Sin el cariño de una madre, lejos de su tierra, acostumbrados a una vida disipada, una mañana de verano Cam y Efren, con apenas quince años, se encontraron a su padre muerto sobre el jergón. Apenas supieron cómo ordenar sus vidas ni cómo gestionar un negocio del que solo conocían las hilachas. Así, mal enseñados y haraganes, no dominaron la forma de nutrir de nuevas especias a la tienda y, entre tinajas semivacías, fueron malogrando un buen porvenir deslumbrados por las luchas en la arena, el fervor de las gradas y la pasión por los gladiadores.
Sin embargo, no fue aquello lo que fulminó la tienda de especias, sino el embauque del primer amor, que acabó por aniquilarlo todo. Fue una joven y jugosa siria que jugó a embelesar a los dos, siguiendo los consejos de un padre truhán, quien pretendía un matrimonio y un negocio para sobrevivir. Pero aquella hembra ya madura, de carnes prietas y boca resuelta, no supo decidirse por uno de los dos, y una noche Cam la encontró en la trastienda entre las piernas de Efren, con la túnica alzada y su boca suspirando en la de su hermano gemelo.
El zarpazo del despecho los hizo forcejear en una pelea despiadada como nunca habían tenido, mientras la manceba se alejaba espantada, y la reyerta continuaba hasta mucho después, porque Cam exigiría la parte correspondiente de un negocio que sería malvendido y que alejaría al hermano de Efren hacia las tierras sirias donde había crecido. La mujerzuela, al ver la poca hacienda que hubieron de repartir los dos, pronto abandonó aquella pasión que había dividido a los gemelos y un día se esfumó de la vida de Efren, que, demasiado joven, se halló con unos pocos áureos, sin oficio y sin saber dónde reposar su cabeza.
Cuando toda su exigua fortuna fue lapidada, el joven sirio solo supo encontrar como alternativa a su supervivencia el embriague de las espadas y la arena. Podía morirse o enriquecerse, y lo primero no entraba en sus planes a su edad. Una escuela de gladiadores lo aceptó después de esquivar los envites de un esclavo que acabó escupiendo sangre en la plaza de entrenamiento y, a partir de entonces, Servius no había sabido contarle muy bien cuánto tiempo había necesitado para convertirse en el
Lupus,
el conocido lobo sirio, como lo apodó la masa. Solo sabía que Efren con los años acabó por convertirse en uno de los mejores gladiadores mirmillón del momento, con su casco de acero, su escudo en forma de teja y su afilada espada.
El
Lupus
venció en más de mil enfrentamientos, en cualquier anfiteatro, en cualquier ciudad. Capua, Massilia, Lugdunum, Puteoli, Pompeya… Cualquier plaza lo ovacionaba con gritos fervorosos, mientras los niños jugaban con palos en las calles adoptando su apodo y las mujeres lo rodeaban acariciando sus heridas al acabar la fiesta. Los gladiadores comenzaron a temerle, mientras el
Lupus
se enriquecía victoria tras victoria, enajenado por el éxito, premiado por los escarceos amorosos, creyéndose cada vez más invencible, más allá de las fracturas que los médicos de la escuela mimaban con cuidado, mientras seguía una estricta dieta a base de legumbres y entrenaba sus músculos.
Fue entonces cuando Eitana comenzó a entrever las sombras con las que había convivido en la
domus.
Servius le contó que la vida del
Lupus
comenzó a extinguirse no cuando su cuerpo fue menos rocoso y su fuerza más vadeable, ni siquiera cuando su leyenda comenzaba a tambalearse, sino cuando Leticia Marcelina, la esposa del juez, lo laceró con un amor que lo hizo mucho más endeble y le hizo desear seguir vivo.
La joven judía nunca podría haber imaginado que la
domina
había conocido a Efren en el
Circus Maximus
cuando el
editor
de uno de los espectáculos se lo presentó distinguidamente. Leticia Marcelina, rodeada de una pléyade de amigas que despreciaban aquellos eventos crueles, pero asistían asiduamente a los escaños de mármol junto al promotor del espectáculo, se deshizo de ellas y dejó que volvieran a sus
domus
cargadas por los esclavos que alzaban sus vistosas
lecticae.
Eitana no podía imaginar cuánto hubo de pasión, cuánto de desahogo y cuánto de rebeldía, pero la
domina
se dejó conducir por el afamado gladiador hasta la primera planta de una acomodada
insula
a los pies del Palatino. Tenía balconadas con flores, cristales en las ventanas, un amplio
tablinum,
un bien iluminado
triclinium,
mobiliario sobrio, candiles de bronce y paredes pintadas con colores vividos. Solo un luchador con grandes ingresos podía permitirse aquel arrendamiento, solo un vencedor como él, a quien lo único que lo unía a los luchadores esclavos era la posibilidad de ser vencido en una brega y que el
editor
acabase condenando su vida. Y aquel miedo existía, aquellos destellos de angustia que sofocaba concentrándose en los movimientos de sus sandalias bien atadas, siempre estaban ahí. Por eso intentaba exprimir su vida, y gozar con el sabor de la sangre todavía en su boca, satisfaciendo su ímpetu con las mujeres más bellas.
Pero Leticia Marcelina era diferente. Tenía una belleza retraída, pero que lo abrasaba con sus ojos negros; era una mujer que temía sus labios, aunque lo seguía hasta su
cenaculum;
sus palabras eran inteligentes, pero Efren la supo demasiado ingenua.
No se enamoró de Leticia aquel día. Aquella tarde solo se desfogó con ella. Le desenredó los pliegues de su exquisita
palla
mientras la besaba entre aromas de cedro, luego desanudó su túnica furiosamente e hizo caer el
mamillare
con la fuerza de sus dientes, hasta que sus pechos colmaron su boca. Entonces la
domina
se dejó hacer, tendida sobre almohadones bermellón, y sintió el ímpetu de la pasión rabiando sobre ella, mientras la musculatura sudorosamente cobre de Efren era amasada por sus blancas manos que se crispaban de placer.
A partir de aquel día, Leticia Marcelina intentó cualquier pretexto para esconderse en su
cenaculum,
y se aficionó a las burdas luchas en la arena, mientras la plebe vociferaba enardecida en las gradas del
Circus Maximus.
Siempre que el
Lupus
combatía en la ciudad, ella buscaba un escaño de mármol junto a los promotores y, desde allí, el miedo la roía por dentro hasta que Efren atravesaba a su enemigo o debía perdonarle la vida a petición del
editor.
Entonces todo aquel temor acababa convirtiéndose en fuego, y cuando volvía a revolcarse con él, su actitud ya no era de espera, sino que su excitación la desarmaba encima del gladiador como nunca ninguno de los dos había imaginado al principio.
Sin embargo, su marido no se percató de la aventura, porque Claudio Ulpio ignoraba y desconocía a su esposa, y mientras ella se lanzaba en brazos de otro, él buscaba satisfacción en la impudicia de Doma o con cualquier otra mujer. Solo comprendió la verdad cuando la mentira dejó de serlo, cuando el adulterio fue evidente y lo tuvo entre sus manos, y la
domus
se nubló.
Pero antes de todo aquello, ya cuando Efren conocía el amor, ya cuando la ternura de la
domina
lo había enamorado completamente, ya cuando dejó de interesarle cualquier otra hembra que no fuese la esposa de un juez que él todavía no conocía, entonces su vida abruptamente cambió y el
Lupus
tuvo que enfrentarse a su última batalla, una de sus victorias más ovacionadas, la que acabó por empujarlo a la
domus
y a conocer a Servius y a Verina.
La escuela de gladiadores que lo había convertido en un mito tomó parte en los juegos patrocinados por el emperador Claudio, en honor a su quincuagésimo primer aniversario y coincidiendo con su reciente llegada al trono en el año 41. Con gran fausto y expectación organizaron un espectáculo que Servius le había contado no tenía precedentes. Trajeron a los mejores y más exóticos animales y, en las
venationes
de la mañana, participaron leones, leopardos, osos, rinocerontes, cinco elefantes e incluso hasta algunos exhaustos cocodrilos que consiguieron sobrevivir en jaulas desde el Nilo. Luego, por la tarde, la plebe habría de saciar su sed de sangre con los mejores luchadores del imperio, provenientes del norte, de Asia, África y, por supuesto, de la grandiosa Roma.
Aquella bochornosa tarde del 1 de
augustus
del año 41, el
Lupus
salió a la arena como estaba acostumbrado, solo él y el mejor rival que habían encontrado para batir a aquel mirmillón. Era un tracio, con la cara oculta tras una espesa rejilla de acero sujeta de su casco, un enemigo imposible de reconocer para el
Lupus,
pero no para el temible sirio que respiraba agitadamente bajo su yelmo y que había atravesado el Mediterráneo para triunfar en Roma.
El librero estaba seguro de que, desde que aquella buscona había separado a los dos gemelos siendo todavía unos mozuelos, nunca jamás se habían vuelto a ver hasta aquella jornada. Poco sabía qué había sido de Cam, porque Efren tampoco nunca llegó a saberlo completamente. Todo fueron intuiciones y espejismos de un pasado que nunca podrían recuperar, pero que evocaba un destino muy similar al suyo.
El muchacho había vuelto a Damasco, la ciudad donde había crecido junto a su tía, con su pequeña fortuna, pero el ocio y la apatía consumió todo lo que tenía y, como su hermano gemelo, sintió la fascinación por las luchas que había conocido en Roma y que, tímidamente, tenían su eco en aquella ciudad de la Decápolis. Cam comenzó a luchar con gran éxito, y toda la indolencia que había tenido en la vida la volcó en la violencia que demostraba en la arena. Como si los gemelos hubiesen llevado el mismo destino licuado en la sangre, el muchacho cosechó victorias allá por donde luchaba, ya fuese Gerasa, Daraa, Cesarea, Damasco o cualquier otra ciudad. Cuando Cam llegó a Roma, su fama en la urbe era nula, sin embargo, en el Oriente había sido tan adorado como Efren, que aquella tarde de
augustus
habría de enfrentarse a él como si fuesen dos desconocidos.
A los pies del conglomerado palaciego del Palatino, desde donde Claudio regiría el imperio, el ovoide
Circus Maximus
se extendía alargadamente, preparado para las carreras de cuadrigas y otros espectáculos. Los graderíos de travertino y piedra exultaban de público sudoroso, soportando el castigo del sol bajo algunas sombrillas que coloreaban la multitud, entre el flamear de banderas, vendedores de almohadillas, tortas, aceitunas, melocotones y piñones. Los corredores de apuestas apiñaban a la turba en los
vomitoria
que conducían a las gradas y el hormiguero de la muchedumbre vociferaba delirante mientras sacudían sus fichas de hueso.
El
Lupus
abriría las luchas de la tarde, poco antes de que los esclavos recorriesen la arena dando vueltas en carros ataviados con guirnaldas y coronas de flores, lanzando pan, monedas y perfumes a los espectadores, mientras el emperador Claudio y su hermosa esposa Valeria Mesalina saludaban con fervor, sentados en los escaños de mármol finamente tallados, bien cubiertos por las sombras de la estructura del amplio palco, con la guardia pretoriana velando por su seguridad justo detrás de ellos. A escasos metros del emperador, Leticia Marcelina suspiraba nerviosa, mientras todo el mundo ignoraba su extravío, al mismo tiempo que el cortejo de gladiadores y los esclavos que portaban sus armas aparecían encabezados por dos
lictores
luciendo las enseñas del emperador, el patrocinador del espectáculo. Detrás, los músicos rugiendo sus largas
buccinae
acompañando a un gran cartel con el programa de los enfrentamientos, mientras las
tibiae
y las
cornua
sonaban por todas las gradas.
De pronto, todo se fue disipando sobre la arena y solo los dos gladiadores y el árbitro, vestido con una túnica blanca y dos franjas verticales rojas, permanecieron en escena. Efren, de mirmillón, vestía con casco, el brazo acorazado y perneras. Atacaba con una espada corta y se protegía con un amplio escudo rectangular. Cam luchaba como un tracio, con un casco que cubría su cara con una rejilla, perneras altas, protecciones de cuero sobre los muslos, brazo cubierto de acero, escudo más pequeño y empuñando una
sica,
una espada doblada como una hoz. Ninguno de los dos peleaba por la
rudis,
la espada de madera que les daría la libertad. Ellos no eran esclavos, ellos luchaban por el éxito y el dinero.
Nadie sabe qué sintió Cam al reconocer a su hermano frente a él, solo lo que escuchó Efren cuando comenzó el combate, mientras desde un pequeño podio los músicos no cesaban de tocar.
—Veo que has triunfado, hermano. ¡Por fin nos volvemos a ver!
El sirio, que se disponía a atacar, se quedó paralizado. Toda su concentración se quebró en un instante y los recuerdos comenzaron a abofetearlo en la cabeza.
—¿Cam? —dudó Efren sin bajar la guardia.
Entonces, como nunca había sucedido en un circo, ante el asombro del árbitro y de un público vociferando sangre, el hermano lanzó su
sica
a la arena y se desencajó el casco. El rostro endurecido del gemelo surgió ante él más de diez años después. Sus ojos negros apuntaron al hermano con desprecio.
—¡Nos volvemos a ver!
Efren, boquiabierto, sintió que el circo temblaba, y su vida también.
—¡Cam! ¡Hermano!
—No me llames hermano. Solo quiero que puedas ver mi rostro por si tienes que morir.
El sirio se desencajó, lanzó su escudo y su espada al suelo, y negó con la cabeza.
—No podemos luchar, Cam. Yo no puedo.
El público silbaba enfurecido y el barullo anegó la música y despertó al árbitro de su asombro.
—¿Qué sucede? ¡Debéis luchar ya mismo! —exclamó entre un estruendo ensordecedor.
—¡Es mi hermano! —le dijo Efren—. No puedo hacerlo.
—¡Si os negáis, seréis los dos ejecutados!
—Yo no me negaré, hermano —aseveró Cam volviendo a encajar su casco enrejado—. Tú también debes luchar.
—El público lo entenderá, el emperador lo entenderá. El
Lupus
no puede luchar contra su hermano —le dijo el sirio al árbitro.
—¡Deja de lloriquear! ¡Tenemos algo pendiente, Efren! —gritó Cam—. Recoge tus armas y lucha.
El sirio, desorientado y ofuscado, recogió su escudo y su espada. Respiró en profundidad e hinchó su torso desnudo. Los dos se dieron un momento, recuperaron la compostura y se echaron a la pelea. El público estalló en una batahola que ensordeció el sonido del acero. Los gemelos lucharon con agilidad, recibiendo golpes que impactaban en los escudos y esquivando las amenazas que se evitaban con rápidos movimientos de los hombros, y en un momento de vacilación Efren recibió la tajada de la
sica
en su brazo izquierdo, que comenzó a sangrar negramente sin que detuviese sus envites y defensas.