Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
La pareja se internó entre las bambalinas y los telones con el afán de escapar, pero por doquier había villanos a los que enfrentarse, que con nuevos ímpetus redoblaron su ataque. Estaba claro que no querían matarlos, ni siquiera herirlos, solo capturarlos. Su destino era acabar en el castillo de San Jorge. La pareja los mantenían a raya con lo que podían, ¿pero hasta cuándo?
—No se resista inútilmente, señor Twiss. Le garantizo que si cooperan tendrán un interrogatorio clemente —dijo el dominico jefe, cobijado tras las espaldas de sus hombres.
Agitados por la lucha, Twiss y Hogg se miraron, y entonces la misma idea cruzó por sus cabezas.
—¡A la santabárbara, Hogg...!
Valiéndose como escudo de una lona pintada con un paisaje, arremetieron contra los atacantes de su frente a fin de llegar a los dos frailes y apoderarse de ellos. Con la amenaza de su segunda pistola aún cargada y de su navaja, a Twiss le fue más fácil abrirse paso. Llegó a acorralar a su adversario principal. Pero enseguida comprendió que esa facilidad en conseguirlo se debía al sacrificio de Hogg. Atrás, el gigante se debatía con media docena de facinerosos agarrados a él como garrapatas, tratando de vencer su descomunal fuerza para reducirle. De no ser porque todavía no se había repuesto definitivamente de su herida, ni el doble de atacantes le hubiesen podido dominar. Pero antes de caer por el peso y los golpes de sus agresores, en un esfuerzo supremo, Hogg pudo sacar de un bolsillo interior de su casaca un librillo azul y, caído al suelo, lanzarlo hacia Twiss de una patada.
—¡El libro, amo! ¡El libro...!
Twiss lo recogió del suelo y se lo guardó, momento que aprovechó el fraile para escabullirse.
—¡El libro que buscamos lo tiene ahora el inglés blanco! —ordenó colérico al resto de sus hombres—. ¡Atrápenlo de una vez!
Vencieron su temor y se precipitaron de nuevo contra Twiss. Pero este reaccionó con habilidad y echó mano del fraile gordo. Se escudó con él y puso el filo de la navaja en su papada.
—¡Atrás, o le rebano el pescuezo!
—¡Dios santo, en verdad es el asesino...! —exclamó su obeso rehén, paralizado de terror.
—¡Solo es un muerto que todavía vive! —sentenció con un ladrido su compañero.
Twiss pudo ver cómo Hogg, inconsciente ya en el piso, comenzaba a ser envuelto por los sicarios en cuerdas para su sujeción. Igual que la araña envuelve en hilos de seda a sus presas antes de llevárselas vivas a su cubil. Comprendió que por ahora no podía hacer nada por él, y que lo importante en ese momento era salvar su propio pellejo para en un futuro intentar su rescate.
Con esa idea pues, Twiss retrocedió arrastrando consigo al fraile gordo, que se reveló con sus anchas carnes como un eficaz parapeto contra los espadines de los familiares. Estos acosaban sin cesar, pero no se atrevían a atacar en serio ante el temor de herir al dominico, que a pesar de todo no se libraba de algunos cortes. Pegados ambos, Twiss y el fraile gordo, retrocedieron por la pequeña escalera de detrás del escenario a lo largo del pasaje estrecho que conducía al minúsculo patio de las habitaciones y el cuartucho del almacén. Afortunadamente para Twiss, la puerta de este cuartucho cedió de un taconazo. Aquel era un buen lugar para refugiarse y resistir cuanto se pudiera. Sin embargo, el fraile no pasaba por el estrecho hueco de su entrada, ni por su gordura ni por el nerviosismo con el que trataba de esquivar los espadines de los sicarios o la navaja filosa de su captor.
—¡Piedad...! —clamaba llorando.
—¡Inútiles! —profería su hermano desde detrás de los esbirros—. ¡Atacad sin contemplaciones! ¡Ya habrá tiempo de curar heridas!
Twiss optó por desprenderse de su rehén. De una patada lo arrojó contra los sicarios y ya pudo por fin cerrar la puerta. Al instante la atrancó con uno de los varios arcones que había allí llenos de vestidos y cortinas. Sin cesar de empujar, advirtió que uno de los facinerosos penetraba por un ventanuco. Twiss disparó a bocajarro contra la mano que empuñaba la espada, y el atacante retrocedió con su miembro colgando. Apenas le dio tiempo de hacerse con el arma abandonada, para hacer frente con la misma a las tres o cuatro hojas que se abrían paso desde afuera por la puerta ya entreabierta. Hubo un furioso choque de aceros sobre el arcón, y de nuevo otro facineroso se introducía por el ventanuco.
Twiss pensó que en un minuto habría sucumbido dentro de aquel cuartucho lleno de ropajes de fantasía y ensueño, porque estaba decidido a morir antes de que le arrastrasen vivo al castillo de Triana. Sin embargo, cuando ya le habían acorralado al fondo entre innumerables trastos, unos gritos provenientes del exterior provocaron que, desde la puerta, su cabecilla dominico les impartiese una orden tajante.
—¡La patrulla! ¡Dejad a ese perro, ya vendrá a nosotros...!
Oído eso, los esbirros se retiraron velozmente tras su patrón.
En dos segundos Twiss se quedó solo, extenuado del esfuerzo, con todo el peso del mundo sobre sus hombros. Derrengado, se sentó en uno de los arcones a esperar su suerte. Había perdido al fiel Hogg, arrebatado por las manos más tenebrosas que conocía; Juana, por la que creía haber sentido algo más que simpatía, era ahora un tétrico fantasma de decepción y miseria; y, no menos grave, cuántas explicaciones tendría que dar a Jovellanos para conservar su estima.
Un enviado del Alcázar se acercó a la Audiencia Real en un coche.
Tenía instrucciones de recoger a Gaspar de Jovellanos y regresar con él. Así lo hizo. Previamente le había explicado el motivo: la detención del viajero inglés Richard Twiss en el teatro El Coliseo, en circunstancias de lo más sorprendentes.
—Dicen que había sangre por todas partes... —se explicó el enviado, ya por las calles del sur de Sevilla—. Incluso se ha encontrado una mano cercenada.
—¿Una mano?
—Sí, señor alcalde. Por lo que cuentan en el teatro, ese inglés se la arrancó de cuajo a uno de sus agresores.
Este y otros comentarios provocaron que Jovellanos no cupiese en sí de desazón. En cambio, en Fermín, que le acompañaba, aumentaron su fascinación novelesca por el inglés.
En el Alcázar mantenían a Twiss en calidad de detenido, aunque por sus especiales características se le aplicase un trato deferente. No se le había encerrado en un sórdido calabozo, sino que estaba custodiado en una de las cámaras cercanas al cuarto de banderas del Departamento del Rey. Mientras llegaba Jovellanos para hacerse cargo, le acompañaban el teniente Gutiérrez, Rafael Artola, el veterano sargento de bigotes blancos Bustamante y dos soldados. Francisco de Bruna también había estado minutos antes con él, interrogándole amistosamente, no en vano Twiss era su huésped en todos los sentidos. Pero ahora Bruna permanecía solo en el cuarto de banderas, fumando un gran puro y paseando de aquí para allá.
El enviado abrió una de las puertas e introdujo a Jovellanos en el cuarto. La agitación de este se juntó con el nerviosismo de Bruna. El enviado cerró la puerta y los dejó a solas.
—Su amigo ha venido a complicar nuestra situación de una forma inimaginable —dijo Bruna sin mediar saludo alguno.
—Explíquese...
Bruna vaciló; no sabía cómo empezar. Decidió relatar los hechos desde el principio, repitiendo algunas cosas que su interlocutor ya conocía. Twiss había colaborado con vivo interés aportando cuantos datos se le habían requerido, y además las gentes del teatro con sus testimonios habían completado la sucesión de acontecimientos. Contó que Twiss había sido víctima de una trampa por parte de la actriz Juana de Iradier, a decir del propio inglés, de la cual se ignoraba su paradero. Por los motivos que fuesen, le había denunciado al Santo Oficio imputándole ser espía. Había habido una dura resistencia por parte de Twiss, escabullándose a duras penas, no así su criado Hogg. Y además, según los testimonios de los comediantes, que el inglés no había desmentido, estaba presente en El Coliseo para verse allí con miembros de la francmasonería. Aunque la insinuación hecha de que era el asesino de los sacerdotes parecía inverosímil, todo lo demás tenía visos de certeza.
—Esto es muy grave, don Gaspar. Los inquisidores estaban interesados especialmente en hacerse con ese libro. —Le pasó el librillo de tapas azules empujándolo por la brillante marquetería de la mesa—. Lo he revisado. Está lleno de datos geográficos, económicos, monumentales, pero también de abreviaturas e iniciales, de dibujos y planos, de cifras enigmáticas que se me antojan claves. Todo muy propio de un espía. A usted no se le escapa que si ello se confirmase estaríamos ante un gran problema internacional. Sin mencionar que nuestra posición en Sevilla se debilitaría en extremo en cuanto el padre Gregorio Ruiz difundiese sus pruebas al respecto, por muy débiles que fuesen.
—Si le interesase, Ruiz intentaría demostrar que la Tierra es plana basándose en la caída de las hojas de otoño —replicó Jovellanos, procurando mantener un hilo de incredulidad. Cogió el libro y lo hojeó detenidamente. Conforme iba pasando las páginas, por el principio o por el final, su expresión preocupada se ahondó.
¿Era Richard Twiss uno de estos agentes?, se preguntó Jovellanos en aquel momento a la vista de los extraños apuntes del pequeño libro de tapas azules. Por lo que ya sabía del inglés, algunas cosas aparecían bastante claras. Se hablaba de Gibraltar como
The Rock
en una fecha de principios de año. También de Santo Domingo, Cuba y Puerto Rico en otras de hacía muchos meses, donde Su Majestad poseía estratégicas plazas fuertes. Mencionaba la actividad de Cádiz, vital puerto para el comercio ultramarino e importante fondeadero de la flota real. ¿Qué información podría buscar en Sevilla, ciudad de tierra adentro con más problemas que recursos? Sevilla poseía una fundición de cañones y una fábrica de salitre, imprescindible para hacer pólvora, industrias capitales en caso de guerra. También citaba dichos sitios recientemente, adjuntos a crípticas abreviaturas.
Admitiendo que la actividad oculta de Twiss fuese cierta, ¿cómo había llegado Juana de Iradier a conocerla? Era difícil de imaginar para Jovellanos que Twiss hubiese cometido una indiscreción en la cama. Por lo tanto, solo cabía la posibilidad de que la actriz, asimismo, fuese una agente al servicio de elementos hostiles al inglés. Para corroborar esta suposición —se dijo Jovellanos—, aquella misma mañana había llegado a la Audiencia un correo de Málaga de parte de su corregidor. En él se decía que en dicha ciudad se desconocía todo lo referente a Juana de Iradier, llamada la Malagueña, y, por supuesto, que allí viviese una hija suya y su madre a quienes socorrer. Pobre Richard, tan perspicaz e inteligente y había sido engañado en su siniestro oficio por alguien mucho más listo, más inescrupuloso.
Jovellanos cerró el libro y los ojos. Bruna le habló, sabiendo en qué grave tesitura se encontraba.
—Yo quiero creer que nada es cierto. Twiss no me parece un bellaco. Además, si se confirmase, no sé qué ataque le daría a mi esposa Leonor solo de pensar que ha dormido bajo el mismo techo que un espía tan ladino. —Sonrió con la boca exhalando humo—. Ahora bien, todo depende de lo que usted decida, y yo actuaré en consecuencia.
—Me hago cargo... Vamos a ver qué dice...
Poco después, Jovellanos entraba solo en la cámara donde se encontraba retenido Richard Twiss. Bruna había preferido mantenerse al margen para no coartar con su presencia las indagaciones. El prisionero estaba sentado junto a una gran ventana abierta de par en par, que daba a un jardín, por donde penetraban las fragancias y los trinos de la prematura primavera sevillana. Twiss alzó la mirada del suelo y mostró al recién llegado una expresión de absoluto abatimiento. A su lado estaba Fermín, con los ojos rojos de haber llorado. Y a ambos extremos de la estancia, que era una pequeña biblioteca, de pie, Gutiérrez, Artola, el sargento Bustamante y los dos soldados. Todos ellos se fijaron en Jovellanos en silencio, como si les uniese cierta complicidad con el preso, como si exigiesen al Alcalde del Crimen comprensión de su parte. Bien, puesto que todos los presentes sabían a qué debía atenerse cada cual, Jovellanos decidió ir derecho al núcleo del problema sin miramientos y sin lamentaciones.
—En este libro no se menciona para nada Santander —dijo blandiéndolo como una espada—. Usted me contó que había desembarcado en esa villa.
El abatimiento de Twiss dio paso al desconcierto. Le sorprendió y le molestó que Jovellanos ni siquiera se interesase por su integridad, y que encima mediante sus palabras le tratase como a un enemigo capturado.
—¡Oh, vamos, Jovellanos...! Ese libro es un cuaderno de viaje de un viajero como yo. Solo apunto brevemente lo que me parece más interesante o curioso. En Santander no encontré nada extraordinario que a la hora de redactar mi obra definitiva no pueda recordar con exactitud.
—¿Y por qué no desembarcó en Cádiz?, está mucho más cerca de Gibraltar.
—Por favor... —Twiss negó con la cabeza—. Los barcos no recalan donde los pasajeros quieren. Además, debía procurarme credenciales en la Corte.
—Si no recuerdo mal, también me dijo que había realizado la travesía desde Plymouth a Santander. Y, sin embargo, aquí habla de La Rochelle, de que estuvo varios días en esa plaza fuerte francesa.
Twiss rió amargamente. No salían de su asombro ni Gutiérrez ni los otros testigos de ese interrogatorio tan singular entre caballeros tan singulares.
—Entiendo que usted cumple con su deber, pero se confunde conmigo —respondió Twiss—, Sepa que una tempestad nos obligó a buscar refugio en La Rochelle. Le puedo asegurar que esa
plaza fuerte,
como la califica, hoy día está rodeada de ruinas. La Rochelle ya no es lo que era desde la revocación del edicto de Nantes.
Bustamante confirmó esas palabras a Jovellanos con un asentimiento de mostachos.
—No piense que la ingenuidad está tan extendida como en este momento cree —replicó Jovellanos con ánimo de zaherirle—. Se me ocurre que quizá recaló en La Rochelle no para admirar sus ruinas mientras pasaba la tempestad, sino para entrevistarse con agentes que le proporcionasen información sobre sus actividades en Francia. Es más, todo parece indicar que su suficiencia le cegó, y que no se apercibió de que estaba siendo vigilado por las autoridades francesas. Apostaría un río Guadalquivir lleno de vino tinto a que los franceses le han seguido hasta Sevilla, que han tratado de apoderarse de este libro y que, al no conseguirlo, se han valido de esa actriz suya para intentar capturarle.