—¡Qué terrible! —exclamó Eitana—. ¡Pobre Doma! ¡Pobre Doma! Yo jamás imaginé…
—Tú jamás imaginaste muchas cosas, muchacha —la interrumpió—, y si las hubieses imaginado hoy quizá no serías lo que eres.
A Eitana le costaba soportar aquel discurso. Las imágenes de la cocina de la
domus
se le proyectaban vividas y nítidas allí mismo, como si ella pudiese abalanzarse sobre el juez para que la dejase en paz, para que no le hiciese pagar en su carne lo que debía haber recibido ella.
—¿Y qué sucedió? —preguntó temblando—. ¿La mató?
—Hubiese sido mejor para ella, Eitana. Pero no lo hizo. Le pinzó la nuca y la obligó a inclinarse nuevamente para que su cabeza acabara en la lumbre y las ascuas deformaran su rostro con llagas enrojecidas, como sus manos. Ella se resistió, pero él utilizó toda su fuerza, mientras llamaba a gritos a Prisco. Y fue entonces cuando Doma perdió el juicio, muchacha, fue entonces cuando condenó a Efren, porque intentando esquivar su dolor le dijo que ella no mentía, que ella no mentía y que el sirio sí lo había hecho durante mucho tiempo, porque jamás le había dicho que el niño de Leticia Marcelina era de él mismo.
—¡Por Yahvé! —exclamó Eitana llevándose las manos a la boca.
—El amo volvió a detenerse y, quizá, comenzó a recordar, a atar cabos sueltos, a sospechar, solo Júpiter sabe qué. Su cara estaba desfigurada por la ira y la humillación. La miró, buscó en sus ojos y le dijo que se preparara, que si aquella bellaquería que acababa de pronunciar era mentira, él mismo se encargaría de condenarla para que fuese devorada por las fieras en el
Circus Maximus.
luego? —preguntó ansiosa.
—
¿Y
—Luego intenté curar las heridas de Doma, pero el amo me lo prohibió. La oí quejarse en silencio toda la noche, llorando como nunca la había visto, no sabía bien si por las úlceras de sus manos o por la condena que había lanzado sobre Efren. Al pobre, a la mañana siguiente, cuando llegó a la
domus,
el juez lo estaba esperando de pie junto al
impluvium,
como si no hubiese dormido en toda la noche. Lo llevó a su
tablinum
y cerró las puertas corredizas. Los gritos del amo se dejaron oír en toda la
domus
y, cuando Efren salió de allí, ni siquiera nos dirigió una última mirada.
La mujer se detuvo, llenó su pecho de aire y luego dijo:
—Jamás lo volvimos a ver.
Algunos años antes, cuando Servius le contó la historia de su vida, a Eitana le costó comprender cómo Efren no había salido de la
domus
en aquel mismo momento, cómo había podido enfrentarse al cadáver de Leticia y a la ausencia de su hija con tanto desapego. Pero no había sido así.
Aquella lejana mañana en que su amante se quitó la vida, el juez había visto al sirio desencajado, atormentado como él, incluso iracundo, pero no imaginó que fuese por la pérdida, sino por mimetismo, por empatia, porque era su hombre de confianza. Aquella misma jornada, mientras la
domus
se llenaba por las exequias de Leticia Marcelina, que había sido expuesta con sus brazos bien cubiertos, porque la sangre que la había matado no había fluido de sus muñecas, sino a causa de un parto difícil, aquel mismo día corrió en busca de quien se había convertido en su único y mejor amigo: Servius. Allí, el gladiador lloró como un niño, como jamás lo había hecho o volvería a hacerlo, y le dijo al librero que ya no podía permanecer más trabajando para el juez.
Sin embargo, fue Servius el que le exigió prudencia. Fue él quien le dijo que, si no quería volver a la arena, debía esperar y ahorrar. Entonces el sirio le dijo que sin ella todo le daba igual, que sin ella la arena y el
Lupus
volverían a aparecer en su vida, pero que él no podía continuar junto al asesino de su hija. Pero el librero le hizo comprender la ofuscación de Claudio Ulpio, todo su despecho, y le puso en duda que fuese él quien acabara con la niña y no la misma naturaleza del parto. ¿Acaso no le había prometido a la familia de su hermano velar por ellos? ¿Cómo lo haría si dejaba la
domus?
¿Cómo? ¿Acaso la muerte de Leticia Marcelina debía condenarlo también a él? Servius pensaba que no, y que Efren debía permanecer allí apretando los dientes, sumando denarios para conseguir amasar una hacienda suficiente que le permitiese organizarse un buen negocio porque, aunque había ganado mucho como gladiador, también había malgastado demasiado. Luego ya abandonaría la
domus,
y haría lo que quisiese, pero lejos de unas luchas que, tarde o temprano, habrían de matarlo y dejar a la viuda de su gemelo en la indigencia.
En aquel tiempo, el consejo del librero era una voz que arraigaba en él como no había sucedido con la de su padre, y fue por eso por lo que Efren se mantuvo junto a Claudio Ulpio mucho más de lo que había pensado, esperando a que llegara su momento, esperando a que las cosas se torciesen o se enderezasen, según quien lo viese, y aquella mañana de primavera del año 58, cuando Claudio Ulpio le arrancase la verdad en el
tablinum,
habría llegado el momento. Eitana podía imaginar la escena como si estuviese sucediendo allí delante, como si pudiese tocar el corazón del sirio.
—¿Nunca más volvió? —le preguntó a su ex compañera.
Dolcina negó con la cabeza.
—No pudo.
—¿Por qué?
—Ya te lo imaginas… Lo sabes.
—Cuéntamelo, Dolcina. Dime cómo fue. ¡Es tiempo de que lo sepa! ¡Llevamos siete años preguntándonos qué le sucedió!
—A partir de aquel día, muchas cosas cambiaron en la
domus.
El juez otorgó la
manumissio
a Doma sin un as en su faltriquera, con sus manos laceradas y doblada como un sauce. Cuando se despidió de mí, me abrazó por primera vez en nuestras vidas y me pidió que le dijera a Efren que la perdonara. Tiempo después la vi cerca del mercado mendigando y yo le daba comida, toda la que podía zafar del carro. Pero un año después desapareció para siempre.
—¡Pobre mujer! ¡Qué vida más terrible y desgraciada!
—Así es, Eitana.
—Pero ¿y Efren? —insistió nerviosa.
—Lo que quería decirte es que todo cambió sin ti y sin Doma, ¿sabes? El amo aquella misma semana se puso en marcha y trajo a la
domus
cuatro esclavos más, dos hombres y dos mujeres jóvenes. Prisco se encargó de acompañarlo a partir de entonces y los otros dos esclavos participaron en…
Se detuvo un instante y miró a la joven.
—… en su muerte.
Pero Eitana ya lo sabía, siempre lo había sabido. Aquello solo confirmaba sus sospechas, y no podía dejar de lamentarse negando con la cabeza, como si ella también quisiese espantar los malos espíritus.
—¿Cómo fue?
—Ni Prisco ni yo volvimos a hablar de Efren. Con Prisco porque cambió mucho, ¿sabes? El juez comenzó a confiar cada vez más en él, y se acabó convirtiendo en su mano derecha, en un hombre que intentó congraciarse con su amo a cualquier precio.
—Él siempre fue igual, no te confundas.
—Es posible. Lo cierto es que, aunque sea difícil de creer, fue él quien acabó con Efren. El día que Kalendo y Spittara volvieron después del crimen, yo escuché lo que hablaron con el amo.
—¿Quiénes eran Kalendo y Spittara?
—Los dos esclavos que compró el juez. Junto a Prisco, fueron los que acompañaron a dos rufianes que había pagado el amo. Fue muy pocos días después de que Efren saliera de la
domus,
quizá apenas una semana más tarde. No lo recuerdo bien. El amo también compró el silencio de dos
vigiles,
y una noche antes de que entrase en su
insula
lo arrastraron a un callejón oscuro.
—¡Pero él había sido un gladiador! ¿Cómo pudieron?
—Tú lo has dicho, Eitana. Había sido, pero ya no era el mismo. Sin sus entrenamientos, sin sus dietas, ni sus armas, ya no era el mismo frente a cinco. ¿Quién hubiera podido con él si no? Además, habían pasado varios años desde que lo había dejado y tú sabes que Efren ya no era joven.
—Sigue —apremió la muchacha.
—La primera cuchillada lo debilitó y, con las siguientes, su cuerpo quedó completamente inmovilizado. Entre todos consiguieron convertirlo en un muñeco de trapo y, según le escuché a Kalendo, antes de apuñalarlo lo torturaron con una antorcha.
Dejaron que su piel crepitara bajo el fuego, al borde de la inconsciencia, para que nadie pudiese reconocerlo. El juez se regocijaba cuando le dijeron cómo sufrió sin que él, bien sujeto, pudiese hacer nada para evitarlo.
—¡Es un miserable! —exclamó Eitana.
—Lo sé.
—¿Y luego?
—Luego lo apuñalaron definitivamente en el corazón, y lo arrastraron hacia el Tíber.
—¿Estás segura?
—Completamente. Nunca jamás nadie supo nada más de él. Su cuerpo fue sepultado por aquellas aguas negras, como tantos otros. Aquellos hombres tenían órdenes de que no hubiese ninguna duda sobre su muerte.
—Algún día Claudio Ulpio pagará. Ante Yahvé o ante los hombres, pero pagará.
—Siento que hayas tardado tantos años en saberlo.
—Siempre lo supe. Siempre —repitió sollozando.
El silencio se sembró entre las dos y Dolcina la miró a los ojos.
—Él te amaba.
Ella le devolvió la mirada dubitativa.
—Te lo demostró a su manera. Después de lo que sucedió con Leticia Marcelina, él no podía hacer otra cosa, y te amó en silencio.
—Eso no es verdad.
—Sí lo es —le dijo asintiendo—. Sí lo es, muchacha. Yo vi cómo sufría cuando te desangrabas para morir. Yo vi sus miradas, sus silencios, sus desvelos. Ese sirio se enamoró de ti callado, por eso se arriesgó por ti.
—Es imposible. Él, él jamás intentó…
—No debías imaginarlo. Su amor estaba prohibido. Y él lo sabía.
—Yo, yo…
—Tú siempre lo miraste como a un padre. Lo sé, y él también lo supo.
Estuvieron hablando casi una hora. Eitana le narró su nueva vida, quién era Servius, Verina, su relación con Tulio, su reencuentro con Didico, y los destellos de su Edén, aquel exilio de Roma, pero en Roma, en la Suburra, aquella prisión hermosa, llena de tinteros, literatura y afectos. Dolcina sollozó de alegría por ella y le rogó que se cuidase, que valorase todo lo que había conseguido y que intentase velar por el niño.
—Lo sé, Dolcina. Es lo más importante que tengo.
—Yo ya no pediría en mi vida más de lo que tienes tú.
Eitana la miró con ternura y le acarició su cabello áspero y encanecido.
—Estoy segura de que Yahvé también cuidará de ti, solo tienes que creer que lo hace.
—Yo ya no sé en qué creo, Eitana. Solo sé que no quiero terminar como Doma.
—No lo harás, seguro que no lo harás —mintió sin vehemencia.
La esclava calló durante unos instantes y buscó entre sus pensamientos. Luego agregó:
—Ojalá hubiese tenido tu decisión y tu coraje. Mi vida quizá sería otra.
—No has tenido una vida fácil. No te culpes.
—Tampoco he tenido agallas, muchacha.
La de Traconítide elevó su cabeza al cielo y observó la posición del sol oculto tras unos nubarrones.
—Es muy tarde, Eitana. Debo irme.
—Me gustaría que nos volviésemos a ver.
—A mí también.
—Te diré dónde está la librería y alguna vez podrás pasar a saludarme.
Dolcina negó con la cabeza.
—No, no quiero saber dónde estás. Nadie de tu antigua vida debe saberlo. Es lo más seguro.
—Didico lo sabe.
—Él es un hombre libre que no vive en una
domus
donde tu recuerdo dejó huella.
—No seas tonta.
—No lo soy. Si el amo diese contigo, no te llevaría al Foro para ser juzgada. Haría lo que con Efren y con su hija, ¿entiendes?
—Entiendo.
—Debes ser muy precavida, Eitana. ¡Mucho!
—¡Y lo soy! Tu encuentro ha sido un regalo, una casualidad entre miles.
—Ojalá, ojalá.
—¡Mira! Quedemos el tercer día de la próxima semana aquí mismo, más o menos a esta misma hora. Yo te esperaré aquí.
—De acuerdo —respondió Dolcina.
—Si no puedes, volveré el mismo día de la siguiente semana, y si no, de la siguiente. ¿Te parece bien?
—Sí, Eitana —le dijo la esclava dándole un largo abrazo—. Ahora me tengo que ir.
—Nunca pierdas la esperanza, Dolcina. Nunca. Es la única forma de vivir.
—Gracias, muchacha.
—Nos vemos la próxima semana —le gritó mientras se alejaba.
En aquel momento ninguna de las dos lo sabía, pero sería la última vez que se encontrasen.
¿Cómo hubiese podido decir que no? ¿Cómo hubiese podido negarse, si aquel matrimonio le había ofrecido todo, incluso un oficio que le había abierto las puertas al mundo? ¿Acaso no habían puesto en riesgo su libertad albergando a una esclava prófuga? ¿Quién podría haber imaginado que se tambalearía la noche y que los timbales redoblarían con miedo? ¿Quién podría haber imaginado el destello de aquel fuego? ¿Quién podría haber vaticinado que todo se derrumbaría otra vez? Desde luego que ella no, al menos no de aquella manera, no de la manera en que sucedieron los acontecimientos, aunque Servius ya le había recordado que la vida era un dédalo perfecto, un sol, como Mitra, y que como en todos los círculos, siempre todo se acaba cerrando. Y volviendo.
¿Cómo hubiese podido imaginarlo? De ninguna manera, porque si lo hubiese hecho, jamás hubiese salido del
cubiculum.
Sin embargo, por más prudencia que hubiese invocado el librero, aquella noche de
iulius
del año 64, fueron Servius y Verina los que le pidieron aquella salida, fueron ellos los que sonrieron acariciando la cabecita rapada de Lucio, tranquilizándola, asegurándole que la oscuridad sería un velo seguro en el frescor del bosque, más allá de la
Via Sacra,
donde el emperador Nerón sabía que se reunían para honrar a Mitra, porque según decía Servius, él también sentía curiosidad por su dios, y no por el de Didico, al que despreciaba y odiaba en público por traicionar las verdaderas tradiciones romanas.
Pero Eitana abrazó trémulamente al niño y dudó, porque aquel pequeño se había convertido en el eje de su ventura y en el sino de su felicidad, aunque fuese fruto del estupro y la violencia, aunque su padre fuese un desconocido de quien Lucio solo sabía que fue un buen hombre, y que lo amó como a nadie más en aquel mundo. Sin el pequeño, Eitana sentía que no podría avanzar ya más, ni luchar por un nuevo sentido para su existencia. Por eso dudó, y no porque quisiese despreciar a Servius y a Verina, no porque no respetase lo que significaba Mitra para ellos. No era nada de eso, como ellos sospecharon. Era solo temor, el rasgueo de la angustia en su alma, aunque no hubiese peligro, aunque sus benefactores hubiesen cumplido con aquel rito decenas de veces. Pero Eitana dudaba, como si imaginara sin imaginar, como si temiese no sabía bien qué, como si lo desconocido se le presentara con sus fauces enormes, bien abiertas, dispuestas a acabar con su prosperidad.