Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (31 page)

BOOK: Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal
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Incluso cuando Italia llevó a cabo los más serios esfuerzos para actuar en consonancia con su poderosa amiga y aliada, no faltó un elemento cómico. Cuando Mussolini, obligado por las presiones alemanas, promulgó, a finales de los años treinta, medidas legislativas antisemitas, consignó en ellas las usuales exenciones ―ex combatientes, judíos condecorados, etcétera―, pero añadió una categoría más, a saber, la de judíos que hubieran sido miembros del partido fascista, así como a sus padres y abuelos, sus esposas, sus hijos y sus nietos. No conozco las estadísticas referentes al asunto, pero el resultado seguramente fue que la gran mayoría de los judíos italianos quedó exenta. Difícilmente podía haber una familia judía italiana que no tuviera por lo menos un miembro de ella en el partido fascista, ya que las medidas legislativas fueron promulgadas en un tiempo en que los judíos, al igual que los demás italianos, habían estado ingresando masivamente en el partido, debido a que los cargos públicos únicamente podían ser ocupados por quienes pertenecieran a él. Por otra parte, los pocos judíos que se habían opuesto al fascismo por principios, es decir, los socialistas y los comunistas, principalmente, habían abandonado el país hacía ya tiempo. Incluso los antisemitas italianos más convencidos parecían incapaces de tomarse en serio la persecución de los judíos, y Roberto Farinacci, jefe del movimiento italiano antisemita, tenía un secretario judío. Cierto es que lo relatado también ocurría, en cierta medida, en la propia Alemania. Eichmann afirmó, y no hay razón para no creerle, que incluso en las filas de las SS había judíos, pero el origen semita de personas como Heydrich y Milch era mantenido en gran secreto, que solo conocían contados individuos, en tanto que en Italia ello ocurrió abiertamente, sin secreto alguno, con todo candor. La explicación de lo anterior se encuentra, como es natural, en que Italia era uno de los pocos países europeos en que todas las medidas legislativas antisemitas fueron altamente impopulares, ya que, en palabras de Ciano, «provocaban un problema que hasta el momento no había existido».

La asimilación, esta palabra de la que tanto se ha abusado, era un hecho pura y simplemente, en Italia, por cuanto allí había una comunidad de judíos, que no superaba el número de cincuenta mil, cuyo origen se encuentra en los remotos siglos del Imperio romano. No era una doctrina, algo en lo que uno ha de creer, como ocurre en todos los países de habla alemana, o un mito, un evidente engaño a la propia conciencia, como ocurría notablemente en Francia. El fascismo italiano, dispuesto a no dejarse ganar en cuanto a «dureza» hacía referencia, intentó, antes del inicio de la guerra, echar del país a los judíos extranjeros y apátridas. Sin embargo, no tuvo gran éxito en el empeño, debido a la general renuncia, entre los funcionarios italianos de secundaria importancia, a adoptar una actitud «dura», y cuando el problema llegó a ser cuestión de vida o muerte, los italianos se negaron lisa y llanamente a comportarse como se les pedía, alegando que se trataba de una cuestión que afectaba a su soberanía, y, en consecuencia, no abandonaron a esta porción de su población judía. En vez de hacer esto, internaron a dichos judíos en campos de concentración, donde vivieron sin correr peligro, hasta el momento en que los alemanes invadieron Italia. Este comportamiento de los italianos difícilmente podrá explicarse tan solo alegando las circunstancias objetivas ―es decir, la inexistencia del «problema judío»--, ya que dichos extranjeros creaban, como es natural, un problema en Italia, como lo hacían en cualquier otro Estado nacional europeo basado en la homogeneidad étnica y cultural de su población. Lo que en Dinamarca fue el resultado de un auténtico sentido político, de una casi innata comprensión de las exigencias y responsabilidades de la ciudadanía y de la independencia ―«para los daneses... la cuestión judía era una cuestión política, no de humanidad» (Leni Yahil)―, para los italianos era el resultado del general y casi automático sentido humanitario de un pueblo antiguo y civilizado.

Además, el sentido humanitario italiano fue sometido a la prueba del terror que se cernió sobre el pueblo de Italia, en el curso del último año y medio de guerra. En diciembre de 1943, el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán dirigió una formal petición de ayuda al jefe de Eichmann, es decir, a Müller: «En vista del escaso celo mostrado por los funcionarios italianos en la ejecución de las medidas antisemitas recomendadas por el Duce, el Ministerio de Asuntos Exteriores considera urgente y necesario que dicha ejecución... sea supervisada por funcionarios alemanes». Entonces, los más famosos asesinos destinados en Polonia, como Odilo Globocnik, de los campos de exterminio de la zona de Lublin, fueron enviados a Italia. Incluso el jefe de la administración militar no era un oficial del ejército, sino el ex gobernador de Galitzia, el
Gruppenführer
Otto Wächter. Esto terminó con los chistes italianos. La oficina de Eichmann emitió una circular ordenando a sus sucursales que «los judíos de nacionalidad italiana» fueran inmediatamente objeto de las «medidas necesarias», y el primer golpe lo dirigieron contra ocho mil judíos de Roma, que fueron detenidos por unidades de la policía alemana, debido a que la policía italiana no era digna de confianza. Se les avisó con tiempo, y quienes les avisaron fueron, en muchos casos, antiguos miembros del partido fascista. Escaparon unos siete mil judíos. Los alemanes, siguiendo el comportamiento que, como hemos visto, era habitual en ellos en todos los casos en que tropezaban con resistencia a sus intentos, cedieron ante los italianos, y se mostraron de acuerdo en que todos los judíos italianos, incluso aquellos que no pertenecieran a las categorías exentas de las medidas antisemitas, no fueran objeto de deportación, sino que simplemente quedaran confinados en campos de concentración italianos. Esta «solución» fue considerada suficientemente «final», en cuanto a Italia hacía referencia. En el norte de Italia fueron detenidos, aproximadamente, treinta y cinco mil judíos, que fueron confinados en campos de concentración situados en las cercanías de la frontera austríaca. En la primavera de 1944, cuando el Ejército Rojo había ocupado ya Rumania, y cuando los aliados se disponían a entrar en Roma, los alemanes quebrantaron sus promesas, y comenzaron a expedir judíos de Italia a Auschwitz, adonde mandaron unos siete mil quinientos, de los que tan solo sobrevivieron unos seiscientos. Sin embargo, esta suma representa mucho menos del diez por ciento de los judíos que vivían en Italia.

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LAS DEPORTACIONES EN LOS BALCANES: YUGOSLAVIA, BULGARIA, GRECIA Y RUMANIA

Quienes siguieron atentamente la acusación del fiscal y leyeron la sentencia que reorganizaba el confuso y equívoco «cuadro general» de aquella, quedaron grandemente sorprendidos de que no se mencionara en ningún caso la clara línea divisoria que separaba los territorios dominados por los nazis en el este y sudeste europeo del sistema de estados nacionales situado en la Europa central y occidental. La franja de heterogénea población que se extiende desde el mar Báltico, al norte, hasta el Adriático al sur, esta área que actualmente se encuentra casi en su totalidad tras el telón de acero, estaba entonces formada por los llamados estados sucesores establecidos por las potencias victoriosas, tras la Primera Guerra Mundial. Se concedió un nuevo orden político a los numerosos grupos étnicos que durante siglos vivieron bajo el dominio de los imperios, del imperio ruso al norte, el austrohúngaro al sur, y el otomano al sudeste. Entre los estados nacionales resultantes no había siquiera uno que poseyera la homogeneidad étnica de las viejas naciones europeas que les sirvieron de modelo, en la hora de redactar sus constituciones. El resultado fue que cada uno de estos países contenía amplios grupos étnicos violentamente hostiles al gobierno que les administraba, debido a que sus aspiraciones nacionalistas fueron olvidadas en beneficio de otro grupo étnico ligeramente superior en número. Si se necesitara demostrar la inestabilidad política de estos estados de reciente fundación, bastaría con contemplar el caso de Checoslovaquia. Cuando, en marzo de 1939, Hitler entró en Praga, fue entusiásticamente bienvenido no solo por los
Sudetendeutschen
, la minoría alemana, sino también por los eslovacos a quienes había «liberado» al ofrecerles un Estado «independiente». Exactamente lo mismo ocurriría más tarde en Yugoslavia, donde la mayoría serbia, anterior dominadora del país, fue tratada como enemiga, mientras la minoría croata recibía su propio gobierno nacional. Además, debido a que las poblaciones de estos territorios no siempre estaban concentradas en determinadas regiones, no había fronteras naturales ni históricas, y aquellas que se establecieron en los tratados de Trianón y Saint Germain eran totalmente arbitrarias. En consecuencia no hubo dificultad en lograr que Hungría, Rumania y Bulgaria se adhirieran al Eje, gracias a la oferta de generosas ampliaciones de sus territorios. Los judíos de estas zonas anexionadas en momento alguno recibieron la consideración de nacionales del país de que se tratara, sino que automáticamente se convirtieron en apátridas y, en consecuencia, sufrieron el mismo destino que los judíos refugiados en los países de la Europa occidental. Invariablemente, fueron los primeros en ser deportados y liquidados.

En el curso de los años a que nos referimos, también quedó destrozado el sistema de estatutos de las minorías, mediante el que los aliados habían intentado resolver un problema que, en el marco de un Estado nacional, es siempre irresoluble. En todos los estados sucesores, los judíos eran una minoría oficialmente reconocida, y el estatuto de que gozaban no les había sido impuesto a la fuerza, sino que era el resultado de reivindicaciones y negociaciones realizadas por sus propios delegados en la Conferencia de Paz de Versalles. Esto último significó una importante encrucijada en la historia de los judíos, ya que fue la primera ocasión en que los judíos occidentales, o sea, los judíos asimilados, no fueron considerados como portavoces de todo el pueblo judío. Ante la sorpresa y, en algunos casos, el desaliento de los «notables» judíos educados en Occidente, resultó que la gran mayoría de los judíos no deseaba la autonomía política, sino tan solo una especie de autonomía social y cultural. Desde un punto de vista jurídico, el estatuto de los judíos de la Europa oriental era exactamente igual al de cualquier otra minoría, pero desde un punto de vista político ―y ello tuvo decisiva importancia― los judíos eran el único grupo de aquella región que carecía de una «patria», es decir, el único grupo carente de un territorio en el que ellos constituyeran la población mayoritaria. Sin embargo, tampoco vivían en aquella dispersión propia de sus hermanos de la Europa central y occidental. En estas últimas zonas, antes del advenimiento de Hitler, llamar judío a un judío había sido un indicio de antisemitismo, pero en el Este tanto los amigos como los enemigos consideraban que los judíos constituían un pueblo distinto. Esto tuvo gran repercusión en el estatus de aquellos judíos del Este que verdaderamente estaban asimilados, por lo que se hallaban en situación muy distinta de la de los judíos de Occidente, donde la asimilación, bajo una forma u otra, era norma. La gran masa de judíos de la clase media, característica en los países de la Europa central y occidental, no existía en el Este; en su lugar había un escaso número de familias judías de la clase media alta que, en realidad, pertenecía a la clase dirigente, y cuyo grado de asimilación, mediante el dinero, el bautismo y los matrimonios mixtos, a la sociedad gentil era infinitamente superior que el de la mayoría de los judíos occidentales.

Entre los primeros países en que los ejecutores de la Solución Final se encontraron con estas circunstancias estaba el Estado satélite de Croacia, en Yugoslavia, cuya capital era Zagreb. El gobierno croata, presidido por el doctor Ante Pavelié, tuvo la amabilidad de decretar medidas antisemitas tres meses después de haber accedido al poder, y cuando se le preguntó qué destino debía darse a las escasas docenas de judíos croatas residentes en Alemania, repuso que «agradecería que fuesen deportados al Este». El ministro del Interior del Reich pidió que el país quedase
judenrein
en febrero de 1942, y Eichmann mandó al
Hauptsturmführer
Franz Abromeit para que colaborase con el agregado policial en Zagreb. Las deportaciones fueron llevadas a cabo por los propios croatas, especialmente por los miembros del fuerte movimiento fascista, el Ustashe, y pagaron a los nazis treinta marcos por judío deportado. A cambio, recibieron todos los bienes de los deportados. Esto último era consecuencia del «principio territorial» oficialmente adoptado por los alemanes, aplicable a todos los países europeos, en virtud del cual el Estado heredaba todas las propiedades de los judíos asesinados que habían residido en su territorio, fuese cual fuere su nacionalidad. (Los nazis no siempre respetaban su «principio territorial», y disponían de muchos medios para soslayarlo, cuando les parecía que merecía la pena. Los hombres de negocios alemanes compraban todos sus bienes a los judíos, antes de ser deportados, y el Einsatzstab Rosenberg, al principio, autorizó la confiscación de todos los capitales hebraicos y judaicos para que fuesen entregados a los centros de investigación antisemitas. Posteriormente amplió su campo de acción, y entre los bienes confiscables incluyó obras de arte, así como valiosas piezas de mobiliario.) El plazo que terminaba en febrero de 1942 no pudo ser cumplido, debido a que los judíos pudieron escapar desde Croacia al territorio ocupado por los italianos. Pero después del coup d'État de Badoglio, otro hombre del grupo de Eichmann, llamado Hermann Krumey, llegó a Zagreb, y en el otoño de 1943 treinta mil judíos habían sido ya deportados a los centros de exterminio.

Pero, entonces, los alemanes se dieron cuenta de que el país todavía no estaba
judenrein
. En las iniciales medidas legislativas antijudías habían advertido la presencia de un curioso párrafo que transformaba en «arios honorarios» a todos los judíos que hubieran contribuido a la «causa croata». Como es natural, en el curso de los años que mediaron, el número de estos judíos aumentó grandemente. Los judíos muy ricos, es decir, aquellos que se desprendían voluntariamente de sus riquezas, quedaron exentos. Y más interesante todavía fue el hecho de que los servicios de contraespionaje de las SS (dirigidos por el
Sturmbannführer
Wilhelm Höttl, que fue citado como testigo de la defensa en Jerusalén, pero cuya declaración utilizó el fiscal para fundamentar sus alegaciones) descubrieron que casi todos los miembros de la minoría directiva de Croacia, desde el primer ministro hasta el jefe del Ustashe, estaban casados con mujeres judías. Los mil quinientos judíos que en esta zona lograron sobrevivir ―el cinco por ciento, según un informe del gobierno yugoslavo― eran todos ellos, sin duda alguna, miembros de aquel grupo judío altamente asimilado y extraordinariamente rico. Como sea que el porcentaje de judíos asimilados en las masas del Este ha sido muy a menudo estimado en un cinco por ciento, cabe deducir que en el Este la asimilación, siempre que era posible, ofrecía mayores probabilidades de supervivencia que en el resto de Europa.

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