Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
—¡No puede ser...! ¡No puede ser...!
Quien así gritaba, con una voz tan desgarradora que paralizó por unos instantes a toda la fábrica e hizo relinchar a las bestias, era el encargado Federico Quesada. Y no podía ser de otra forma.
Federico era el hermano mayor de Marta Quesada, una muchacha que había sido víctima de un célebre escándalo ocurrido siete años antes. Marta era una bonita e ingenua casadera, novia de un zapatero y trabajadora de la Fábrica de Tabacos. También era muy religiosa, y no había día que no se confesase y comulgase en la iglesia de San Vicente, sita en la calle y plaza del mismo nombre, donde ella vivía. Su confesor era precisamente Mateo Berrocal, quien, con el tiempo, en lugar de escuchar y perdonar, empezó a manifestar requiebros amorosos hacia la joven. Como no surtieran efecto, pasó a las amenazas de carácter espiritual, y luego a las promesas de abandonar su ministerio y de casarse con ella. Marta cayó por fin en sus brazos, con tan mala fortuna que al poco su novio el zapatero se enteró del hecho, quizá por una voz interesada en que lo supiera, y rompió su compromiso de boda. La muchacha, ultrajada y desconsolada, denunció a su confesor ante el Santo Oficio. El Código Canónico contemplaba ese caso como un «Delito de Solicitación en Confesión»
—de solicitacione ad libidinem in actu confesione—,
con penas muy severas. Pero había que probarlo. Aunque Marta apenas pudo aportar algún que otro testimonio vago, el párroco fue condenado a tres años de destierro en Puerto Rico. Más que nada por aplacar el malestar que existía en el vecindario, pues se habían dado varios casos semejantes en la ciudad últimamente. La mujer, desesperada y con un futuro incierto, a las dos semanas de celebrado el juicio apareció ahorcada en una parra de su casa. Años después, transcurrido su destierro, Mateo regresó a Sevilla y consiguió un mejor puesto del que había tenido antes, en la propia catedral, lejos de una parroquia pequeña donde hubiese un contacto más directo con los fieles.
Conociendo todos de una manera u otra este triste episodio, cada cual podía sacar las conjeturas que quisiera.
—¡No puede ser...!
Volvió a repetir Federico Quesada encorvado y como implorando al techo de la nave. Sabía que ese cuerpo decapitado a seis pasos de él era su sentencia al garrote vil, si no a la hoguera.
Inmediatamente los cuatro compañeros de Gregorio Ruiz se arrojaron sobre Quesada como si fuesen blancas y negras urracas disputándose un gusano. Pero, a una rápida indicación de Jovellanos, el teniente Gutiérrez de nuevo desenvainó su sable y lo interpuso entre los inquisidores y el pobre hombre. Como los dominicos no se amilanaban, tal vez azuzados por el calor de unas llamas que ya ardían en sus cabezas, los granaderos los echaron para atrás con las bayonetas de sus mosquetes.
—¡Es el culpable, Jovellanos! —tronó Ruiz abriéndose paso entre sus acobardados hermanos—. ¡Él mismo acaba de confesarlo con sus palabras!
—No sea necio. Lo único que ha confesado es su inocencia —a continuación Jovellanos colocó a Quesada entre los soldados—. ¡Vámonos de aquí...!
—¡Con su proceder se hace cómplice de ese asesino!
—No, inquisidor Ruiz. Yo solo me hago cargo de este caso...
—¡Su alma arderá en las brasas eternas!
El teniente Juan Gutiérrez se puso al frente del pelotón y abrió paso con su sable por delante. Detrás iban los seis soldados en dos columnas; y en medio de ellos un hierático, un ausente Federico Quesada, rendido al destino que pudiera aguardarle. Al final les seguían Jovellanos, Twiss y Morico. Este, limpiándose el sudor de la frente y tratando de no perder el paso, hizo una pregunta algo infantil, dadas las circunstancias.
—Señor alcalde..., si Quesada es inocente, ¿por qué se lo lleva?
—¡Ay, Morico...! Parece mentira que sea un hombre de ciencia acostumbrado a usar la razón. Si dejase libre a Quesada, acabaría en La Tinaja del castillo de Triana antes de anochecer. En la Audiencia se encontrará más seguro.
—Yo no afirmaría su inocencia tan pronto —dijo Twiss—. Cabe la posibilidad de que ese hombre pretenda que creamos que un asesino no dejaría el cuerpo de su víctima en el lugar donde él mismo trabaja.
Jovellanos le observó con algo de desconcierto.
—¿Insinúa que alguien podría tener una mente tan retorcida como para pergeñar algo así?
—Se sorprendería usted de lo que es capaz de inventar la gente para engañar a sus semejantes.
—Quizá me sorprendería. Pero no veo a Quesada vengándose de esa forma.
—Vea lo que quiera, pero a mí se me antoja este crimen extremadamente raro hasta para ser una ciega venganza...
Jovellanos detuvo a Twiss durante unos momentos, cuando ya los demás alcanzaban el vestíbulo de la fábrica.
—Atiéndame un momento, señor Twiss. Me gusta su manera de observar, de analizar. Es algo irregular, pero alberga sentido. Le ruego, querido amigo, que me ayude a esclarecer este crimen. Sobrepasa mis posibilidades en esta ciudad tan poseída de secretos, ignorancia e intriga.
—No. No me pida eso...
—Usted es un hombre de acción, conoce a la gente mejor que yo. Se lo pido por favor. Podríamos evitar una catástrofe...
La mente de Twiss se alejó durante unos segundos de la fábrica para irse por derroteros insospechados para Jovellanos. ¿Cómo debía actuar?, se preguntó. El tenía que hacer algo muy importante en Sevilla, mucho más que solucionar un asesinato igual a tantos otros miles. Sin embargo, llevaba allí más de dos semanas y no había avanzado nada. Acaso estaba destinado a fracasar. Si un hombre como Jovellanos, que debía de conocer bien Sevilla, le pedía ayuda para esclarecer un simple crimen, cuál no sería su dificultad para concluir con éxito su labor. Mucha, abrumadora. Prácticamente solo le cabía la esperanza de que una casualidad le encaminase por el buen sendero. Pero eso podría suceder transcurrido mucho tiempo, si sucedía. Y durante su transcurso debía ser paciente, debía ver y oír todo. No tenía mucho tiempo, era cierto, pero el tiempo era todo lo que poseía.
—Pero, don Gaspar... Yo soy solo un viajero, un extranjero en un país desconocido...
—Precisamente por eso. Porque piensa de otra manera verá todo desde perspectivas que a mí se me escapen.
Ambos caballeros aligeraron el paso hasta llegar corriendo a la puerta de la fábrica. Allí les aguardaba parado el pelotón. La entrada de la Fábrica de Tabacos estaba rodeada de una multitud de obreros de la misma y de gentes de la calle que habían acudido allí. Como era de esperar, el suceso ya lo conocía toda Sevilla. A un gesto de Jovellanos, desde la cabeza de la columna Gutiérrez reinició la marcha. El gentío se fue apartando; lo hizo en silencio, con miradas de asombro, con respeto hacia Quesada.
Este era un hombre muy querido en la fábrica y en el vecindario, y se le consideraba como una suerte de cabecilla popular. No en vano aún se recordaba lo que había luchado para que se admitiese a las mujeres en la Fábrica de Tabacos, enarbolando una frase que se había hecho célebre por toda España: «Las solteras y las viudas también comen». Había ocurrido hacía una década, pocos años después de que se abriese la fábrica. En honor a la verdad, la cuestión del trabajo femenino había sido un empeño de los ministros del rey a fin de aumentar las manos productivas del reino. A pesar de la oposición de los gremios, ya que veían en ello una forma de resquebrajar sus ordenanzas internas. El rey era inaccesible y no era enemigo, por lo tanto; pero en Sevilla el promotor de esa novedad tenía nombre y apellido: el plebeyo y humilde Federico Quesada.
Muchos, durante bastante tiempo, habían pensado que se la tenían jurada a Quesada. De modo que, para los de pensamiento más sagaz, entre los que se encontraba Jovellanos, aquella mañana avanzada parecía haber sido el momento de la venganza. Imaginar esa posibilidad, la del asesinato y decapitación de alguien para que todas las apariencias inculpasen a otra persona molesta y odiada, provocó que por unos segundos faltase el aire en los pulmones de Gaspar de Jovellanos. Su respiración se alteró sobremanera mientras caminaba, y Twiss se apercibió de ello.
—¿Qué ocurre? ¿Vamos demasiado deprisa?
—No..., no... Vamos demasiado despacio.
Twiss aprovechó esa impresión para seguir oponiendo un poco más de resistencia al favor que se le había solicitado, aunque ya tenía tomada la decisión.
—¿Sabe cuán largo es mi viaje, cuántas ciudades me quedan todavía por recorrer?
—Seguro que ninguna tan interesante como Sevilla.
Twiss rió por ese rasgo de humor.
—Este es un maldito embrollo, Jovellanos. Algo que puede lastrar mis piernas de viajero. Si yo le contase lo que me ha costado llegar aquí...
—Cuéntemelo ya, caballero. Por si más adelante no nos dejan tiempo...
—
Oh, my God...!
—suspiró Twiss.
Siguieron hablando mientras que, al salir de la rampa, la muchedumbre de alrededor se los tragaba.
Para llegar a Sevilla, Richard Twiss necesariamente hubo de adentrarse en las soledades de Sierra Morena en un carruaje llamado de colleras tirado por seis mulas. Iban unidas entre sí y a la lanza del coche por simples cuerdas, sin freno de pescante y con apenas unas rudimentarias riendas. El carruaje era sólido, pero incómodo, amontonándose en su único espacio tanto pasajeros como sus equipajes y otros bultos de mercancías. En cada revuelta o bache del camino, tomados con demasiada brusquedad, era obligado que un baúl o unas cestas de mimbre con quesos se precipitasen sobre los siete pasajeros que ocupaban su interior.
Hogg debía estar atento para que el baúl no descalabrase a su amo, aferrándolo cuando parecía que iba a caer. Por su parte, Twiss no cesaba de golpear con un puño el asiento elevado del mayoral, reclamándole más atención. Pero el conductor no hacía mucho caso. Vociferaba, reía o silbaba, y a continuación arreaba con más ganas a las mulas.
—¿Qué ha dicho, amo? —preguntaba Hogg de vez en cuando, tratando de complacerle con un interés reiterativo.
—Bandidos, Hogg... Ese condenado me advierte de que como siga haciendo ruido voy a atraer la atención de los bandidos del monte. Quién sabe... Quizá una visita de esos caballeros haría de este viaje algo más divertido.
En ese momento Twiss se acordó de Toledo. Se vio cerca de la puerta de la Bisagra, adornada en su frontispicio con un escudo enorme donde se desplegaba una gran águila bicéfala. Allí mismo le habían aconsejado que si se dirigía más al sur viajase con una reata de arrieros para cruzar la planicie de la Mancha y la agreste Sierra Morena por su desfiladero de Despeñaperros. Los viajeros, sentados en las mulas, confundidos con la carga, evitaban así ser asaltados por los bandoleros. Pero Twiss se enteró de que ese truco ya lo conocían de sobra los asaltantes; de modo que, a su juicio, correría el mismo riesgo de ser despojado de sus bienes entre caballerías que entre aquellos aburridos compañeros de ruta.
Al terminar de hablar, Richard Twiss echó un vistazo a sus otros compañeros de carruaje: dos clérigos gordos, todo de negro, callados siempre; dos damas resguardándose del polvo con amplias mantillas y las grandes capuchas de sus capas; y un tipo embozado en su capa negra y roída, que apenas dejaba ver sus ojillos cetrinos y amenazantes bajo su sombrero de alas anchas, y que sin duda era el guardián de las señoras. Todos miraban a los dos extranjeros con una mezcla de curiosidad y de desconcierto. Habían oído hablar de los esclavos negros, aunque no se los imaginaban de pelo tan ensortijado, tan fuertes como ese ni de piel tan prieta. Pero era el inglés impaciente y locuaz quien más les asombraba. La familiaridad que mantenía con su esclavo a menudo les resultaba indignante.
Twiss no se resignaba a tal compañía en exceso hierática. Sacó una petaca de whisky del interior de su casaca y le ofreció un trago al hombre embozado. Este ensayó un ademán para asir el metálico recipiente, pero un gesto sutil y hosco de una de las damas, la que se adivinaba de más edad, le disuadió de ello.
—¡En fin...! —exclamó Twiss en inglés antes de echar un trago—. No es bueno que el hombre beba solo...
A continuación entregó la petaca a Hogg, quien tomó un largo trago con avidez. Cosa que provocó murmullos y cruce de miradas entre los curas y las damas. Hogg, por su parte, les observó a todos con suspicacia. Indudablemente —pensó—, no le habían visto beber de una barrica de ron con ganas.
Hogg no era en absoluto un esclavo para Twiss, ni siquiera un criado a quien se le dispensara un trato parecido al de un perro. Ya que era un viajero, a Twiss le gustaba presentarlo como su
acompañante.
En realidad le servía para muchos menesteres: le ayudaba a llevar el equipaje, le custodiaba mientras dormía, velaba por su seguridad física.
En tiempos Hogg sí había sido esclavo en Jamaica; un cimarrón rebelde que había huido de la plantación para adentrarse en la jungla. Durante meses se le buscó denodadamente por haber dado muerte al capataz que había dejado infinidad de marcas de látigo en sus espaldas, pero supo eludir con arrojo a sus perseguidores. Al cabo de unos años, merodeaba ya por el puerto de Kingston. Se ganó el sustento primero con contrabandistas de ale, y después con la hermandad del capitán Coxon, a quien los franceses de Dominica tachaban de bucanero.
Un día en alta mar, el capitán Coxon hizo azotar a un Hogg amarrado al palo mayor por parte de su segundo.
Rabit
Morris golpeó con ganas, hasta que el látigo de siete colas se le rompió. Y dieron por muerto a Hogg. Pero Coxon no quiso arrojarle por la borda para pasto de los tiburones, sino que conservó su cuerpo a fin de que, una vez en tierra, en los manglares de Trinidad, los cangrejos gigantes que viven en el lodo de sus raíces le devorasen poco a poco ante él. Sin embargo, no había látigo capaz de doblegar a un cimarrón. En la noche, con una mar en calma chicha, Hogg se arrastró hasta donde dormitaba borracho
Rabit
Morris, y con su misma botella de ron le rebanó el pescuezo. Luego, en un último esfuerzo, Hogg se arrojó al agua.
El joven viajero Richard Twiss, que por aquel entonces estudiaba las defensas costeras del rey Jorge en el Caribe, encontró a Hogg medio muerto en una playa de Antigua. Hizo que le curasen sus heridas en Saint John's, no separándose de él más de lo necesario. Más tarde oyó la explicación de sus desdichas cuando Hogg tuvo ganas de contarlas, cosa que le impresionó vivamente. Luego le consiguió una célula de libertad, que no serviría de mucho en cuanto se separase de él, en un mundo donde la condición del hombre todavía se llevaba escrita en la piel. Por lo tanto, Twiss le tomó a su servicio como salvaguardia, ya que era un viajero intrépido que visitaba lugares recónditos, y que con frecuencia conocía a gente no siempre razonable. Dentro de Hogg, pues, solo había agradecimiento y voluntad de sacrificio por quien le había amparado.