Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (5 page)

BOOK: Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal
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Desde el punto de vista de la acusación, la historia era el objeto alrededor del que giraba el juicio. «En este histórico juicio, no es un individuo quien se sienta en el banquillo, no es tampoco el régimen nazi, sino el antisemitismo secular.» Esta fue la directriz fijada por Ben Gurión, y fielmente seguida por el fiscal Hausner, quien comenzó su discurso inicial (que duró tres sesiones) remontándose al Egipto de los faraones y al mandato de Haman, que ordenaba: «Destruidlos, acuchilladlos, causadles la muerte». Luego citó a Ezequiel: «Y cuando pasé junto a ti, vi que estabas manchado de tu propia sangre, y te dije: Vive en tu propia sangre». Después el fiscal explicó que estas palabras deben interpretarse como «el imperativo con que se ha enfrentado nuestra nación desde que apareció en el escenario de la historia». Mala interpretación histórica y barata elocuencia la del fiscal; peor todavía, estas palabras mal se compadecían con el hecho de someter a Eichmann a juicio, por cuanto sugerían que quizá este fuera el inocente ejecutor de algún misterioso designio formulado desde el principio de los siglos, o incluso que el antisemitismo fuera una fuerza necesaria para borrar el rastro del «sangriento itinerario de este pueblo», a fin de que, de tal modo, pudiera realizar su destino. Pocas sesiones después de la declaración del testigo profesor Salo W. Baron, de la Universidad de Columbia, en la que se refirió a la historia de los judíos de la Europa oriental, en los últimos tiempos, el doctor Servatius no pudo resistir la tentación de formular unas preguntas presentes en la mente de todos: «¿Por qué razón han sufrido los judíos tan triste destino?» y «¿No cree el testigo que la última base del destino de este pueblo está formada por un conjunto de motivaciones irracionales que los seres humanos no podemos alcanzar a comprender?». ¿No se trata, quizá, de algo que bien pudiéramos llamar «espíritu de la historia, que precisamente surte el efecto de impulsar los acontecimientos históricos, de un modo independiente a la voluntad de los hombres»? ¿Acaso el señor Hausner no sigue básicamente las enseñanzas de la «escuela de la ley histórica» ―alusión a la doctrina de Hegel― y acaso no nos ha dicho que «los dirigentes no siempre nos conducen al destino y a la realización de los propósitos que pretenden?... En este caso, el propósito era destruir al pueblo judío, pero en vez de convertirse en realidad, condujo al nacimiento de un nuevo y floreciente Estado». Este argumento de la defensa estaba peligrosamente emparentado con la más reciente teoría antisemítica referente a los Padres de Sión, expuesta pocas semanas antes, con toda seriedad, en la Asamblea Nacional Egipcia, por el ministro adjunto de Asuntos Exteriores Hussain Zulficar Sabri, según la cual, Hitler no tuvo responsabilidad alguna en la matanza de los judíos, sino que fue una víctima de los sionistas que «le obligaron a perpetrar crímenes que, más tarde, les permitirían alcanzar sus ambiciones, es decir, crear el Estado de Israel». La sola diferencia entre la teoría del político egipcio y la del doctor Servatius estribaba en que este dio a la historia el papel que aquel daba a los Padres de Sión.

Pese a los esfuerzos de Ben Guríón y de su portavoz el fiscal, allí, en el banquillo de los acusados, había un hombre de carne y hueso. Y si a Ben Gurión no le importaba «la sentencia que se dictara contra Eichmann», también es cierto que la única tarea del tribunal de Jerusalén era la de dictar sentencia.

2
EL ACUSADO

Otto Adolf Eichmann, hijo de Karl Adolf y Maria Schefferling, detenido en un suburbio de Buenos Aires, la noche del 11 de mayo de 1960, y trasladado en avión, nueve días después, a Jerusalén, compareció ante el tribunal del distrito de Jerusalén el día 11 de abril de 1961, acusado de quince delitos, habiendo cometido, «junto con otras personas», crímenes contra el pueblo judío, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra, durante el período del régimen nazi, y, en especial, durante la Segunda Guerra Mundial. La Ley (de Castigo) de Nazis y Colaboradores Nazis de 1950, de aplicación al caso de Eichmann, establecía que «cualquier persona que haya cometido uno de estos... delitos... puede ser condenada a pena de muerte». Con respecto a todos y cada uno de los delitos imputados, Eichmann se declaró «inocente, en el sentido en que se formula la acusación».

¿En qué sentido se creía culpable, pues? Durante el largo interrogatorio del acusado, según sus propias palabras «el más largo de que se tiene noticia», ni la defensa, ni la acusación, ni ninguno de los tres jueces se preocupó de hacerle tan elemental pregunta. El abogado defensor de Eichmann, el doctor Robert Servatius, de Colonia, cuyos honorarios satisfacía el Estado de Israel (siguiendo el precedente sentado en el juicio de Nuremberg, en el que todos los defensores fueron pagados por el tribunal formado por los estados victoriosos), dio contestación a esta pregunta en el curso de una entrevista periodística: «Eichmann se cree culpable ante Dios, no ante la Ley». Pero el acusado no ratificó esta contestación. Al parecer, el defensor hubiera preferido que su cliente se hubiera declarado inocente, basándose en que según el ordenamiento jurídico nazi ningún delito había cometido, y en que, en realidad, no le acusaban de haber cometido delitos, sino de haber ejecutado «actos de Estado», con referencia a los cuales ningún otro Estado que no fuera el de su nacionalidad tenía jurisdicción (
par in paren imperium non habet
), y también en que estaba obligado a obedecer las órdenes que se le daban, y que, dicho sea en las palabras empleadas por Servatius, había realizado hechos «que son recompensados con condecoraciones, cuando se consigue la victoria, y conducen a la horca, en el momento de la derrota». (En 1943, Goebbels había dicho: «Pasaremos a la historia como los más grandes estadistas de todos los tiempos, o como los mayores criminales».) Hallándose fuera de Israel, en una sesión de la Academia Católica de Baviera, dedicada a lo que el
Rheinischer Merkur
denominó el «delicado problema» de las «posibilidades y los límites de determinar las responsabilidades históricas y políticas, mediante procedimientos jurídicos penales», el abogado Servatius fue todavía más lejos, y declaró que «el único problema jurídico penal que en puridad se daba en el juicio de Eichmann era el de dictar sentencia contra los ciudadanos israelitas que le capturaron, lo cual todavía no se ha hecho». Incidentalmente, debemos advertir que esta manifestación mal puede armonizarse con las repetidas y harto difundidas declaraciones de Servatius hechas en Israel, en las que decía que la celebración del juicio debía considerarse como «un triunfo del espíritu», y lo comparaba favorablemente con el juicio de Nuremberg.

Muy distinta fue la actitud de Eichmann. En primer lugar, según él, la acusación de asesinato era injusta: «Ninguna relación tuve con la matanza de judíos. Jamás di muerte a un judío, ni a persona alguna, judía o no. Jamás he matado a un ser humano. Jamás di órdenes de matar a un judío o a una persona no judía. Lo niego rotundamente». Más tarde matizaría esta declaración diciendo: «Sencillamente, no tuve que hacerlo». Pero dejó bien sentado que hubiera matado a su propio padre, si se lo hubieran ordenado. Una y otra vez repitió (ya había dejado constancia de ello en los llamados «documentos Sassen», es decir, en la entrevista celebrada el año 1955, en Argentina, con el periodista holandés Sassen, antiguo miembro de las SS, fugitivo también de la justicia, que, tras la captura de Eichmann, fue publicada por
Life
, parcialmente, en Estados Unidos y por Stern en Alemania) que tan solo se le podía acusar de «ayudar» a la aniquilación de los judíos, y de «tolerarla», aniquilación que, según declaró en Jerusalén, fue «uno de los mayores crímenes cometidos en la historia de la humanidad». La defensa hizo caso omiso de la teoría de Eichmann, pero la acusación perdió mucho tiempo en intentar, inútilmente, demostrar que Eichmann había matado, con sus propias manos, por lo menos a una persona (un adolescente judío, en Hungría), y todavía dedicó más tiempo, con mejores resultados, a cierta nota que Franz Rademacher, el perito en asuntos judíos del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, había escrito en un documento referente a Yugoslavia, durante una conversación telefónica, cuya nota decía: «Eichmann propone el fusilamiento». Estas palabras eran la única prueba existente de «orden de matar», si es que podía considerarse como tal.

Durante el juicio, este elemento de prueba resultó de valor mucho más discutible de lo que a primera vista parecía. Los jueces dieron a la valoración del fiscal preferencia sobre las categóricas negativas de Eichmann, negativas carentes de eficacia, ya que el acusado había olvidado aquel «nimio incidente» (se trataba meramente de ocho mil personas), dicho sea en las palabras empleadas por Servatius. Este hecho ocurrió durante el otoño de 1941, seis meses después de haber ocupado Alemania la zona serbia de Yugoslavia. Allí, los guerrilleros habían atacado constantemente a las tropas alemanas, por lo que los jefes de estas decidieron matar dos pájaros de un tiro, mediante el fusilamiento de cien judíos y gitanos por cada soldado muerto por los partisanos. Sin lugar a dudas, los judíos y los gitanos no formaban parte de las fuerzas partisanas, pero, según un funcionario civil agregado al gobierno militar encargado de cumplir la orden, que era un individuo con el cargo de
Staatsrat
, llamado Harald Turner, «de todos modos, a los judíos ya los teníamos en campos de concentración, eran de nacionalidad serbia, y, además, también tenían que ser aniquilados» (palabras citadas por Raul Hilberg en
The Destruction of the European Jews
, 1961). Los campos de concentración habían sido organizados por el general Franz Böhme, gobernador militar de la región, y en ellos tan solo había judíos varones. El general Böhme y el
Staatsrat
Turner comenzaron a fusilar judíos y gitanos a millares, sin esperar la aprobación de Eichmann. Los problemas comenzaron cuando Böhme, sin consultar con las correspondientes autoridades policiales y de las SS, comenzó a deportar a todos sus judíos, con el fin, probablemente, de demostrar que no necesitaba tropas especiales, bajo un mando que no fuera el suyo, para dejar a Serbia
judenrein
. Eichmann fue informado de los acontecimientos, ya que se trataba de un problema de deportación que caía bajo su competencia, y se negó a aprobar los actos de Böhme, por cuanto obstaculizaban la ejecución de otros planes. Pero no fue Eichmann, sino Martin Luther, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, quien recordó al general Böhme que «en otros territorios [se refería a Rusia] los comandantes militares se han ocupado de resolver asuntos de esta naturaleza, afectando a un número de judíos muy superior, sin siquiera mencionarlo». De todos modos, si Eichmann realmente propuso «el fusilamiento», no hizo más que decir a los militares que siguieran haciendo lo que ya hacían, y que la cuestión de los rehenes era de exclusiva competencia militar. Evidentemente, se trataba de un asunto castrense, por afectar únicamente a varones. La puesta en marcha de la Solución Final, en Serbia, comenzó seis meses más tarde, cuando detuvieron a las mujeres y los niños judíos, y se desembarazaron de ellos mediante el uso de camiones dotados de gas letal. En el curso del interrogatorio, Eichmann dio, como de costumbre, la explicación más complicada y menos probable: Rademacher necesitaba, para fundamentar su decisión ante el Ministerio de Asuntos Exteriores, la aprobación de la Oficina Central de Seguridad del Reich, es decir, aquella a la que Eichmann pertenecía, y no se le ocurrió otra cosa que falsificar el correspondiente documento. (El propio Rademacher explicó este incidente de un modo mucho más lógico, cuando fue juzgado, en 1952, por un tribunal de Alemania Occidental: «El mantenimiento del orden en Serbia competía al ejército, y por esto el ejército se vio obligado a fusilar a los judíos rebeldes». Esta explicación, aunque más plausible, era una mentira, ya que sabemos ―de fuentes nazis― que los judíos jamás fueron «rebeldes».) Sí difícil resultaba interpretar una breve frase comunicada a través del teléfono, más difícil aún resultaba creer que Eichmann se hallara en situación de poder dar órdenes a los generales.

¿Se hubiera declarado Eichmann culpable, en el caso de haber sido acusado de complicidad en los asesinatos? Quizá, pero seguramente hubiera alegado muy cualificadas circunstancias modificativas. Sus actos únicamente podían considerarse delictuosos retroactivamente. Eichmann siempre había sido un ciudadano fiel cumplidor de las leyes, y las órdenes de Hitler, que él cumplió con todo celo, tenían fuerza de ley en el
Tercer Reich
. (En apoyo de la tesis de Eichmann, la defensa hubiera podido aportar el testimonio de uno de los más destacados especialistas en el derecho constitucional del
Tercer Reich
, Theodor Maunz, ministro de Educación y Cultura de Baviera, quien en 1943, en su obra
Gestalt und Recht der Polizei
, afirmó: «Las órdenes del
Führer
... son el centro indiscutible del presente sistema jurídico».) Quienes durante el juicio dijeron a Eichmann que podía haber actuado de un modo distinto a como lo hizo, ignoraban, o habían olvidado, cuál era la situación en Alemania. Eichmann no quiso ser uno de aquellos que, luego, pretendieron que «siempre habían sido contrarios a aquel estado de cosas», pero que, en realidad, cumplieron con toda diligencia las órdenes recibidas. Sin embargo, los tiempos cambian, y Eichmann, al igual que el profesor Maunz, tenía ahora «puntos de vista distintos». Lo hecho, hecho estaba. Eso ni siquiera intentó negarlo. Y llegó a decir que de buena gana «me ahorcaría con mis propias manos, en público, para dar un ejemplo a todos los antisemitas del mundo». Pero al pronunciar esta frase, Eichmann no quiso expresar arrepentimiento, porque «el arrepentimiento es cosa de niños» (¡sic!).

Pese a los insistentes consejos de su abogado, Eichmann no alteró su tesitura. Durante el debate sobre la oferta, formulada por Himmler en 1944, de trocar un millón de judíos por diez mil camiones, y sobre la intervención que en ello tuvo el acusado, se formuló a este la siguiente pregunta: «¿En las negociaciones que el acusado sostuvo con sus superiores, expresó sentimientos de piedad hacia los judíos, y señaló la posibilidad de prestarles cierta ayuda?». Eichmann contestó: «He jurado decir la verdad, y la diré. No fue la piedad lo que me indujo a iniciar estas negociaciones». No, no dijo Eichmann la verdad en esta contestación, por cuanto no fue él quien «inició» las negociaciones. Pero continuó, y, en esta ocasión, con total veracidad: «Esta mañana he declarado ya las razones que me movieron». Y estas razones eran: Himmler había enviado un representante suyo a Budapest para resolver los problemas de la emigración judía (que, incidentalmente, se había convertido en un floreciente negocio, por cuanto, pagando formidables sumas, los judíos podían escapar; pero Eichmann no mencionó este extremo); a consecuencia de esta medida, «allí la emigración estaba dirigida por un hombre que no pertenecía a las fuerzas policíacas», lo cual indignó a Eichmann, «porque yo me veía obligado a colaborar en las deportaciones, y a llevarlas a cabo, cuando los asuntos de emigración, en los que estaba especializado, los dirigía un hombre recién ingresado en mi organización... Esto colmó mi paciencia, estaba verdaderamente harto... Y decidí hacer algo para que los asuntos de emigración fueran declarados de mí competencia».

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