Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (6 page)

BOOK: Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal
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Durante el juicio, Eichmann intentó aclarar, sin resultados positivos, el segundo punto base de su defensa: «Inocente, en el sentido en que se formula la acusación». Según la acusación, Eichmann no solo había actuado consciente y voluntariamente, lo cual él no negó, sino impulsado por motivos innobles, y con pleno conocimiento de la naturaleza criminal de sus actos. En cuanto a los motivos innobles, Eichmann tenía la plena certeza de que él no era lo que se llama un
innerer Schweinehund
, es decir, un canalla en lo más profundo de su corazón; y en cuanto al problema de conciencia, Eichmann recordaba perfectamente que hubiera llevado un peso en ella en el caso de que no hubiese cumplido las órdenes recibidas, las órdenes de enviar a la muerte a millones de hombres, mujeres y niños, con la mayor diligencia y meticulosidad. Evidentemente, resulta difícil creerlo. Seis psiquiatras habían certificado que Eichmann era un hombre «normal». «Más normal que yo, tras pasar por el trance de examinarle», se dijo que había exclamado uno de ellos. Y otro consideró que los rasgos psicológicos de Eichmann, su actitud hacia su esposa, hijos, padre y madre, hermanos, hermanas y amigos, era «no solo normal, sino ejemplar». Y, por último, el religioso que le visitó regularmente en la prisión, después de que el Tribunal Supremo hubiera denegado el último recurso, declaró que Eichmann era un hombre con «ideas muy positivas». Tras las palabras de los expertos en mente y alma, estaba el hecho indiscutible de que Eichmann no constituía un caso de enajenación en el sentido jurídico, ni tampoco de insania moral. (Las recientes revelaciones del fiscal Hausner al
Saturday Evening Post
acerca de «lo que no pude decir en el juicio» contradicen los informes privadamente dados en Jerusalén. Ahora nos dicen que, según los psiquiatras, Eichmann era «un hombre dominado por una peligrosa e insaciable necesidad de matar», «una personalidad perversa y sádica». Si así fuera, hubieran debido enviarle a un manicomio.) Peor todavía, Eichmann tampoco constituía un caso de anormal odio hacia los judíos, ni un fanático antisemita, ni tampoco un fanático de cualquier otra doctrina. «Personalmente» nunca tuvo nada contra los judíos, sino que, al contrario, le asistían muchas «razones de carácter privado» para no odiarles. Cierto es que entre sus más íntimos amigos se contaban fanáticos antisemitas, como, por ejemplo, Lászlo Endre, secretario de Estado encargado de asuntos políticos (judíos) en Hungría, que fue ahorcado en Budapest el año 1946. Pero estas amistades podían ser englobadas en aquella frase tan usual que expresa cierta postura social: «Por cierto que algunos de mis mejores amigos resulta que son antisemitas».

Pero nadie le creyó. El fiscal no le creyó por razones profesionales, es decir, porque su deber era no creerle. La defensa hizo caso omiso de estas declaraciones porque, a diferencia de su cliente, no estaba interesada en problemas de conciencia. Y los jueces tampoco le creyeron, porque eran demasiado honestos, o quizá estaban demasiado convencidos de los conceptos que forman la base de su ministerio, para admitir que una persona «normal», que no era un débil mental, ni un cínico, ni un doctrinario, fuese totalmente incapaz de distinguir el bien del mal. Los jueces prefirieron concluir, basándose en ocasionales falsedades del acusado, que se encontraban ante un embustero, y con ello no abordaron la mayor dificultad moral, e incluso jurídica, del caso. Presumieron que el acusado, como toda «persona normal», tuvo que tener conciencia de la naturaleza criminal de sus actos, y Eichmann era normal, tanto más cuanto que «no constituía una excepción en el régimen nazi». Sin embargo, en las circunstancias imperantes en el
Tercer Reich
, tan solo los seres «excepcionales» podían reaccionar «normalmente». Esta simplísima verdad planteó a los jueces un dilema que no podían resolver, ni tampoco soslayar.

Eichmann nació el día 19 de marzo de 1906, en Solingen, ciudad alemana de la cuenca del Rin, famosa por sus cuchillos, tijeras e instrumentos quirúrgicos. Cincuenta y cuatro años más tarde, con ocasión de dedicarse a su favorito pasatiempo de escribir sus memorias, describió tan memorable acontecimiento del siguiente modo: «Hoy, quince años y un día después del 8 de mayo de 1945, mis pensamientos se dirigen a aquel 19 de marzo de 1906, en que, a las cinco de la madrugada, entré en la vida terrestre, bajo el aspecto de ser humano». (Las autoridades de Israel no han dado a la publicidad las memorias de Eichmann, pero Harry Mulisch logró hojear esta autobiografía durante «media hora», y el semanario judío-alemán
Der Aufbau
publicó breves extractos de la misma.) Según las convicciones religiosas de Eichmann, que no sufrieron variación desde el período nazi (en Jerusalén, Eichmann declaró que era un
Gottgläubiger
, palabra con que los nazis designaban a aquellos que se habían apartado de la doctrina cristiana, y se negó a jurar ante la Biblia), aquel acontecimiento natal debía atribuirse a «un más alto Portador de Significado», entidad que en cierto modo puede identificarse con el «movimiento universal», a la que la vida humana, en sí misma carente de «más alto significado», está sujeta. (La terminología es verdaderamente sugerente. Llamar a Dios
Höheren Sinesträger
significaba, lingüísticamente, darle un lugar en la jerarquía militar, ya que los nazis cambiaron el término militar «receptor de órdenes», es decir,
Befehlsempfänger
, por «portador de órdenes», es decir,
Befehlsträger
, indicando con ello, como en el caso del antiguo «portador de malas nuevas», la carga de responsabilidad y de importancia que se pretendía pesaba sobre los hombros de aquellos cuya función era la de ejecutar las órdenes. Además, Eichmann, como todos los que de un modo u otro intervenían en la Solución Final, era oficialmente un «portador de secretos», un
Geheimnisträger
, lo cual, desde el punto de vista de la importancia personal del individuo, no era moco de pavo, ni mucho menos.) Pero Eichmann, a quien la metafísica traía sin cuidado, no se refirió a las íntimas relaciones que unen al Portador de Significado con el portador de órdenes, y siguió su relato centrándolo en la otra posible causa de su existencia, es decir, sus padres: «No hubiera sido tanta la alegría con que dieron la bienvenida al primer fruto de su matrimonio, si en la hora de mi nacimiento hubieran podido ver cómo el hado de la desdicha, superando al hado de la felicidad, trenzaba ya los hilos del dolor y el infortunio que habrían de aprisionar mi vida. Un piadoso velo impenetrable impedía que los ojos de mis padres vislumbraran el futuro».

El infortunio comenzó muy pronto en la vida de Eichmann. Comenzó cuando iba a la escuela. El padre de Eichmann, que en sus principios desempeñaba el cargo de contable en la Compañía de Tranvías y Electricidad de Solingen, y, después, en 1913, el de alto empleado de la misma empresa, en Linz (Austria), tuvo cinco hijos, cuatro varones y una hembra, de los cuales, tan solo el mayor, Adolf, no pudo terminar el bachillerato superior, ni tampoco obtener el título de mecánico, en la escuela a la que fue después de su primer fracaso. A lo largo de su vida, Eichmann mintió acerca de sus «desdichas» estudiantiles, alegando la más honorable razón de las «desdichas» económicas de su padre. Sin embargo, en Israel, durante los primeros interrogatorios con el capitán Avner Less, el funcionario policial que dedicó a Eichmann treinta y cinco días, cuyos resultados fueron 3.564 páginas mecanografiadas, cuyo texto procedía de 76 cintas magnetofónicas, el detenido se mostró exuberante, pletórico de entusiasmo ante aquella oportunidad de «decir todo lo que sé...», y con ello mereció la calificación de detenido dispuesto a dar cuantas facilidades se le pidieran. (Su entusiasmo comenzó a enfriarse un tanto, aunque jamás llegó a desaparecer, cuando se le formularon preguntas concretas, basadas en documentos irrefutables.) La más clara demostración de la ilimitada confianza de Eichmann, que de nada iba a servirle ante el capitán Less (quien dijo a Harry Mulisch: «Yo fui el confesor de Eichmann»), consiste en que por primera vez en su vida reconoció sus primerizos fracasos, pese a que sin duda debió de darse cuenta de que, con ello, contradecía diversas manifestaciones suyas que constaban por escrito en su historial oficial nazi.

Estos fracasos no tenían nada de extraordinario. Debido a que «jamás fui lo que se llama un estudiante aplicado» ―y hubiera podido añadir que tampoco fue un estudiante bien dotado―, su padre le sacó del instituto en que estudiaba el bachillerato, y, luego, de la escuela de peritaje. Por esto, la profesión que constaba en todos sus documentos oficiales, ingeniero de construcción, era tan poco acorde con la realidad como aquella otra manifestación según la cual había nacido en Palestina, y la de que hablaba fluidamente el hebreo y el yiddish; esto último era un puro embuste que Eichmann gustaba de propalar tanto entre sus compañeros de las SS como entre sus víctimas judías. Del mismo modo, siempre había dicho, mendazmente, que había sido despedido de su empleo de vendedor de la Vacuum Oil Company, en Austria, por ser miembro del Partido Nacionalsocialista. La versión que de tal despido contó al capitán Less no fue tan heroica: le despidieron porque corrían tiempos de crisis y desempleo, y los empleados solteros fueron los primeros en quedar sin trabajo. (Esta explicación, que al principio parecía satisfactoria, no lo era tanto, debido a que Eichmann fue despedido en la primavera de 1933, época en que ya llevaba dos años de noviazgo con Veronika, o Vera, Liebl, con quien después contraería matrimonio. ¿Por qué no se casó con ella mientras tenía un buen empleo? Se casó en marzo de 1935, debido, probablemente, a que en las SS, lo mismo que en la Vacuum Oil Company, los solteros no tenían sus empleos demasiado seguros, y no podían ascender.) Evidentemente, mentir siempre fue uno de los principales vicios de Eichmann.

Mientras el joven Eichmann seguía estudios con tan malos resultados, su padre dejó la Compañía de Tranvías y Electricidad, y se dedicó a los negocios por su cuenta. Compró una minúscula empresa minera, y luego empleó en ella a su poco prometedor hijo, en calidad de peón, hasta que pudo encontrarle empleo en la sección de ventas de Oberösterreichischen Elektrobau Company, donde Eichmann trabajó durante dos años. A la sazón contaba veintidós años, y carecía de la preparación precisa para iniciar una carrera por sí mismo, ya que tan solo había logrado aprender a vender. Entonces se produjo lo que el propio Eichmann denominó su primera oportunidad, de cuyo acontecimiento disponemos de dos versiones diferentes. En el historial manuscrito que presentó, en 1939, a fin de ser ascendido en las SS, lo explica del siguiente modo: «Entre 1925 y 1927, trabajé como vendedor en la Elektrobau Company de Austria. Dejé este empleo por propia voluntad ya que la Vacuum Oil Company de Viena me ofreció su representación en la zona norte de Austria». La palabra clave es «ofreció», ya que según la historia que el propio Eichmann contó al capitán Less en Jerusalén, nadie le ofreció nada. La madre de Eichmann había muerto cuando este contaba diez años, y su padre había contraído nuevo matrimonio. Un primo de la madrastra de Eichmann, al que llamaba «tío», presidente del Automóvil Club de Austria, casado con la hija de un comerciante judío de Checoslovaquia, se valió de su amistad con el director general de la Vacuum Oil Company de Austria, un judío llamado Weiss, para proporcionar a su desdichado pariente un empleo de viajante de comercio. Eichmann se mostró agradecido a su manera; los judíos de su familia constituían las «razones privadas» en cuya virtud él no odiaba a los judíos en general. Incluso en los años 1943 y 1944, cuando la ejecución de la Solución Final estaba en su apogeo, Eichmann no olvidó el favor recibido: «Una hija de aquel matrimonio, medio judía, según las leyes de Nuremberg... vino a verme para que le concediera permiso de emigrar a Suiza. Como es natural, se lo concedí, y el propio tío vino también a verme para pedirme que intercediera en favor de un matrimonio judío vienés. Refiero esto tan solo para poner de manifiesto que no odiaba a los judíos, ya que mi educación, recibida de mis padres, fue estrictamente cristiana; y también es cierto que mí madre, debido a estar emparentada con judíos, tenía unas opiniones muy distintas a las normalmente imperantes en los círculos de las SS».

Eichmann dio largas explicaciones encaminadas a demostrar la verdad de lo anterior. Dijo que jamás sintió animadversión hacia sus víctimas, y que, lo cual es todavía más importante, nunca lo ocultó. «Así lo dije al doctor Löwenherz [jefe de la comunidad judía de Viena] y también al doctor Kastner [vicepresidente de la organización sionista de Budapest]; creo que lo dije a cuantas personas trataba, y los hombres a mis órdenes también lo sabían, porque me lo oyeron decir en más de una ocasión. Incluso, cuando iba a la escuela elemental, solía pasear, al terminar las clases, con un compañero judío, a quien llevaba a mi casa, este muchacho pertenecía a una familia de Linz, con el apellido Sebba. La última vez que paseamos por las calles de Linz yo ya llevaba en el ojal el emblema del NSDAP [el Partido Nazi], y él no me lo reprochó ni hizo comentario alguno.» Si Eichmann no hubiera tenido tanta seguridad en sí mismo, o si el interrogatorio policial no hubiera sido tan discreto (tan solo se le formularon preguntas directas, sin utilizar el recurso de las llamadas «repreguntas», a fin, sin duda, de mantener al detenido en sus deseos de cooperar con quienes le interrogaban), tal ausencia de «prejuicios» habría tenido otro cariz. Al parecer, en Viena, donde tanto éxito alcanzó Eichmann en organizar la «emigración forzosa» de los judíos, tenía una amante judía, que era un «antiguo amor» de Linz. El
Rassenschande
, es decir, cohabitar con judíos, era el más nefando crimen que un miembro de las SS podía cometer, y aun cuando en el curso de la guerra la violación de muchachas judías fue el pasatiempo favorito de la soldadesca, también era cierto que los oficiales de las SS rara vez tuvieron aventuras con mujeres judías. En consecuencia, es muy posible que las repetidas y violentas acusaciones de Eichmann contra Julius Streicher, el desequilibrado y obsceno director de Der Stürmer, y contra su pornográfico antisemitismo, estuvieran motivadas por razones puramente personales, y expresaran algo más que el rutinario desprecio que un «culto» miembro de las SS está obligado a sentir hacia las vulgares pasiones manifestadas por algunas estrellas de segunda magnitud del partido.

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