Recuerda que anoche Celia, con marcado acento budista en sus palabras, le decía que siempre estamos tejiendo y entretejiendo en cada momento de nuestras vidas. Tejemos, le decía Celia, no sólo nuestras decisiones, sino también nuestros actos, nuestros sueños, nuestros estados de vigilia: de una forma perpetua tejemos un tapiz. Y en el centro del mismo, concluyó Celia, a veces llueve.
Se ha quedado recordando estas frases tan tópicas de ayer, lo que no le impide imaginar ahora un tapiz en el que se vería con toda claridad que diluvia en Barcelona desde hace meses, sin interrupciones, y ya no dejará de diluviar nunca más. Llueve siempre en la alta fantasía, decía Dante. Y llueve, sobre todo ahora, en su imaginación, y también en Barcelona. En esa ciudad diluvia, sí. Y aproximadamente, aunque con las intermitencias de rigor, lo hace desde que él decidió ir a Dublín. La lluvia siempre nos hace recordar, nos trae la memoria de otros tiempos, y tal vez por eso ahora recuerda que, hace cinco años en Bloomsbury, después de ver a James Mason en
Julio César
, volvió a encontrarse con este actor cuando regresó a su cuarto de hotel por la noche y le encontró allí quieto en la pantalla del televisor, en aquella escena de
Lolita
de Kubrick, en la que en su papel de Humbert Humbert, antes de subir al cuarto para acostarse con su ninfa, habla con un inquietante desconocido, otro cliente del hotel, un tal Quilty, que parece saberlo todo sobre su vida.
¿Quién es el tal Quilty? ¿Llevaba una chaqueta estilo Nehru en la película? Ignora si es porque el insomnio es duro y no ha dormido en muchas horas o porque sigue teniendo
The British Museum
en la pantalla de su ordenador, pero actúa ya cada vez más ligeramente alterado. Dejándose llevar por las rimas que la lluvia va hilando en la calle desconocida del cuadro y pensando en la lluviosa
instalación
que prepara su amiga Dominique en la Tate, escribe mentalmente frases y en una de ellas se pregunta cómo será Londres cuando las personas que ama estén ya, al igual que él, muertas. Serán días —eso puede ya darlo por seguro— en los que todos sus difuntos se habrán convertido en humedad pura y hablarán desde sus soledades remotas y salvajes, hablarán tal como lo hace la lluvia en África, y ya no recordarán nada, todo se habrá olvidado. Hasta la lluvia bajo la cual un día todos los muertos se enamoraron habrá quedado borrada. Y también se habrá perdido el recuerdo de la luna bajo la cual un día caminaron vivos como almas en pena en una carretera también olvidada.
Y aunque, una vez más, se le van complicando las cosas por momentos, cree saber que, mientras todo siga dependiendo únicamente de él, mientras aún pueda controlar la acción y lograr que ésta sea pura y exclusivamente mental, podrá estar bien tranquilo. Quizá por eso se pierde con cierta calma por la calle neblinosa, presuntamente desconocida, que está junto al British Museum, y queda atrapado en un extraño recodo de lo que en un primer momento le había parecido una esquina. No es una esquina, es una mancha, y en ella hay una sombra que parece querer escapar de la pantalla.
Alarmado ante la sombra al acecho, pulsa el ratón y en dos movimientos alcanza la página del correo electrónico, donde encuentra el e-mail con el poema «Dublinesca», de Philip Larkin, que acaba de enviarle desde Nueva York el joven Nietzky. Es un poema que habla del sepelio de una vieja prostituta dublinesa, a la que en su última hora tan sólo acompañan por las calles de la ciudad algunas colegas. Nietzky le dice que le ha enviado ese poema porque en él hay una reunión funeral y ocurre en Dublín: un guiño a propósito de la ceremonia fúnebre que preparan el 16 de junio. Un poema que empieza así:
Por callejuelas de estuco
donde la luz es de peltre
y en las tiendas la bruma obliga
a encender las luces sobre
rosarios y guías hípicas,
está pasando un funeral.
Interrumpe la lectura para encender la radio y pensar en otras cosas algo menos funerales y escucha
Partir Quand Même
, cantada por Françoise Hardy. Hacía años que no oía esa canción que siempre le gustó. Parece que ahora no llueve. Deben de ser ya las siete pasadas. Se aprende el primer verso del poema de Larkin,
Down stucco sidestreets
, para imaginarse que empieza a saber inglés, para poder decirlo incluso a la menor ocasión que tenga. La fuerza de su insomnio se muestra ya imparable. Y Celia parece constatarlo. Está ahí de pronto, en el umbral de la puerta, mirándole amenazante, aunque al mismo tiempo con un aire que puede parecer desesperado. No sabía, piensa Riba, que los budistas también conocieran la angustia. Pero se equivoca, no es desesperación, es sólo que Celia tiene que irse al trabajo y no le ayuda mucho ver a su marido tan despierto y extravagante. Riba baja la cabeza y se refugia en «Dublinesca». Lee el resto del poema, esperando que el gesto le proteja en parte de los reproches que pueden llegarle en cualquier momento de Celia. Y mientras lee, se pregunta qué pasaría si ahora reapareciera aquella mancha en la pantalla, aquella sombra al acecho.
Celia va a marcharse y él —para que vea que no está hipnotizado— apaga el ordenador, y así de paso elude de golpe varios problemas. Celia no acaba de irse y se prueba una nueva camisa frente al espejo. Él tiene la sensación de que, nada más apagar el ordenador y perder posibilidades de ver a la sombra, le ha entrado una extraña tristeza grande, muy inesperada. Una tristeza absurda, porque no cree que sea la ausencia de la sombra la que esté provocándole ese bajón de ánimo, pero por otra parte no encuentra una explicación mejor. Decide esquivar esa rara tristeza con una que sea algo más relativa y se pone a pensar en la triste —pero no tanto, porque va asociada a un viaje con buenas perspectivas— ceremonia funeral que le espera en Dublín, esa ceremonia de la que sólo sabe que habrá de mantener conexiones con el sexto capítulo de
Ulysses
.
También su vida de los últimos días, ahora que lo piensa, parece guardar puntos de contacto con ese capítulo. Decide releerlo, comprobar si es verdad lo que intuye. Y poco después ya está examinando con atención las páginas del entierro de Paddy Dignam y muy especialmente el momento en el que un tipo desgarbado aparece a última hora en el cementerio. Es un hombre que parece surgido de la nada en el mismísimo instante en que el ataúd cae en el agujero del Prospect Cemetery. Bloom está pensando en Dignam, el muerto que acaban de tirar al hoyo, y, mientras su mirada revolotea entre los vivos, se detiene un momento en el desconocido. ¿Quién es? ¿Quién puede ser ese tipo de la gabardina?
«Me gustaría saber quién es. Daría cualquier cosa por averiguarlo. Siempre aparece alguien que no te esperas para nada», piensa Bloom, y luego deja que su pensamiento derive hacia otros asuntos. Al final de la ceremonia, Joe Hynes, reportero que se dedica a tomar el nombre de los asistentes al entierro para la reseña mortuoria, le pregunta a Bloom si sabe «quién es el tipo del…», y justo en ese momento, cuando está haciendo la pregunta, comprueba que el individuo al que se refiere se ha esfumado, y la frase queda sin terminar. La palabra que falta es impermeable (
mackintosh
). Bloom la completa poco después: «Sí, el tipo del
mackintosh
. Le he visto. ¿Dónde está ahora?» Hynes entiende mal y cree que el hombre se apellida Macintosh, y lo anota para su reseña del entierro.
La relectura de ese pasaje le hace recordar a Riba que hay en
Ulysses
diez alusiones más al enigmático tipo de la gabardina. Una de las últimas apariciones de ese misterioso personaje se produce cuando después de las doce de la noche, Bloom pide un café para Stephen en el Refugio del Cochero y coge un ejemplar del
Evening Telegraph
y lee la breve reseña del entierro de Paddy Dignam que ha escrito Joe Hynes. En ella el periodista da trece nombres de asistentes, y el último de todos es… Macintosh.
Macintosh. Así podría llamarse también la sombra oscura que ha visto antes en su pantalla. Y al pensar esto, quizá involuntariamente, estrecha lazos entre su ordenador y el funeral de Paddy Dignam.
No es precisamente el primero del mundo en preguntárselo.
«¿Quién era M’Intosh?», recuerda que puede leerse en el capítulo segundo de la tercera parte de
Ulysses
, un capítulo compuesto en forma de preguntas y respuestas.
Una de esas preguntas, intrigante y enrevesada, siempre le atrajo mucho: «¿Qué enigma autoenmarañado, aprehendiéndolo voluntariamente, no comprendió Bloom (mientras se desvestía y reunía sus ropas)?»
Pasa revista a todo lo que se ha discutido acerca de quién era ese M’Intosh. Existen las más variadas interpretaciones. Hay quienes opinan que es el señor James Duffy, el amigo indeciso de la señora Sinico, la mujer de «Un caso doloroso» en
Dublineses
, que se suicida abrumada por el desamor y la soledad. Duffy, atormentado por las consecuencias de su indecisión, vagaría por los alrededores de la tumba de la mujer que pudo haber amado. Y hay quienes opinan que es Charles Stewart Parnell, que se ha levantado del sepulcro para proseguir su lucha por Irlanda. Y también hay quien cree que podría ser Dios, enmascarado de Jesucristo, camino de Emaús.
A Nietzky siempre le encantó muy especialmente la teoría de Nabokov. Después de haber leído las opiniones de tantos investigadores, Nabokov dedujo que la clave del enigma del desconocido se encontraba en el capítulo cuarto de la segunda parte de
Ulysses
, en la escena de la biblioteca. Allí, Stephen Dedalus está hablando de Shakespeare y sostiene que éste se ha incluido a sí mismo en sus obras. Muy tenso, Stephen dice que Shakespeare «ha ocultado su propio nombre, un nombre hermoso, William, en sus obras: es un comparsa aquí, allá, igual que el pintor de la vieja Italia colocaba su rostro en un rincón oscuro de su lienzo».
Eso es lo que, según Nabokov, pudo hacer Joyce en
Ulysses
: colocar su rostro en un rincón oscuro de su lienzo. El hombre del Macintosh que cruza el sueño del libro no es otro que el propio autor. ¡Bloom llega a ver a su creador!
Se pregunta si, llegado el momento, se esforzará por permanecer despierto o se rendirá al sueño que no cree que le convenga demasiado porque el insomnio le está dando una lucidez especial, aunque le haya costado ya el serio enfado de Celia. Al tratarse de una riña matinal, ella no ha vuelto a los viejos tiempos, es decir, a la época en la que se enojaba tanto que acababa colocando unas cuantas cosas en su maleta y las sacaba al rellano. No ha actuado así esta vez, pero está claro que si las cosas empeoran, puede hacerlo más tarde, cuando regrese del trabajo, a la hora del almuerzo. Es terrible. Siempre todo con Celia pende de un hilo.
Deja el ordenador y va a la ventana, mira hacia la calle. Oye el gran portazo que da Celia al irse a trabajar. Finalmente se ha ido. Es ridículo, pero parece que en realidad lo que más ha podido molestarla, lo que más la ha hecho explotar de ira, ha sido que hace un momento le haya citado tan frívolamente a W. C. Fields: «Un buen tratamiento contra el insomnio es dormir mucho.» A ella la frasecita la ha sacado de quicio. «No valen las excusas», le ha dicho.
La frase de Fields sobraba, piensa ahora él, inútilmente arrepentido. ¿Cuándo aprenderá a controlar mejor sus palabras? ¿Cuándo se dará cuenta de que ciertas salidas de tono pueden parecer geniales en muchos ambientes menos en el conyugal? El portazo de Celia ha sido seguramente más que justificado. Durante un rato, desde el ventanal, se dedica a observar lo que pasa cuando no pasa nada. Cuando abandona la vista general de Barcelona y baja los ojos para centrarse en lo que ocurre ahí abajo en su calle, se da cuenta de que avanza por ella un hombre con un abrigo Burberry gris, que le recuerda —tiene un aire— al desconocido con gabardina y de pelo aplastado por la lluvia que vio con Ricardo en La Central. En un primer momento le parece extraño y luego no tanto. Lo cierto es que acaba sintiendo una misteriosa compenetración emotiva hacia él. ¿No habrá venido a decirle que persista en su búsqueda de la dimensión insondable, esa dimensión por la que, en plena tormenta, preguntara su padre en voz baja el otro día? Siente vértigo. Y se acuerda del pensador sueco Swedenborg, que un día, hallándose junto a la ventana de su casa de Londres, se fijó en un tipo que andaba por su calle y por el que sintió una empatía instantánea. Para su sorpresa, aquel ciudadano se dirigió a su puerta y llamó. Y, al abrir, Swedenborg sintió desde el primer momento una confianza absoluta hacia aquel individuo, que se presentó a sí mismo como el hijo de Dios. Tomaron un té y, en el transcurso del encuentro, el hombre le anunció que veía en él a la persona más indicada para explicar al mundo el camino correcto. Borges siempre dijo que muchos místicos pueden pasar por locos, pero que el caso de Swedenborg fue especial, tanto por su enorme capacidad intelectual y el gran prestigio científico como por el radical viraje que supuso en su vida y obra las revelaciones que le llegaron de la mano de aquel visitante inesperado que le conectó directamente con la vida celestial.
Observa los pasos del hombre del Burberry gris y por un momento teme, y al mismo tiempo desea, que ese individuo se dirija a la puerta del inmueble y llame al interfono. Puede que el hombre quiera felicitarle por estar planeando una oración fúnebre por la era Gutenberg, pero también que quiera, además, decirle que no hay que tener una mirada de tan corto alcance y que por tanto habría también que entonar ese canto funeral por la era digital —que algún día también desaparecerá— y no tener miedo, además, de viajar en el tiempo y entonar otro canto fúnebre por todo lo que vendrá después del apocalipsis de la Red, incluido el fin del mundo que seguirá al primer fin del mundo. Después de todo, la vida es un ameno y grave recorrido por los más diversos funerales.
¿Estarán incluidos en el segundo fin del mundo el vestido azul brillante con una aguja de plata, los guantes blancos y el sombrerito que su madre se ponía ladeado todos los sábados por la noche cuando en los años cincuenta iba con su marido a bailar al Flamingo? Entonces nadie en la familia se preguntaba por la dimensión insondable.
Mira de nuevo por la ventana y ve que el hombre del Burberry gris ya no está en su calle. ¿Y si era Swedenborg? No, no lo era. Como tampoco, por poner otro ejemplo, aquel tipo del que un día pensó que podía estar dirigiéndolo todo desde una luz cansada. Ha sido alguien que ha pasado completamente de largo. Y es extraño, porque al principio no parecía ésa su intención.