración y del más vil atraso.

Jovellanos y Twiss tenían la sensación de estar reptando desde hacía una eternidad, y, sin embargo, apenas habían avanzado dos docenas de pasos. Les dolían los codos y las rodillas inmensamente, pues era apoyándose con ellas en las paredes como conseguían moverse apenas. Jovellanos escupió con rabia parte de una onda de agua que había tragado, y replicó a Herradura.

—Ciudad atrasada, sí..., y supersticiosa. Aunque habitada por gentes de gran vitalidad y muy generosas... Y usted, canalla..., por un capricho de su inteligencia, decidió extender un manto de terror sobre ella...

—De terror no, Jovellanos, porque ese manto ya pertenecía al Santo Oficio. Yo decidí hacer de ella un experimento. Como es obvio, esto no ha ocurrido de inmediato. He pasado años estudiando, preparándome, haciendo prosélitos. Pocos, y que siempre serán anónimos para usted, pero resistentes y flexibles como el cuero. Mi puesto en la Intendencia me ha facilitado mucho las cosas. Y luego, de repente, hace ocho meses, por los buenos oficios de Sabas Juaranz, cuyo principal mérito en toda su vida fue sonsacar al preste Juan, de uno a otro voy y conozco a Thiulen. Thiulen, un iluso mentecato que se hizo amigo mío, y que me confió todo su disparatado plan: lo del oro, lo del reino selvático y los deseables magnicidios. Obsesiones propias de los jesuitas y que yo bien conocía. ¿Por qué no?, me dije. ¿Por qué no sacar un buen provecho de sus planes? De forma que hice los míos aparte. Del resto de lo sucedido conocen ya bastante.

—Por el amor de Dios, ¿para conseguir unos cientos de tejas de oro hacían falta tantas y tan horribles muertes? —preguntó Jovellanos con un tono muy sentido.

—El oro ha sido solo uno de los objetivos. Ya que era producto del expolio de los sojuzgados, serviría para su liberación... El principal objetivo, como le decía, ha consistido en realizar un experimento. Usted no debe imaginar, porque es un hombre culto e informado, que esta era se acaba y que estamos en la alborada de otra. Una nueva donde el protagonista será el pueblo. Serán las multitudes agitadas, las muchedumbres movidas por pasiones y por ideas centelleantes. Es por ello que me he permitido manejar los sentimientos más elementales de las gentes de esta ciudad puestos en unívocos movimientos. Todo, sus reacciones, sus pensamientos, sus miedos, todo ha sido convenientemente anotado y remitido a quien corresponde. ¡Nunca la humanidad podrá agradecer lo suficiente a Sevilla por lo que ha hecho por la ciencia del espíritu...!

—Morico llevaba razón... Ha manipulado a esas pobres gentes como si fuesen arcilla —se oyeron las palabras de Jovellanos colándose con dificultad por los resquicios que dejaba libres Twiss—. ¿Y qué ha conseguido? Enfrentar a unos con otros. ¿No comprende que todo el mundo tiene ideas, y que cada cual cree que las suyas son las verdaderas? Ha fracasado, Herradura, porque en el momento en que a su idea se le oponga otra, ¿cómo puede estar seguro de que no está en el error?

Primero a Twiss y luego a Jovellanos les alcanzó un torrente de carcajadas como agua volátil que calcinase. Hubieron de estremecerse.

—Por eso van a morir, porque su apergaminado racionalismo jamás comprendería la respuesta. Y bien simple que es: la lucha. En el crisol de las ideas solo habrá lugar para aquella que resulte verdadera por medio de la fuerza, pues sin duda será la más excelsa.

Twiss, contorsionándose salvajemente con tal de avanzar más aprisa, maldijo a Herradura con el resto de sus fuerzas.

—¡Bastardo...! ¿Y el oro? ¿Dónde está ese oro?

—Olvídese de él de una vez —respondió Herradura con voz queda—. Está lejos. Camino de aquellos que le sacarán el mejor y más puro provecho.

Insatisfecho por la respuesta, quizá demasiado convencido por ella, en cambio, gruñendo con ahínco, Twiss estiró los brazos, clavó los dedos como garfios en la piedra y tiró de sí con una energía sobrehumana. Y en eso recibió un fogonazo de claridad en los ojos. Por delante de él apareció una luz ebúrnea, difusa y resplandeciente, que poco a poco fue adquiriendo el contorno del conducto. Herradura acababa de salir del agujero. ¿Hacia qué clase de abominable
exterior?
se preguntó Twiss.

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