—Yo no pasé hambre. Pero hubiera ansiado la vida de cualquiera de los esclavos de esta villa.
Eitana los veía moler el trigo y preparar con pobreza su pan y su
polenta,
con aceitunas, higos y, a veces, vino. Eran felices con poco y no necesitaban enredarse en las borracheras que acostumbraban otros cautivos. Eitana sabía que, en algunas granjas y villas, los esclavos necesitaban evadirse del mundo como fuese, y se entregaban a orgías cobijadas por el dios Baco. Entonces aquellos desgraciados olvidaban su condición y se enajenaban de sus tristezas, aunque luego la cizaña de las reyertas y la preñez de la miseria lo enturbiaban todo, hasta hacer más pesadas unas vidas que, tristemente, solo encontraban el desahogo de las efímeras explosiones de placer. Fue por ello por lo que, un par de siglos antes, el Senado se había manifestado firme en contra de ellas.
Pero en la villa Julius no era sí. Incluso los esclavos se casaban entre ellos.
—Imagino que tienes que haber sufrido mucho —le dijo Paulina—. Pero es inútil mirar hacia atrás, es inútil empeñarse en lamentar lo que nunca fue y, lo más importante, lo que ya nunca, jamás, será.
—Sin embargo, no lo puedo evitar. Me gustaría poder volver atrás.
—¿Y no haber tenido a tu hijo?
—Solo dos cosas me salvaron del infierno en que viví: la fe de un hombre que creía en la libertad y el nacimiento de Lucio. Es de lo único que no puedo arrepentirme de mi pasado.
—¿Y tu oficio? ¿Dónde crees que estarías ahora? ¿Quién crees que serías? Habrías crecido entre arneses, canastas, cañizos, carretas, leña y ropas de obreros. Tu vida sería hilar la lana de los vellones en invierno y esquilar en el verano; prensar la aceituna para el aceite o moler el grano. Probablemente, para sentirte mejor y más protegida, te habrías juntado con algún esclavo bueno, pero sin futuro, que araría los prados con la fuerza de los bueyes y cortaría los trigales suplicando a la diosa Ceres que cuidase la cosecha para que no os faltase el pan. Tu prosperidad sería la de esos pobres que yo cuido lo mejor que puedo, pero que no dejan de ser lo que son: mis esclavos.
—Pero ellos son felices y yo…
—¡Tú también lo serás, y ellos no lo son tanto! A veces las apariencias engañan. Date tiempo, todavía eres muy joven y hermosa. Veo cómo escribes y eres una excelente amanuense, y eso jamás habría sucedido si te hubiesen traído aquí diez años atrás. No sé qué dioses te han acompañado en tu dificultad, muchacha, pero te aseguro que has tenido una vida de provecho.
Eitana la miraba absorta, razonando aquel discurso que ella quizá no había sabido hacer durante aquellos días terriblemente nublados por la aflicción.
—La vida pasa muy rápido, muchacha. Pronto te reunirás con tu hijo, yo con mi marido y Valerius con la pobre Marcia. Pero durante el tiempo que estés en este mundo debes mirar hacia delante y valorar lo que tienes, lo que has conseguido y lo que conseguirás. Yo te pagaré por tu trabajo y, cuando lo desees, podrás partir libre donde tú quieras, y si lo quieres. ¡Esta vida es para disfrutarla! A ti se te han dado muchos más dones que a mis esclavos. ¡Aprovéchalos!
La joven judía sintió un escalofrío recorriendo todo su cuerpo y, sin poder evitarlo, abrazó a la
domina
como hubiera hecho con su madre si ella le hubiese hablado así. Su madre, aquella mujer que apenas le había demostrado su afecto y que había cerrado los ojos cuando la extirpaban de Julias.
—No me importa tu pasado, Eitana. Es algo que te pertenece solo a ti.
—Gracias, Paulina. Jamás imaginé que llegase a ser tan bondadosa.
—Recuerda lo que te digo: despréndete del peso de tu pasado y echa a volar. Es tu sino.
Eitana se separó de Paulina y echó un vistazo a un huerto cercano, reverdecido de legumbres que después proveerían la mesa. Detrás de él, el sol comenzaba a desahuciarse cada vez más pronto. Y aquel verano aciago terminaba.
Apenas había hablado con Valerius después del regreso de Roma. Comenzaba el mes de
september
del año 64 y el prefecto dedicaba los días a recorrer las tierras, a resolver asuntos en Capua y a organizar su vuelta a Jerusalén. Al hijo de Paulina le hubiera gustado permanecer algunas semanas más junto a su madre, pero aquel viaje había sido sumamente precipitado a causa del empeoramiento de su esposa. Pero ni había podido hacer nada por Marcia, ni ya podía dilatar más el momento de embarcar. Pronto comenzaría el otoño y el
mare clausum
podría retrasar demasiado su vuelta a Judea.
Desde su llegada a la villa, Eitana, encerrada tras los cristales de la biblioteca, se había entregado no solo a la
Eneida
y al silencio, sino también a un aislamiento que apenas lograba romper Paulina. Durante aquellos últimos siete días, habían coincidido muchas veces en la mesa, a veces en las comidas, otras en las cenas, mientras Paulina lo iluminaba todo con su optimismo y disfrutaba de la presencia de un hijo que sabía que partiría con prontitud. Sin embargo, ellos dos parecían ausentes el uno del otro, aunque Eitana advirtiese que aquel legionario la miraba de otra manera, y que había acabado transigiendo, silenciosamente, a su presencia. Quizá fuese porque había rozado su dolor o simplemente porque leyó su vida en sus ojos de barro. Lo cierto fue que Valerius Julius apenas se dirigió a ella durante aquellos días, pero su trato, aunque distante, había perdido toda aquella hostilidad de antaño.
Fue por ello por lo que una tarde Eitana por fin venció sus reparos y se acercó a él. Desde su regreso, nunca le había agradecido el interés que había puesto en ayudarla y, con aquella excusa, avanzó hacia él lentamente, como un gato merodea desconfiadamente antes de trepar un muro extraño y, cuando se dio cuenta de dónde estaba, se detuvo petrificada. Pero ya era demasiado tarde. Sus pasos sobre algunas hojas secas le advirtieron de su presencia. Y él se volvió.
—No quería molestar… —susurró avergonzada.
—Descuida —le contestó él girándose y avanzando hacia ella—. Solo estaba recordando.
Valerius había dejado atrás la tumba de Marcia, ensombrecida por un almendro y acompañada por la diosa Juno. Su semblante era sereno.
—Soy muy torpe —dijo ella—. No me di cuenta. Lo siento mucho.
—No te disculpes, ya había terminado.
El prefecto comenzó a caminar por una de las vías del espeso jardín, adornado con imágenes de mármol y con una fuente escupiendo un caudaloso hilo de agua. Solo le bastó una mansa mirada para atraer a Eitana hacia sus pasos, quien pareció obedecer con diligente naturalidad, como si todavía fuese una esclava.
—Nunca pudo tener hijos, ya ves —dijo Valerius—. Cada uno tiene sus infortunios.
—Lo siento —murmuró Eitana.
—Tú lo has perdido, pero ella nunca lo llegó a conocer…
Ella calló. El vacío al recordar a Lucio era inmenso. A veces, el asomo de la pena solo era amansado con un llanto oculto, íntimo, guarnecido por los rollos.
—La vida es dura para todos, ¿sabes? —continuó—. Marcia era una buena mujer y espero que los dioses la ayuden a encontrar su camino.
—Seguro que así será.
Callaron nuevamente. Su andar era lento y plácido.
—Quería darte las gracias —dijo Eitana al fin—. Hasta ahora… Hasta ahora no lo había hecho. Gracias.
—Es a mi madre a quien debes agradecérselo. Ya lo sabes. Fui por ella, y eso lo comprendiste muy bien.
—No importa. Me has tratado con mucho más respeto del que esperé después de haberte ocultado mi vida.
—Eso está olvidado. Olvídalo tú también.
Avanzaron por la quietud del jardín y tomaron el rumbo de un sendero rodeado de almendros, perales y ciruelos. En un rincón, el dios Baco se rodeaba de rijosas mujeres, y algo cercana, la hermosa silueta de Venus. Todo estaba calmo, acallado por la paz que mecía la colina donde dormía la villa rodeada de campos fértiles. Solo se oía el piar de los gorriones y el crujido de las sandalias de cuero sobre la gravilla. El último aliento del verano entibiaba plácidamente la tarde.
—¿Cómo era ella? —preguntó súbitamente Eitana.
Él meditó sus palabras y luego le dijo:
—Era una buena mujer. Nos conocíamos desde niños. Quizá…
Suspiró profundamente, y luego agregó:
—Quizá yo no fui el mejor hombre para ella, aunque poco importe ahora. Lo tuvo todo, pero le falté yo.
—Probablemente haya sido feliz a su manera.
—Es posible. Es mejor pensar así. Pero estos últimos años en Palestina tienen que haber sido muy difíciles para ella. Si al menos hubiese tenido hijos como el resto de las mujeres de los legionarios…
—¿Cuánto hacía que no la veías?
—Casi dos años. Cuando el procurador Luceyo Albino me llevó con él y me encargó la prefectura de la X Legión, tuve que dedicarme completamente al ejército. La última vez que la vi, jamás imaginé que sería verdaderamente la última. Todo hubiera sido de otra manera de haberlo sabido. Créeme. —Hizo una pausa y luego agregó—: Ahora siento no haber podido estar junto a ella al final.
De pronto, Eitana recordó aquella mañana en la que se despidió de su hijo, y en su garganta se volvió a anudar la pena. Sus ojos se vidriaron, y no pudo hablar. No quería que se le escapara el llanto, así que intentó espantar aquel último recuerdo.
—No sé si ahora puedo comprender más a mi padre —continuó él—. Murió cuando se disponía a abandonar la vida militar, pero deseándolo desde mucho antes. No sé, quizá ahora lo entienda un poco más. Quizá no esté saboreando la vida y solo me esté enfrentando a ella, y el día que quiera vivir me sorprenderá Caronte con muchas monedas, pero arrepentido.
La joven judía lo escuchó estupefacta. Aquel hombre no parecía el mismo que unas jornadas atrás. La tristeza también podía vibrar en su boca y a Eitana se le hacía muy difícil imaginarlo con sus cotas, su casco y su
gladius
pendiendo de su cintura. Vestido con aquella sencilla túnica blanca y con su rostro tan templado se asemejaba mucho más a un dios griego que a un guerrero.
—
¿
Y
por qué estás allí? ¿Por qué continúas en la legión?
—Es una responsabilidad. He luchado mucho para llegar a donde estoy. Mi padre se hubiese sentido muy orgulloso de mí, por más que anhelara esta vida pacífica en la villa. Además, ahora siento que mis tribunos me necesitan. En general, todos mis hombres, y me debo a ellos mientras esté al mando. Mi venida a Roma ha sido bastante inoportuna. Quizá, mucho más de lo que creo.
Eitana tragó saliva y, como de costumbre, las imágenes de aquella cohorte arrastrándola hacia Cesarea inundó su mente, aunque esta vez las espantó más rápidamente.
—Una vez un buen amigo me dijo que yo era libre, aunque fuese esclava, y me ayudó a comprender que lo era porque, entre las pocas posibilidades que tenía, siempre podía escoger una que fuese la mejor para mí. Tú eres mucho más libre que yo, y, sin embargo, no eres completamente libre.
—No te entiendo —le dijo asombrado.
—Si lo fueses, elegirías aquello que te hace más feliz. Quizá…
—Un soldado no puede pensar en su felicidad —la interrumpió él—. Un prefecto, aún menos.
—Quizá un soldado no, pero un hombre libre sí.
Callaron durante unos pasos, y Valerius pareció quedarse rumiando aquellas palabras de Eitana. Pero, de pronto, un esclavo de aspecto enjuto y fibroso se acercó hacia donde ellos estaban y aguardó a una distancia prudencial, como un can obediente y bien dispuesto. El prefecto Julius se disculpó, se acercó hacia él y escuchó a su siervo con los brazos cruzados. Luego asintió y volvió junto a la muchacha.
—Está todo preparado para mi regreso —le dijo Valerius—. La semana que viene navegaré a Judea.
Ella lo escuchó con su corazón mareado. Nunca había estado en Judea. Más bien, antes de que la capturaran, jamás había salido de Galilea. Sin embargo, al nombrarla Valerius para ella fue como si se tratase de su hogar, aquel que había añorado desde hacía diez años.
—Ya no puedo retrasar más mi vuelta. Mi madre todavía no lo sabe, pero ya lo imagina.
—Será muy triste para ella. Creo que está muy sola.
—Tú le harás compañía. —Y le sonrió—. Sé que le caes muy bien, pero tendrás que pasar menos horas en la biblioteca. Te pagará lo mismo por tu trabajo, no lo olvides.
Pero Eitana no dijo nada, y bajó la mirada.
—Además, pronto regresará mi hermano Piso también. Hace años que le toca hacerlo.
Hicieron silencio nuevamente y él se detuvo bajo los cipreses. Apoyó la espalda en un tronco y se cruzó de brazos observando a Eitana.
—De todas maneras, ya nadie te molestará. Eres completamente libre.
—¿A qué viene esto?
—Quizá a ella le guste que te quedes, quizá incluso sea lo mejor para ti. Pero si quieres irte, puedes hacerlo. Tú lo has dicho antes: siempre puedes escoger el mejor camino.
—Ya no sé cuál es mi camino. Sin mi hijo, ya no me importa dónde estar, y si lo pienso bien, ya no me importa realmente nada.
—¿Quién me hablaba de la felicidad hace un momento? —le preguntó Valerius—. ¿Quién me decía que debía escoger lo que me hiciese feliz?
Eitana levantó la cabeza y sintió sus ojos negros horadando sus sentimientos. Un temblor recorrió su cuerpo y sintió el sofoco de un calor que ya había refrescado. De pronto, se preguntó qué había cambiado en aquel hombre que durante aquellos días le había sido tan esquivo y tan hostil. No parecía el mismo que le escondía la mirada y callaba en su presencia, ni tampoco en aquel momento le hacía recordar a aquellos soldados que le habían cambiado la vida cuando la arrancaron de Julias. Algo indescriptible espoleaba su tristeza.
—Tienes razón —le dijo—. Pero todavía me siento incapaz de pensar. La muerte de mi hijo y de mis seres queridos se me ha atascado aquí dentro —y señaló su pecho—, y apenas puedo asimilar que estoy aquí, y que Yahvé me ha regalado esta libertad a cambio de todo lo que más amaba. Por eso, solo el trazo de las palabras calma mis fantasmas, y por eso me paso tantas horas enfrascada en el copiado. Me siento incapaz de pensar, y ya estoy vacía de llorar.
—Pronto todo cambiará —le dijo rozando su mano derecha en su mejilla—. Pronto comprenderás que aquí serás feliz. Es demasiado pronto para todo. Solo necesitas tiempo.
El contacto con su piel erizó todo su cuerpo, y Eitana sintió que todo su ser se conmovía, como los trigales mecidos por el rugido de un vendaval y traspasados por un arco de colores que aumentaba por momentos.