Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
Morico continuó sus risas con verdadero placer. Al poco contagió a Jovellanos y a Twiss, más por el infantil júbilo que observaban en él que por satisfacción propia.
—¡Condenado isleño! —exclamó Jovellanos—. Siendo tan joven, ¿cómo ha llegado a descubrir esos recovecos del alma humana?
—¡En el momento que descubrí que a uno también le pueden engañar así...! —respondió Twiss con algo de amargor en su boca risueña, pensando en Juana.
A continuación Morico se paró y los detuvo con ambas manos. Habló enjugándose las lágrimas de los ojos.
—Y..., y hay más, caballeros... ¿A que no adivinan qué he llegado a ver a través de la puerta entreabierta de su alcoba, mientras Horcajo encerraba a su perrazo para que no me despedazase? —Esperó unos segundos una respuesta que no llegó—. ¡Pues una túnica de penitente de Semana Santa!
Jovellanos y Twiss se observaron con toda seriedad durante unos segundos antes de estallar en nuevas y redobladas carcajadas. Jovellanos pasó los brazos por las espaldas de su acompañantes y de ese modo avanzaron por la calleja.
—¡La túnica...! ¡La túnica que le ha correspondido! —exclamó.
Sus expresiones de alegría se congelaron cuando al doblar una esquina se tropezaron con una vieja que iba gritando. En su rostro solo había arrugas y espanto. Jovellanos la sujetó y le preguntó qué era lo que pasaba. La anciana señaló con una huesuda mano hacia atrás y contestó tartamudeando.
—¡Virgen..., Virgen... Santísima...! ¡No..., no tiene... cabeza...!
Oído eso, el trío rodeó a la vieja y salió corriendo hacia donde señalaba.
A pesar de su edad y su peso, Morico demostró poseer una endiablada agilidad para moverse a la carrera por los callejones. Parecía ir impulsado por una fuerza sobrehumana con tal de llegar el primero a donde los tres sospechaban que había aparecido otro cadáver decapitado. Grupos de vecinos paralizados junto a las paredes o las puertas de sus casas les indicaban que iban por buen camino. Su destino era un lugar ciertamente sorprendente, una de las calles más renombradas y a la vez menos concurridas de Sevilla: la calle del Ataúd, tan estrecha que solo una persona a la vez podía circular por ella. En la boca del sombrío desfiladero había una nube de niños que curioseaban, Morico los apartó y se internó por aquel pasaje. Le siguieron Jovellanos y Twiss, uno delante de otro, con apenas espacio lateral para moverse por semejante garganta de jirafa. Había que avanzar con cuidado, pues las piedras de las paredes apenas habían sido desbastadas y, por supuesto, no estaban encaladas.
Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la escasa luz que, bajando desde una raya de cielo, alcanzaba débil el fondo del callejón. Vieron un enorme bulto negro que interrumpía el paso; parecía una figura humana encajonada de pie entre ambas paredes. Era un hombre con sotana, muy gordo y sin cabeza.
—Cielo santo... —dijo Jovellanos observando por encima del sombrero de Morico—. ¡Es el preste Juan!
Pasó por sus ojos como un relámpago cruzando aquella penumbra uno de los vaticinios de
El Único Piscator.
Un barril en una brecha
sin boca para orar,
antes de señalada fecha
el vil dejará de propalar,
mentiras que son verdades
y apariencias que son reales.
De imprevisto, por el otro lado del cadáver alguien se levantó persignándose, y les dio la cara. Era el dominico y comisario inquisidor Gregorio Ruiz, quien, acompañado de varios de sus hermanos, se les había adelantado.
—Damned...
! ¿Qué hace ese tipo por aquí? —murmuró Twiss al final de su fila.
—Me temo que no nos iba a gustar saberlo... —le contestó Jovellanos por lo bajo.
Ruiz, sobreponiéndose a su propia sorpresa, esgrimió un brazo admonitorio sobre el redondo y ancho corte del cadáver, que presentaba signos evidentes del
anima pinguis.
—¡Fuera...! —gritó—. ¿Qué buscan aquí? ¿No ven que este pobre hombre ya no necesita de la ley profana para que se le proteja?
—¿Y usted qué hace investigando sobre este caso? —preguntó Jovellanos a su vez.
Morico, sin poder detener su impulso, fue a rebotar contra la gran panza del difunto. Sobre él cayó la ira de Ruiz.
—¿Usted? ¡Retroceda, matarife! ¡No se atreva a tocar este cuerpo!
El médico replicó con rabia. Desde hacía años había aguantado las humillaciones y las impertinencias que le infligía aquel inquisidor, las chanzas envenenadas que a costa de su condición profesional había proferido contra su persona y, lo que era más grave, contra las ciencias ilustradas.
—¡Es usted el que tiene que dejar sus rezos para el claustro! ¡Este es un caso para el forense de la Audiencia Real!
Jovellanos echó una mano al hombro de Morico y trató de contenerle.
—Déjelo. No vamos a descubrir nada nuevo...
—¡Satanás! —bramó Ruiz contra el hombrecillo con sus pupilas refulgentes—. ¡Desdichado el reino que permite que los judíos salgan de la usura y estudien! ¡Sí, Morico, el
moro...
¡Sabemos que su padre no reunió las treinta firmas preceptivas de cristianos viejos para que usted pudiese ingresar en Alcalá, sino que se bastó con los treinta denarios de Judas para comprar conciencias! ¿Qué se podía esperar de Elías Morico,
mohel
secreto y custodio de la
menor ah
de Toledo?
Morico se empinó sobre sus pies y agarró fuertemente el hábito del monje.
—¿Cómo se atreve a hurgar en la memoria de mi padre? ¿Con qué derecho, miasma de pantano?
Ruiz asió a su vez la muñeca de Morico tratando de zafarse de su presa. De ese modo, inclinados ambos sobre la gran bola del preste Juan, más redonda que nunca sin cabeza, porfiaron cada uno desde su lado del valladar humano.
—¡Con el derecho que me confiere el Santo Evangelio! —replicó Ruiz—. Con el suficiente derecho para velar que espías herejes como aquel individuo rebudien al hierro candente. Para desvelar la impostura de hidalgüelos como Jovellanos, de familias comidas por las deudas y el vicio. Para revelar la maquinación universal de los marranos como usted. ¡Aparte de mí esa pezuña...!
El pequeño médico, tirando del hábito, se elevó del suelo y, con la mano libre, atenazó el cuello del membrudo Ruiz.
—¡Torturador...! —gritó Morico enclavijando los dientes—. ¿Cuándo llegará el día en que nos libremos de su plaga?
Gregorio Ruiz trató de lanzar más exabruptos, pero se le atragantaron. Agobiado por el ahogo, se echó para atrás arrastrando consigo a Morico. Este no le soltó, sino que rodó por el cadáver, que comenzó a ceder de su anclaje y a inclinarse sobre Ruiz.
—¡Por Dios, Morico...! —exclamó Jovellanos—. ¿Se ha vuelto loco? ¡Ayúdeme, Twiss!
Y agarró al médico por la cintura para tirar de él.
—¿Qué puedo hacer yo...? —dijo Twiss todo indeciso detrás de él.
Después optó por tirar a su vez de Jovellanos.
Por su parte, al otro lado los hermanos de Ruiz tiraron de él para tratar de liberarle de la furia de Morico. A pesar de los esfuerzos de ambas columnas, no pudieron evitar que el pesado cuerpo muerto cayese sobre Ruiz, aprisionándole, y sobre ambos el del médico. Este por fin soltó el cuello del dominico. Jovellanos le agarró por las axilas y le arrastró de espaldas lejos de aquella bochornosa escena. Twiss, que se había girado no sin dificultad, salió del callejón deprisa y esperó a que Jovellanos con su carga alcanzase asimismo el exterior de la calle del Ataúd. Ya fuera todos, les alcanzaron los lejanos venablos que salían disparados de la garganta dolorida de Ruiz. Después de recobrar el aliento, Jovellanos pidió explicaciones a Morico por su insensato proceder.
—¿Es que no conoce de sobra a Ruiz? —le recriminó—. ¿Es que no sabe que es un provocador?
El rostro de Morico se iluminó con una sonrisa maligna, y sus ojos adquirieron una forma especial. Sus acompañantes no daban crédito a lo que veían. Antes de explicarse, Morico abrió un puño y mostró en su palma una especie de tejido oscuro, un trozo no mayor de dos pulgadas.
—No me subestime, señor alcalde... —comentó satisfecho—. ¿Qué otra cosa podía hacer para conseguir esta tela? Estaba enganchada en uno de los guijarros de la pared, del lado de Ruiz. Obsérvela. Negra, con un brillo mate, como lo describió Fermín. Apostaría lo que fuese a que pertenece a la extraña vestimenta que usa el
interfector
para cometer sus fechorías nocturnas. Al realizar el asesino el descomunal esfuerzo que tuvo que ejercer para colocar el cuerpo del preste Juan en la posición que hemos visto, seguramente se desgarró el traje, quedando este pequeño trozo pegado a la pared sin que lo advirtiera. Otro error que ha cometido...
Twiss tomó el trozo de tela y lo observó.
—Curioso tejido... No he visto nada parecido ni en Manchester. Parece de dos lienzos pegados por alguna sustancia...
Azuzado por esa observación, Morico recobró su presa como si su mano fuese la pegajosa lengua de un camaleón atrapando una mosca.
—¡Traiga...! Lo analizaré en mi laboratorio. —Echó a andar—. Caballeros, esto puede decirnos mucho sobre la manera de proceder del
interfector.
Les rogaría que me acompañasen a mi laboratorio para ser testigos de las primeras pruebas. De paso les informaré de otros descubrimientos importantes que he hecho sobre el caso. No vayan a creer que he estado de brazos cruzados mientras ustedes se pateaban Sevilla entera.
Jovellanos y Twiss se miraron y se encogieron de hombros. Le siguieron sin rechistar.
El hospital de la Caridad, o de las Cinco Llagas, era un edificio adjunto a la iglesia de la Caridad, en una manzana que formaban con la Maestranza o Fundición de Artillería, la Casa de la Moneda y la Aduana; todo ello entre el puerto, el barrio de El Arenal y el costado occidental del Alcázar. Twiss conocía el edificio de haberlo visitado durante sus primeros días en Sevilla. Cuando volvió a hacerlo aquel día junto a Jovellanos y Morico, recordó lo que más le había impresionado la primera vez: dos cuadros del pintor Juan de Valdés Leal. Uno se titulaba
In ictu oculii,
donde se veía un esqueleto encaramado con guadaña sobre un globo terráqueo, y a sus pies símbolos del poder y de la ostentación humana segados por su instrumento nivelador. El otro se llamaba
Finís gloriae mundis,
que representaba a un obispo y a un noble yacentes en sus ataúdes dentro de una cripta opresiva, descomponiéndose y comidos por las cucarachas, y desde todo lo alto del cuadro un brazo con una espada iluminando a los difuntos. Twiss respiró tranquilo cuando comprobó que no pasarían por la sala donde estaban colgados. Aquel día ya había sido bastante macabro para su gusto.
Nada más penetrar el trío en las estancias, salieron al paso de Morico sucesivamente dos enfermeros y un cirujano, con quejas o reclamando determinadas órdenes por recibir. El médico, director del centro, que no tenía la cabeza para ocuparse de asuntos baladíes del servicio, les remitió mecánicamente a las oficinas del centro y prosiguió su marcha con indiferencia. Fueron a dar a un gran patio dividido por una galería porticada donde se levantaban dos pequeñas y preciosas fuentes. Morico condujo a sus acompañantes al ala donde vivían los empleados. Una escalera los llevó a una planta superior, y luego a otra, y otra escalera más estrecha y retorcida los elevó por encima de los tejados, a un apartado saliente de la construcción. Allí había una puerta robusta de roble, con planchas de hierro y dos cerrojos. Morico sacó unas llaves y la abrió después de interminables giros. Era la primera vez que lo hacía para alguien que no fuese él.
Jovellanos y Twiss entraron en la estancia que Morico llamaba su laboratorio. Este se apresuró a cerrar los cerrojos y a atrancar la puerta de lado a lado con un gran madero. El lugar no era muy sombrío; una ventana alta dejaba pasar el sol de mediodía, y además en el lado opuesto se encontraba una chimenea siempre encendida, con singulares calderos pendientes sobre el fuego. Había varias mesas distribuidas por la estancia, ocupadas con infinidad de matraces, frascos, alambiques, retortas, vasijas y libros. Frente a la chimenea se alzaba una estantería cuajada de volúmenes y de botes de porcelana con sustancias químicas. Y por el suelo se extendían cucúrbitas, sublimarios, crisoles, cubetas, almerices y botijos. Todo en un desorden aparente, porque todo parecía estar allí dispuesto para ser alcanzado con facilidad por su dueño en cuanto lo necesitase para un nuevo experimento.
Morico se puso de inmediato manos a la obra para estudiar el tejido al microscopio. Pronto se quedó extasiado por lo que observaba. Entretanto, Jovellanos y Twiss se alejaron de él para curiosear.
Jovellanos husmeó en los libros de aquella caótica biblioteca. Había muchos tomos sobre medicina, entre los que destacaban por lo que él conocía los de Pedro Virgili, Gimbernat, Fahrenheit, Boerhaave o de Andrés Piquer Arrufat. Abundaban los de química, en especial aquellos de Joseph Priesley y de Stahl. Se encontraban sin orden cronológico los primeros doce volúmenes de la
Histoire naturelle
de Buffon. No faltaba el
Systema Naturae
de Linneo, ni los estudios sobre electricidad de Stephen Gray, o los de trigonometría del suizo Conrad Euler. Asimismo, por doquier se amontonaban gran cantidad de publicaciones periódicas, convenientemente anotadas, y de piscatores de lo más insólito. Jovellanos levantó su vista de las páginas de un libro y miró a Morico, que se afanaba por sacar el mejor partido a su instrumento óptico. Sonrió y observó con detenimiento y simpatía a aquel hombre menudo, que desafiaba la omnipotencia y abyección de hombres como Ruiz.
Por su parte, Twiss fue de mesa en mesa curioseando en la multitud de objetos. Nada en especial le sorprendía. Lo que en aquel rincón de Europa era novedad en otros países ya era parte del pasado. Había un conjunto de botellas de Leyden para provocar chispas, una pobre muestra en comparación con los experimentos que sobre electricidad vítrea hacía Dufay, o el propio Volta. Más adelante Twiss se encontró con una campana neumática, un alambique y fuelles para tratar de extraer
ai
re inflamable
de los óxidos. Sintió repugnancia cuando en una mesa apartada descubrió varias ratas abiertas en canal y clavadas con tachuelas a la madera por sus miembros. Todas presentaban en sus carnes la característica textura del
anima pinguis.
Se acercó para observar mejor una miríada de potes, cada cual con un letrerito que indicaba la materia que contenía. Le llamó poderosamente la atención uno que rezaba «calostro de perra». Twiss rió en silencio y giró la cabeza para mirar al chiflado que había tenido tal ocurrencia.