El alcalde del crimen (31 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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—¿Alguien...? —preguntó Twiss con recelo.

Juana, ahora sí, bajó la voz.

—Sí... ¿Es que ya no se acuerda de Alonso Berardi? Su hijo fue ayer a verme. El padre está consternado por la muerte de Quesada y quiere volver a hablar con usted, inglés despistado.

Un repentino interés se apoderó de Twiss. Tiró de Juana hacia adentro del cuarto, lejos de la claridad y de las eventuales miradas.

—¿Hablar? ¿De qué quiere hablar conmigo?

—Suélteme..., salvaje... ¿Es que quiere que yo lo sepa todo? —Twiss la atravesó con su mirada y ella se rindió—. Qué duro es usted, por Dios. Me produce escalofríos... El chico me dijo algo de no se qué
amigo
de Quesada. Dio a entender que usted ya lo comprendería. Me aseguró que su padre no quiere permanecer callado por más tiempo. Luego se fue sin darme más explicaciones.

Twiss se volvió hacia el desorden de la habitación, pensativo, tratando de encontrar una razón, no ya por la súbita disposición de Berardi a hablar sobre un asunto tan delicado, sino para que precisamente quisiera hacerlo ahora, cuando antes le había asegurado que apenas sabía de la relación entre Quesada y su enigmático amigo. Quizá —se aseguró— sabía mucho más de lo que le había revelado en el cortijo La Soledad, y a raíz de la muerte de Quesada, según se desprendía de las palabras del hijo, había comprendido que era contraproducente para los intereses de su logia seguir en silencio. Tal vez había seguido su consejo y había indagado entre los suyos a conciencia, descubriendo cosas que antes desconocía.

Sin que Twiss lo advirtiese, Juana le abrazó por detrás y, al romper el hilo de sus pensamientos, le impidió llegar al fondo de las causas y los efectos de esa novedad.

—Venga, ladrón de corazones. Probemos esa cama...

Twiss se revolvió, aunque sin poder zafarse de ella.

—¿Qué? Se ha vuelto loca.

—No sea mojigato. ¿Sabe lo que está haciendo Barral ahora? Enseñando cómo se comporta una damisela enamorada ante su pretendiente. Puede estar seguro de que no nos molestará...

Juana se rió. Twiss se libró de sus brazos por fin, y de los mismos tiró de ella hacia el exterior del cuarto.

—Lo que debe decirme es cuándo y dónde debo encontrarme con el señor que usted y yo sabemos.

—Pues mañana, y aquí mismo —arguyó la Malagueña con mal genio.

—¿Ya se ha decidido?

—Ya se decidirá cuando esta noche hable con su hijo.

Juana cruzó el pequeño patio y enfiló decidida un estrecho callejón que conducía a las bambalinas del escenario. Twiss la siguió atolondrado, procurando digerir en orden la cascada de datos que se le agolpaban en la mente.

—¿Aquí, en medio de la ciudad?

—¿No pretenderá que nos vayamos otra vez al campo? ¡Virgen Santísima, con el miedo que pasé aquella noche! —se persignó.

—Pero El Coliseo está muy vigilado...

Antes de salir por una escalera que conducía a una gran plataforma de madera, adonde llegaban con claridad las voces de Barral desde detrás de un cortinaje, Juana se giró malhumorada y cruzó los brazos.

—Precisamente, señor cobardica. ¿A quién se le ocurriría pensar que en este lugar iba a haber un encuentro entre un... —dijo la palabra
masón
sin emitir sonido alguno—... y un extranjero tan raro como usted? A menos que sea tan listo que se le ocurra avisar a ese amigo suyo de alcalde...

Twiss, de tan confuso como estaba, no supo qué replicar.

Durante las siguientes horas, el tiempo no hizo más que aumentar las incertidumbres que suscitaba y los riesgos de esa inesperada entrevista con Berardi. Sin embargo, Twiss juzgó que no le quedaba más remedio que plegarse a las circunstancias. La investigación no podía elegir sus momentos ni sus protagonistas. Si las nuevas palabras de Berardi servían para desvelar la identidad del asesino, bienvenidas fuesen.

Al día siguiente, por la mañana, Twiss y Hogg se dejaron caer por la calle de San Eloy diez minutos antes de la hora acordada.

Convenía hacerse con la situación previamente. El gañán que vigilaba el paso de la calle les saludó como siempre. Ya dentro del teatro, se encontraron con el habitual y lamentable espectáculo cada vez que Antonio Barral dormía la borrachera de la noche anterior o faltaba del edificio: los actores jugándose a las cartas hasta el último real; y sus criados y demás vividores peleándose entre sí, a veces imitando ridículamente el oficio de sus amos.

Después de dar una vuelta alrededor de la cazuela y por los aposentos y las barandas, cerciorándose de que no había nada sospechoso, optaron por aguardar en el escenario, sentados en sillas del decorado. Aquel era un buen lugar para otear el horizonte. Transcurrieron los minutos, pasó la hora señalada y no aparecía nadie digno de especial atención. Twiss cayó en la cuenta de que Alonso Berardi necesariamente debía ser conocido por el vigía para que le flanquease el paso, a menos que viniera acompañado por alguien muy cercano al teatro.

En efecto, poco más tarde aparecía Juana, surgiendo emplumada y azulada de detrás del telón, aunque sola. Parecía nerviosa, muy alerta, observando cada rincón de la cazuela como si quisiese descubrir algo que buscaba o que esperaba encontrar.

—¡Ah, por fin, doña Juana...! —exclamó Twiss yendo a su encuentro—. ¿Por qué busca? ¿Es que no ha venido nuestro hombre con usted?

—¿Conmigo? —se preguntó llevándose una mano al pecho con afectación teatral—. ¿Usted ve a alguien como él acompañando a alguien como yo? Busco a doña Irene. Venía delante de mí, pero se ha perdido.

—En fin... Seguiremos esperando.

—Sí... Esperaremos... —remachó ella.

Mientras que una inquieta Juana iba de un lado a otro del escenario, como si aguardase de un momento a otro el fin del mundo más bien, Hogg hizo uno de sus característicos gestos a su amo para dar a entender que aquella mujer era un manojo de mentiras. Twiss se aproximó a él y le habló en voz baja, en inglés.

—¿Qué pasa, Hogg? ¿En qué miente?

—En todo, amo... —contestó Hogg con expresión confusa—. Todo en ella es falso. Sus manos mienten, y su boca...

—¿Qué cuchichean? —preguntó Juana desde el otro extremo del biombo, a seis pasos—. Estamos en un teatro español. Hablen, pues, en mi lengua...

Twiss quiso creer que la percepción de Hogg debía de estar abrumada por el carácter dicharachero y melodramático de la Malagueña. Al fin y al cabo, se ganaba la vida actuando. De todas maneras, algo falto de sentido en su presencia le empujó a insistir sobre ello. Se giró hacia ella.

—Si no ha venido acompañando a quien usted sabe, ¿qué hace aquí? Creía que los... —Twiss dijo la palabra
masones
sin emitir su sonido, acercándose a Juana y procurando que viese bien sus labios— le daban miedo. Además, yo tenía entendido que don Alonso se hallaba en Coria con sus gentes dragando el río. Su hijo debe de haber cabalgado muy veloz para acordar y confirmar con él y con usted la hora y el lugar del encuentro. Igualmente, el padre debe de tener un caballo muy resistente para cubrir el camino de Coria a Sevilla en el escaso tiempo que restaría...

Twiss ignoraba dónde podría estar Berardi en ese momento, pero había mencionado aquel pueblo ribereño a modo de celada. Era una más de las que acostumbraba a usar para confundir o provocar a sus interlocutores. Por la expresión de su rostro, Juana pareció resentirse de la lógica inapelable de aquel falaz razonamiento. Se acercó a Twiss hasta llegar a rozarle, con sus ojos verdes fijos en los azules suyos. Estaban llenos de angustia, como si en su lenguaje silencioso quisiese expresar mil palabras. Twiss se inquietó aún más. Algo muy poderoso e infausto debía atenazar a aquella boca que siempre tenía frases para todo. En esos eternos segundos se puso a pensar con la rapidez del relámpago.

¿Qué estaba pasando?, se preguntó. ¿Quién? La culpable pudiera ser doña Irene, se respondió. Desde que las conociera siempre había creído que esa extraña mujer ejercía una influencia perversa en Juana, como si la dominase soterradamente; acaso porque tuviese algún parentesco con Silva. Entre ambos se aprovechaban del espíritu en el fondo frágil de Juana para medrar a su costa. Y ahora caía en la cuenta de que nunca le había oído hablar, aparte de escuetos monosílabos. ¿Y para qué todo ello? Tal vez el nerviosismo de la Malagueña se debía a que había preparado una trampa para Berardi; este hombre era una presa muy codiciada para mucha gente en Sevilla. Pero no, ahora que leía mejor en la hierba mojada de los ojos de Juana, ese temor solo podía provenir de una amenaza a su integridad. ¿De quién? Quizá del propio Berardi. Este infundía el suficiente pavor en ella como para hacerlo. ¿Por qué? Ahora, en ese momento inacabable, solo se le ocurrían dos razones. La primera más disparatada que la segunda, pero que podían explicar muy bien todo. Una decía que Berardi era en realidad el
interfector.
Mercurio Cantarini, el sobrenombre del asesino en las marismas, era el seudónimo italiano de un descendiente de italianos. El misterioso amigo de Quesada había sido él mismo, quien, revelando esa relación, quería dar a entender, si la investigación llegaba hasta ese punto, que llegaría, que en el fondo él, el asesino, estaba de parte de ellos, de los
enemigos
del clero. La masonería no era antirreligiosa, pero, como ya había pensado, ¿quién sabía qué extraña logia había surgido en Sevilla con macabros y diabólicos ritos? ¿Y entonces qué? Pues que Berardi y los suyos temían que ellos, Twiss y Jovellanos, estuviesen yendo demasiado lejos en la investigación sin que comprendiesen la naturaleza
noble
de sus crímenes, y habían optado por eliminarlos de una vez a la manera corriente en Sevilla, con una trampa. Ya había habido avisos antes en las calles, y la herida de Hogg era una prueba de ello.

La segunda razón surgía aún más inquietante para Twiss. En la entrevista del cortijo, de forma harto imprudente por su parte, había dado a entender a Berardi que estaba al tanto de una relación de alguien de su logia con gentes peligrosas del exterior. ¡Ingenuo de él! Ese
alguien
no era otro que el propio Berardi, que seguramente contaba con el ciego apoyo de los suyos. Quizá Berardi ya sospechaba de él, Twiss, desde antes de llegar a Sevilla, de ahí los ataques a modo de advertencias. Quiso la entrevista para averiguar hasta qué punto sospechaban de lo suyo, dejó pasar aquella ocasión porque quizá no las tenía todas consigo por causa del tipo embozado en su caballo que les había seguido, y ahora, en cambio, con una oportunidad pintiparada, se disponía a deshacerse de ambos. Sí, esa mirada llorosa de Juana, como el páramo de Salisbury bajo la lluvia, le estaba diciendo que la celada era para ellos dos, señor y criado. A la pobre seguramente le habían encontrado un medio para obligarla a servir de señuelo.

Twiss zarandeó a Juana por los brazos.

—Dígame, Juana de Iradier... ¿Qué teme que hagan Berardi y sus hombres? Hable... ¿No me oye...?

La mirada verde y húmeda de Juana se deshizo por fin en lágrimas. Pero a continuación no prorrumpió en una catarata de explicaciones, sino que, con voz agria y una patética expresión, repitió uno de los diálogos de Elmira de su papel en
Tartufo.

—«¡Os oigo hablar, y vuestra elocuencia con términos harto vigorosos se explica en mi alma...!»

Dicho eso, la actriz se deshizo de él, giró su falda celeste como un violento remolino de mar, cruzó el escenario con paso ligero y desapareció entre bastidores. A continuación se oyó un grito lejano, cercenado por un vago rumor de voces y carreras.

—¡Atención, Hogg! ¡Naves corsarias en el horizonte! —advirtió Twiss.

Hogg se apresuró a unirse espalda con espalda con su amo.

Las voces y las carreras se oyeron más cercanas, como si fluyesen desde detrás del escenario y alrededor de la cazuela, por sus pasillos exteriores. Los actores, criados y gañanes, que habían dejado de jugar o de pelearse al oír el primer grito, amedrentados por el imponente ruido metálico y de tacones que de repente se habían apoderado de El Coliseo, trataron de escabullirse por las ventanas de los aposentos o por las puertas laterales del patio, o procuraron esconderse entre las sillas y las mesas o bajo las maderas del escenario. Al poco, comenzaron a surgir desde todas las puertas que confluían en la cazuela una serie de sujetos de la peor laya, la mayoría embozados y todos armados con puñales o espadines. El círculo también se cerró sobre Twiss y Hogg por el escenario, apareciendo de entre sus decorados y telones otros individuos con igual actitud amenazadora. Twiss sacó sus dos pistolas y Hogg se arremangó su casaca.

—¡Tengan cuidado con esas pistolas! —advirtió una voz entre bastidores.

Al poco, la persona que la había emitido se dejó ver al salir de las sombras. Era un padre dominico, que iba seguido de un hermano de su congregación bastante gordo. Twiss le reconoció; era uno de los que acompañaban a Gregorio Ruiz en el patio de los Naranjos.

—Entréguense usted y su esclavo al Santo Oficio, señor Twiss —dijo—. Esta vez su amigo Jovellanos no podrá hacer nada. El delito de espionaje contra Su Majestad católica es de nuestra exclusiva competencia.

Twiss tardó en replicar más de lo que en él era costumbre. El golpe que estaba recibiendo era demasiado duro. Por no sabía qué medios y qué motivaciones Juana le había traicionado. Arteramente le había llevado a una encerrona, pero no de Berardi y sus masones como había supuesto en un instante fugaz y estúpido, sino de la proterva Inquisición.

—¿Espías? —se preguntó Twiss alejando de sí el torrente de ideas que le distraían de un momento tan grave—. Creo que se confunde, padre. Yo y mi criado somos simples viajeros. Poseo un pasaporte autorizado escrupulosamente.

—¿Ese pasaporte le autoriza a tratar con unos masones sediciosos?

Sabían lo de Berardi, sin duda que por boca de Juana. Y ello aturdió aún más a Twiss, que solo atinó a replicar excusándose.

—¡No me dedico a espiar!

—No niegue obstinadamente que es un espía al servicio de la Inglaterra hereje. Tenemos testimonios que lo prueban. Y espero que su pronta confesión nos confirme que usted es el asesino de los pobres sacerdotes decapitados en la ciudad. Su llegada a Sevilla coincide con esos horrendos crímenes.

—¡No habrá tal confesión!

—¡Por Cristo que sí la habrá...!

El dominico hizo un ademán, y la docena de sus sicarios avanzaron por la cazuela hacia el escenario, y sobre este hacia la pareja acorralada. Twiss y Hogg se aprestaron a resistir, y la mejor forma de hacerlo era tomar la iniciativa en la lucha. Hogg agarró la gran mesa del decorado, la levantó por sus patas y la lanzó contra cuatro facinerosos que le atacaban. Rodaron por el suelo. Al mismo tiempo, Twiss disparaba una de las pistolas contra los atacantes de su flanco, hiriendo a uno, en tanto que a continuación, con la misma pistola a modo de maza, se defendía de las afiladas hojas de sus dagas.

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