—¿Y bien? —preguntó Pacorus—. ¿Ves la entrada?
Tarquinius frunció ligeramente el ceño, pero no respondió. Los muchos años de formación al lado de Olenus, su mentor, le habían enseñado a hacer gala de una paciencia infinita que, a ojos de los demás, rayaba en la petulancia.
El comandante desvió los ojos ligeramente hacia la derecha.
Tarquinius miró hacia el otro lado a propósito. «Mitra —pensó—. El Grande. Enséñame tu templo.»
Pacorus ya no podía contenerse.
—No está ni a treinta pasos de distancia —se mofó.
Varios guerreros rieron burlonamente.
Con toda tranquilidad, Tarquinius se tomó la molestia de dirigir la vista hacia donde el comandante había mirado hacía un momento. Observó el despeñadero fijamente durante un buen rato, pero no veía nada.
—Eres un charlatán. Siempre lo he sabido —gruñó Pacorus—. Ascenderte a centurión fue un error garrafal.
Era como si el parto hubiera olvidado que él, Tarquinius, había proporcionado su arma secreta a la Legión Olvidada, pensó el arúspice con amargura. Un rubí que Olenus le había regalado hacía años les había permitido comprar la seda que incluso ahora cubría los
scuta
de más de cinco mil hombres, lo cual les permitía soportar las flechas de arcos recurvados que antes podían con todo. Había sido idea suya que forjaran miles de lanzas largas, armas capaces de mantener a raya a cualquier caballería. Gracias a él habían aniquilado a la inmensa banda de guerreros sogdianos que arrasaban pueblos a su paso por Margiana. Además, sus conocimientos médicos habían salvado la vida de numerosos soldados heridos. Su ascenso a centurión era un reconocimiento tácito de todo aquello, y de la estima que le tenía la tropa. No obstante, no se atrevió a replicar.
Pacorus era el dueño de sus vidas. Plasta el momento, lo que había protegido a Tarquinius, y en cierto modo a sus amigos, de la tortura o la muerte había sido el temor del comandante a su capacidad profética. Y, por primera vez en su vida, el etrusco parecía haberla perdido.
El temor, una emoción nueva para Tarquinius, se había convertido en su compañero diario.
Durante meses había puesto en práctica su ingenio, pero sin ver nada realmente significativo. Tarquinius observaba cada nube, cada ráfaga de viento y cada pájaro y animal que veía. Nada. Los sacrificios de gallinas y corderos, que solían ser un método excelente de adivinación, habían resultado inútiles una y otra vez. Sus hígados púrpura, la mayor fuente de información de todos los arúspices, no le proporcionaban ninguna pista. Tarquinius no lo entendía. «Hace casi veinte años que soy arúspice —pensaba con amargura—. Nunca he sufrido tamaña sequía de visiones. Los dioses deben de estar realmente furiosos conmigo.» Le vino a la cabeza Caronte, el demonio etrusco del Hades, que surgía del interior de la tierra para engullirlos a todos. Pelirrojo y de piel azulada, caminaba a la sombra de Pacorus, con la boca repleta de dientes babosos dispuestos a despedazar a Tarquinius cuando la paciencia del comandante llegara a su fin. Para lo cual no faltaba mucho. No hacía falta ser arúspice para interpretar el lenguaje corporal de Pacorus, caviló Tarquinius cansinamente. Era como un fragmento de cuerda tan tensa que podía romperse en cualquier momento.
—Por lo más sagrado —espetó Pacorus—, os lo voy a enseñar. —Le arrebató la antorcha a un guarda y encabezó la marcha. Los demás lo siguieron. Se detuvo a tan sólo veinte pasos—. ¡Mirad! —ordenó, señalando al frente con la llama.
Tarquinius abrió los ojos como platos. Justo delante había una zona bien cuidada de adoquines prácticamente iguales. En el centro del suelo había una gran abertura hecha a mano. Habían dispuesto unas pesadas losas de piedra de manera que formaran un orificio cuadrado. Las superficies erosionadas estaban repletas de inscripciones y grabados. Tarquinius se acercó para mirar y reconoció la silueta de un cuervo, un toro agachado y una corona ornamentada de siete rayos. ¿Acaso aquella silueta era la de un gorro frigio? Se parecía a los gorros de pico romo que llevaban los arúspices desde el albor de los tiempos, pensó con una punzada de emoción. Aquel pequeño detalle resultaba intrigante, porque se trataba de un posible vínculo con los orígenes inciertos del pueblo de Tarquinius.
Antes de colonizar el centro de Italia muchos siglos atrás, los etruscos habían viajado desde el este. En Asia Menor existían vestigios de su civilización; pero, según la leyenda, provenían de mucho más lejos. Al igual que Mitra. Había pocas cosas capaces de emocionar a Tarquinius y ésta era una de ellas. Había dedicado varios años de su vida a buscar pruebas del pasado etrusco, aunque con poco éxito. Quizás ahora, aquí en el este, la impenetrable niebla de los tiempos empezara a disiparse. Olenus había acertado, como siempre. El anciano había predicho que quizá descubriera más viajando a Partía y más allá.
—Normalmente, en un Mitreo sólo entran los creyentes —anunció Pacorus—. Entrar sin cumplir ese requisito se castiga con la muerte.
Tarquinius hizo una mueca y el placer que sentía fue desapareciendo. Sobrevivir era más importante que obtener información sobre el mitraísmo.
—Se te permite entrar con el fin de predecir mi futuro y el de la Legión Olvidada —anunció Pacorus—. Si tus palabras resultan poco convincentes, morirás.
Tarquinius lo observó fijamente controlando sus emociones. La cosa no acababa allí.
—Pero antes —musitó Pacorus desviando la mirada hacia Romulus y Brennus—, tus amigos serán asesinados lenta y dolorosamente. Delante de ti.
Enfurecido, Tarquinius fulminó a Pacorus con la mirada. Y, al cabo de unos instantes, el parto retiró la vista. «Sigo teniendo cierto poder», pensó el arúspice. Sin embargo, esa constatación fue como ceniza en su boca seca. Allí era Pacorus quien tenía la sartén por el mango, no él. Si los dioses no le concedían una visión significativa en el Mitreo, acabarían todos muertos. ¿Por qué había insistido en que sus amigos lo acompañaran aquella noche? No había sido más que un ligero presentimiento. Tarquinius no sufría por su persona, pero el corazón se le inundaba de culpabilidad al pensar que el grandullón y valiente Brennus, y Romulus, el joven al que había llegado a querer como a un hijo, tuvieran que pagar por sus fracasos. Se habían conocido poco después de alistarse en el ejército de Craso, donde habían trabado una fuerte amistad. Gracias a la precisión de sus adivinaciones, los otros dos habían llegado a confiar en Tarquinius con los ojos cerrados. Después de Carrhae, ante la posibilidad de huir al amparo de la oscuridad, habían seguido su consejo y se habían quedado, con lo que habían unido ciegamente su destino a él. Los dos se dejaban asesorar por él. «Esto no puede acabar ni así ni ahora —pensó Tarquinius con vehemencia—. ¡No puede ser!»
—Que así sea —proclamó con su mejor tono profético—. Mitra me enviará una señal.
Romulus y Brennus giraron rápidamente la cabeza y Tarquinius vio la esperanza reflejada en sus rostros. Sobre todo, en el de Romulus.
Consolado por tal actitud, aguardó.
Pacorus enseñó la dentadura con actitud expectante.
—¡Sígueme! —indicó.
Colocó el pie en el primer escalón y Tarquinius lo siguió sin demora.
El guardaespaldas personal de Pacorus, un guerrero mastodóntico, fue el único que los siguió, con un puñal preparado en la mano derecha.
El grupo de guardas se dispersó, y plantaron las antorchas en los huecos colocados estratégicamente entre las losas. El círculo de ceniza dejado por una hoguera ponía de manifiesto que ellos, u otros, habían estado allí con anterioridad. A Romulus seguía asombrándole el modo en que Pacorus y Tarquinius habían desaparecido. Se había fijado en las losas grandes con forma, pero no había visto que se trataba de una entrada. Ahora que el lugar estaba relativamente bien iluminado, Romulus apreció los dibujos grabados a ambos lados del orificio. Se emocionó cuando empezó a comprenderlo todo: era un templo dedicado a Mitra.
Además, Tarquinius parecía estar convencido de que el interior le revelaría algo.
Ansioso por saber más, Romulus hizo ademán de seguir al arúspice, pero media docena de partos le bloquearon el paso.
—¡Ahí no baja nadie más! —gruñó uno—. El Mitreo es un terreno sagrado. La escoria como tú no es bien recibida.
—Todos los hombres son iguales a ojos de Mitra —contraatacó Romulus al recordar lo que Tarquinius le había contado—. Y yo soy un soldado.
El parto parecía desconcertado.
—El comandante decide quién puede entrar —acabó diciendo—. Y a vosotros dos no os ha mencionado.
—¿Entonces nos limitamos a esperar? —preguntó Romulus, cada vez más enfurecido.
—Así es —repuso el guerrero, dando un paso adelante. Unos cuantos más hicieron lo mismo, llevándose las manos a las aljabas—. Nos quedamos todos aquí hasta que Pacorus quiera, ¿entendido?
Intercambiaron miradas desafiantes. Aunque los partos y los legionarios habían luchado juntos varias veces, captores y cautivos no se tenían demasiado aprecio. Los romanos nunca lo tendrían. Romulus compartía ese sentimiento. Aquellos hombres habían ayudado a matar a sus camaradas en Carrhae.
Notó el brazo de Brennus en el suyo.
—Déjalo —dijo el galo con serenidad—. No es el momento.
La intervención de Brennus era una reacción meramente instintiva. A lo largo de los cuatro últimos años, Romulus se había convertido en una especie de hijo para él. Desde que el destino los uniera, al galo le parecía que su torturada vida era mucho más fácil. Romulus le ofrecía un motivo para no morir. Y ahora, gracias al entrenamiento implacable y repetitivo de Brennus, el joven de diecisiete años se había transformado en un luchador consumado. Los esfuerzos de Tarquinius también lograron que Romulus no fuera un inculto, y que incluso hubiera aprendido a leer y escribir. Muy de vez en cuando, cuando lo provocaban sobremanera, Romulus perdía los estribos. «Yo también era así», pensaba Brennus.
Romulus respiró hondo y se marchó airadamente mientras el parto sonreía complacido a sus compañeros. Odiaba tener que retirarse. Sobre todo, cuando se le presentaba la ocasión de presenciar algo tan importante. Pero, como de costumbre, lo más prudente era marcharse.
—¿Por qué Tarquinius se ha molestado en hacer que lo acompañáramos?
—¡Retrocede!
—¿De quién? ¿De esos perros miserables? —Romulus señaló a los partos, incrédulo—. Son veinte. Y llevan arcos.
—Lo tenemos mal, cierto. —El galo se encogió de hombros—. Será que no tiene nadie más a quien pedírselo.
—Es por algo más —espetó Romulus—. Tarquinius debe de tener algún otro motivo. Nos necesita aquí.
Brennus giró la greñuda cabeza rubia a uno y otro lado y contempló el paisaje baldío. Se estaba desvaneciendo en la oscuridad de otra noche amarga.
—No sé por qué —concluyó—. Este sitio está dejado de la mano de los dioses. Aquí no hay más que tierra y rocas.
Romulus estaba a punto de darle la razón, cuando dos puntos de luz que reflejaban el resplandor de las antorchas le llamaron la atención. Se quedó inmóvil y entrecerró los ojos para ver en la oscuridad. Un chacal los observaba desde el límite de lo observable. No se movía, y sólo el brillo de sus ojos revelaba que no se trataba de una estatua.
—No estamos solos —musitó encantado—. ¡Ahí! ¡Mira!
Brennus sonrió orgulloso ante las dotes observadoras de su amigo. El, que era un cazador experto, no había advertido al pequeño depredador. Estas situaciones se repetían cada vez más. Ahora Romulus era capaz de seguir a los animales por las rocas peladas, pues poseía una asombrosa habilidad para advertir el menor detalle: una ramita fuera de lugar, una brizna de hierba doblada, el cambio de profundidad de unas huellas cuando la presa estaba herida. Existían pocos hombres con semejante capacidad.
Brac había sido uno de ellos.
Las emociones del pasado brotaron en el interior de Brennus: el dolor por el hecho de que su joven primo no tuviera la oportunidad de estar allí con él. Al igual que la esposa, el bebé de Brennus y toda la tribu de alóbroges, Brac había muerto, masacrado por los romanos ocho años atrás. Exactamente a la edad que Romulus tenía ahora. Intentó aflojar las garras afiladas que le aprisionaban el corazón moviendo sin parar sus enormes hombros y repitiendo en silencio las palabras de Ultan, el druida alóbroge. La profecía secreta que Tarquinius parecía conocer de alguna manera.
«Un viaje más allá de donde un alóbroge ha llegado nunca. O llegará jamás.»
Y en la frontera oriental de Margiana, unos cuatro meses de marcha al este de Carrhae y a más de cuatro mil kilómetros de la Galia, Brennus había cumplido la profecía. Quedaba por ver cómo y cuándo terminaría su viaje. Romulus señalaba con impaciencia el chacal y volvió a centrar la atención en éste.
—¡Por Belenus! —susurró Brennus—. Se comporta como un perro, ¿lo ves?
Resultaba curioso que el animal estuviera sentado sobre las patas traseras, como un perro que observa a su amo.
—Esto es obra de los dioses —musitó Romulus. Se preguntó cómo lo interpretaría Tarquinius—. Por fuerza.
—Puede que tengas razón —convino Brennus, incómodo—. Sin embargo, los chacales son animales carroñeros; se alimentan de la carne muerta que encuentran a su paso.
Intercambiaron una mirada.
—Esta noche habrá muertos. —Brennus se estremeció—. Lo presiento.
—Tal vez —repuso Romulus con aire pensativo—. Pero creo que el chacal es una buena señal.
—¿En qué sentido?
—No lo sé.
En silencio, Romulus intentó hacer encajar los retazos de información que Tarquinius dejaba caer de vez en cuando. Se centró en la respiración, en el chacal y en el aire que lo envolvía, buscando algo más de lo que sus ojos azules veían. Pasó toda una eternidad sin moverse, mientras el aliento que exhalaba formaba una nube densa y gris a su alrededor.
Brennus lo dejó en paz.
Los partos, enfrascados en el encendido de una hoguera, no les prestaban atención alguna.
Al final Romulus se volvió. Su rostro reflejaba una gran decepción.
Brennus miró al chacal, que seguía inmóvil.
—¿No has visto nada?
Romulus negó con la cabeza, entristecido:
—Está aquí para vigilarnos, pero no sé por qué. Seguro que Tarquinius lo sabría.
—No te preocupes —dijo el galo dándole una palmada en el hombro—. Ahora somos cuatro contra veinte.