El alcalde del crimen (9 page)

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Authors: Francisco Balbuena

BOOK: El alcalde del crimen
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—No lo sabía. Quesada simplemente nos ha ofrecido la mejor opción de las que podíamos esperar. Fuese cual fuese el oficio de su padre, su reacción hubiese sido igual. Prácticamente todos los trabajos manuales usan instrumentos cortantes: sierras, gumías, hoces, cuchillos...

—Twiss..., es usted muy perverso... —dijo Jovellanos esgrimiendo una sonrisa—. Y bien... ¿Qué impresión ha sacado?

—Que ha mentido en unas cuestiones y que ha dicho la verdad en otras.

—¿Cómo sabe en cuáles ha mentido?

Twiss estuvo por contestar, aunque se refrenó. Había estado a punto de revelar uno de sus secretos. Uno que no era nada censurable, pero que, por su propia naturaleza y para que no perdiese efectividad, debía mantenerse oculto. Hizo un gesto de displicencia para salir del paso.

—Déjelo...

Ya en el patio se dividieron el trabajo a realizar aquella tarde. Jovellanos, acompañado de dos alguaciles de la Audiencia, decidió visitar a los vecinos de Federico Quesada, la taberna que frecuentaba y, sobre todo, el domicilio del antiguo novio de Marta. Cabía la posibilidad de que el zapatero, ¡experto en cortar cuero!, hubiese querido lavar su conciencia por la traición cometida con la muchacha de la manera más estrambótica posible.

Twiss y Hogg se echaron otra vez a la calle, en una tarde ventosa y fría de un invierno nunca muy inclemente en Sevilla. Su misión consistía en interrogar al director de la Fábrica de Tabacos y, sobre todo, de nuevo y mejor, al guarda nocturno.

—Ese hombre no ha matado a nadie, amo —sentenció Hogg cuando cruzaban la puerta de Jerez.

—¿Por qué piensas eso? Tú mismo me has dicho que ha mentido.

—En el ingenio de mi antiguo amo y en el bergantín del capitán Coxon he visto muchas cosas. Y sé cuando alguien ha quitado la vida a otro. Se le queda un brillo especial en los ojos. Es el brillo de la muerte, que solo lo reconocemos quienes también lo llevamos.

—¡Bah...! Igual que se miente con la palabra, también se hace con los ojos...

—No, amo. Los muertos nunca mueren de verdad, sino que a menudo se asoman por los ojos de sus asesinos, avivando su mirada.

Twiss echó un vistazo fugaz de condescendencia a Hogg. Pensó que, por más que le aleccionase sobre el uso de la razón, jamás lograría que abandonase las supersticiones de su gente sobre los espíritus malignos y benignos, sobre oscuros ritos que su pueblo había traído de África. No obstante, ¿no se servía él en cierto modo de la sensibilidad que dimanaba de esas creencias?

El inspector de labores les recibió con amabilidad, excusándose por la ausencia del director de la fábrica. Había caído enfermo por la impresión de la mañana.

Cuando Twiss comenzó a hacer preguntas referentes al servicio de la fábrica, el inspector se negó a contestar a nada, alegando que él era extranjero y ajeno a aquella institución. Sin embargo, bastó que Twiss le sugiriese la posibilidad de que fuese convocado a la Audiencia a fin de ser sometido a un interrogatorio más formal para que su lengua se soltase. No aclaró nada sustancial para Twiss; tan solo que había tres llaves para el edificio. Una la tenía el director, otra él mismo y la tercera el asistente Olavide, como presidente de la Sociedad Económica de Sevilla. Aunque en realidad no se usaban nunca, ya que siempre había alguien dentro del recinto.

En efecto, la Fábrica de Tabacos sevillana nunca quedaba vacía, pues había empleados que vivían dentro de ella. El gigantesco edificio era como una pequeña ciudad, autosuficiente en muchas cosas; incluso tenía su propia cárcel. Nunca se descartaba que se produjesen pequeños robos del rapé más fino o de sus estuches, y a los ladrones había que mantenerlos retenidos hasta que la ley se hiciese cargo de ellos. Además, la vigilancia no faltaba ni de día ni de noche.

—¡Ah...! ¡Es la hora...! —exclamó el inspector mirando su reloj con alivio—. Ya debe de haber empezado el guarda nocturno su ronda...

Encontraron a Mojarra coqueteando con las cigarreras de una de las grandes mesas donde se realizaban las labores para el empaquetado de la picadura de pipa. Al contemplar aquel tesoro, a Hogg se le llenó la boca de saliva. La nave poseía un aroma embriagador para sus sentidos. Por aquí y por allá se amontonaban toda clase de tabacos en hoja o en polvo.

El guarda Mojarra explicó que los trabajadores salían de la fábrica cuando la falta de luz les impedía seguir su labor; lo que significaba que su horario invernal era más breve. Se habían ensayado formas de trabajar de noche también, pero los frecuentes incendios producidos por las lámparas lo habían desaconsejado. Su propio horario de trabajo constaba de solo doce horas, porque tenía algún privilegio, de seis a seis, aunque ese día había salido mucho más tarde por el revuelo del asesinato. De todos modos, aseguró, había descansado poco, ya que todavía le seguían doliendo las muelas. Hogg adivinó lo que quería decir y, valiéndose de Twiss, le aconsejó que mascase tabaco. El joven guarda le hizo caso. Mascó una hoja entera de las usadas para los puros y, a los pocos minutos, notó que el dolor remitía. Se alegró, y Twiss también, porque intuyó que habían ganado un colaborador solícito.

Una vez que los habitantes del lugar se hubieron retirado a sus viviendas de la planta superior, Twiss y Hogg acompañaron al guarda en su ronda para comprobar que los portones y los portillos estaban bien cerrados. A su lado se dieron cuenta de que resultaba muy difícil entrar en el edificio sin ser visto. Y mucho menos hacerlo cargando un cuerpo muerto. El foso del riachuelo Tagarete que rodeaba a la fábrica era bastante profundo y ancho, ideado así precisamente por motivos de seguridad de la industria. Twiss dedujo que si el asesino hubiese cruzado el agua con el cadáver a cuestas, este debía haber aparecido con su traje mojado, lo que no era el caso. A menos que hubiese tendido una pasarela entre ambas orillas; a menos que algún cómplice le hubiese ayudado desde el interior...

—¿Sabe lo que creo, caballero? Que esa muerte es obra de alguna ánima invisible. —Mojarra sacó un espadín temible de su espalda, de entre su cinturón y su jaquetilla—. Si el asesino hubiese sido un hombre de carne y hueso, se las hubiese tenido que ver con esta...

A Twiss, viendo esgrimir aquella afilada arma, no le cupo duda de que podía haber seccionado un cuello de un solo tajo. En cambio, a Hogg lo que más le impresionó fue la referencia a un espíritu que se movía sin verse. A continuación, a requerimiento de Twiss, el guarda explicó minuciosamente el procedimiento que se seguía para recibir el tabaco proveniente de los secaderos de Morón y Osuna.

Las reatas de muías hacían su entrega una o dos veces a la semana, dependiendo de la época. La venida preferían hacerla de noche, porque así resultaba más cómoda para los arrieros, evitando el sol u otros viajeros del camino. Las reatas las componían más de cien muías. Entraban todavía de noche por la rampa del portón principal, y luego los arrieros descargaban los sacos, bien en un almacén para ese propósito, bien cerca de los molinos cuando estos se habían quedado sin hoja de tabaco. La madrugada anterior había pasado esto último.

La linterna de aceite de Mojarra alumbró el molino del funesto suceso mañanero. Sus piedras cónicas no habían vuelto a rodar, como si aún permaneciese en aquel foso liso y castaño siena el cadáver del padre Mateo.

—¿Usted vigila cuando descargan los sacos?

El guarda sonrió y movió sus manos oferentemente, como si esa pregunta le pareciese ridícula de formular y absurda de contestar.

—¿Para qué? ¿Es que cree que los arrieros iban a robar lo que traen? —Twiss permaneció con el rostro impasible, de modo que el guarda se notó agobiado—. Bueno... Todos son amigos míos. Hay incluso un primo mío... Bebemos vino y charlamos... ¿No pensará que...?

—Pienso que en la oscuridad, embozado, con tanta muía y tanto arriero de aquí para allá, alguien pudo descargar lo que no debía.

El guarda se rió con nerviosismo mientras hablaba.

—¿Por qué querría matar alguien de Osuna o de Morón a un cura de Sevilla..., y además traerlo aquí?

—No divague, Mojarra, que usted no es tonto...

Twiss abandonó la Fábrica de Tabacos con todo lo que quería saber. Nada más dar el guarda una vuelta al cerrojo del otro lado del portón, informó a Hogg de aquello que su deficiente dominio del español no le había permitido entender. No tardaron en apercibirse de que la noche se les había echado encima, y se dieron cuenta de que no habían previsto cómo iluminarse. No era digno llamar ahora al guarda para que les prestase algún farolillo. Por suerte, lucía una espléndida luna llena.

El camino de vuelta desde el portón de la fábrica, pasando por su pasarela hasta llegar a la muralla, estaba despejado, pero en adelante comenzaron a aparecer los almacenes y los bultos propios del puerto de las Muelas. Nada más cruzar la puerta de Jerez, se internaron en el laberinto de callejas de la ciudad. Aún podían adivinar los contornos de las paredes de los edificios, de sus puertas, de sus ventanas, a pesar de que las sombras de los propios muros mataban de trecho en trecho cualquier perfil, a pesar de que las nubes empujadas por el frío viento velaban de vez en cuando el disco plateado del cielo.

En eso que volvió a ellos la sensación de que estaban siendo seguidos, al igual que ya habían sentido otras veces. Twiss sacó sus dos pistolas y las amartilló; y Hogg, del primer arbusto que encontró, arrancó una rama bien grande a modo de maza. Avanzaron hombro con hombro, sin olvidarse de cuidar sus espaldas de vez en cuando. En uno de estos vistazos traseros, Twiss atinó a percibir cómo de la boca de un callejón sus sombras adquirían la forma reconocible de una capa batida por el viento, y que, entre esa masa oscura, despejada la luna por unos segundos, brillaban las hojas aceradas de una espada y un puñal.

—Tenemos visita inamistosa a popa, Hogg —dijo sin perder de vista las sombras danzantes—. Dos sujetos.

—A proa yo he contado tres... —comentó Hogg por su parte.

—Pues viremos a estribor...

Repentinamente, seguido de Hogg, Twiss se lanzó por una calleja lateral. Por detrás oyeron el entrechocar de metales y el rechinar raudo de las suelas en la tierra. Los atacantes les persiguieron por calles que parecían no tener fin. El principal afán de los perseguidos, aparte de correr más que ellos, debía consistir en no separarse, porque de lo contrario estarían perdidos sin remedio. Al salir de un callejón, que parecía una chimenea tumbada, fueron a dar a una minúscula plaza, donde les aguardaban otros dos puñales. Por detrás, aproximándose peligrosamente, resonaban los ecos de las zancadas del quinteto perseguidor. Twiss se detuvo y retuvo a Hogg. Con sangre fría disparó a uno de la pareja de la plaza. A continuación se volvió todo erguido en posición elegante y volvió a disparar al callejón, hacia el bulto de capas y sombreros que ya se precipitaban sobre ellos. Los perros de los alrededores empezaron a ladrar desde sus patios. Las espadas y las dagas del callejón chocaron con la maza de Hogg, en tanto que Twiss se enfrentaba al rufián de la plaza que no estaba herido. La lucha les pareció eterna, pero solo se prolongó poco más de un minuto. Twiss, una vez hubo esquivado el arma de su oponente con un golpe de su capote, le dejó fuera de combate al modo de como había visto luchar con los puños en el arrabal londinense de Fleet. Hogg, golpeando desde una posición de ventaja, pues sus enemigos no podían maniobrar encajonados como estaban, hizo que estos por fin desistieran de su empeño profiriendo lamentaciones y quejidos de dolor.

—¿Todo bien a bordo, Hogg? —preguntó Twiss con la peluca en una mano y las pistolas en la otra.

Hogg tardó en responder.

—Ha... ha habido una brecha a babor de este viejo bergantín... —dijo llevándose una mano al costado izquierdo.

Hogg presentaba un buen tajo por donde manaba abundante sangre. Twiss le ayudó a mantenerse de pie. Y así, juntos como borrachos nocturnos, trataron de orientarse a través de las penumbras para alcanzar la casa de Bruna. Al cabo de un rato de vagar de esa guisa, Hogg habló con un tono de voz inquietante.

—Amo... He visto algo que me ha dado miedo... Uno de esos tipos... tenía una calavera en lugar de cara... El guarda tiene razón... En esta ciudad los muertos también andan...

Twiss no quiso decirle nada. Volvió a recordar el mundo supersticioso y fantástico en que se había criado ese hombre en Jamaica. Con sus ídolos africanos aún presentes en noches de oscuros rituales en medio de la selva, y con la constante influencia de la magia negra de sus hechiceros. Quiso creer que en el fragor de la lucha algún destello de la luna en cualquier rostro, unido a la idea de un cadáver sin cabeza que había llegado a un lugar donde no debía estar, acaso caminando por sus propios pies, todo ello le había producido una fantasmagoría en los ojos. Comoquiera que fuese —pensó—, el hombretón que llevaba a su costado estaba temblando como un niño, y no precisamente por la herida.

Guiándose por la gigantesca vela apagada de la Giralda erguida sobre las penumbras de la ciudad, mal que bien por fin alcanzaron la casa de Francisco de Bruna. Más tarde, unos criados con un calesín fueron a buscar al médico Morico al hospital de la Caridad. Este encontró inconsciente a Hogg en su camastro; había perdido mucha sangre. Le cosió y ordenó a una criada que le aplicase cataplasmas de pimienta y hierbabuena para rebajarle la hinchazón. Al amanecer avisaron también a Jovellanos, que se presentó en la casa poco después. Se lamentó de que, pese a sus esfuerzos, no hubiese manera de erradicar la emboscada y el asalto de las noches sevillanas.

—Esos gañanes iban a por nosotros, pero no por casualidad —afirmó Twiss mientras bajaban del ático de los criados.

—¿Cree que tiene relación con el destrozo de La Cruz de Malta?

—Apostaría un barril de ron.

—¿Se le ocurre algún motivo?

—Solo uno: soy inglés.

Jovellanos prefirió no replicar. Lo poco que le desagradaba de Twiss era precisamente ese aire de altivez de que hacía gala con los naturales del país, de una superioridad basada en la creencia de sus mejores virtudes, y que se podía tomar como soberbia. Aún era joven, de modo que confiaba en que la madurez de los años le hiciese rectificar.

Francisco de Bruna no tuvo que decir nada para que sus visitantes se quedasen a desayunar. Todos y cada uno de ellos habían pasado por el
ofrecimiento de casa;
costumbre local en virtud de la cual el amigo del señor de la casa podía entrar y salir de ella cuando quisiera, pasando el tiempo que le placiese, e incluso comer si le apetecía. Mientras el grupo daba cuenta de un abundante desayuno, Jovellanos y Twiss se informaron entre sí y a los demás de sus pesquisas vespertinas del día anterior.

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