Decide acelerar el paso en su camino de regreso porque ya no puede con su alma y, además, porque nota que su lucidez de insomne podría ir en cualquier momento ya de capa caída, pues hasta se le diluye y transforma peligrosamente en los escaparates el perfil de su risible pero a fin de cuentas patética figura de cine mudo. Ahora lo único que le parece importante es que, cuando Celia llegue del trabajo, le encuentre con la comida preparada para los dos, el almuerzo bien dispuesto sobre el mantel, el televisor encendido para no tener que hablar mientras comen. Por el momento, tomará otro café. Es necesario que ella le encuentre despierto, como si no pasara nada. Es necesario buscar una pronta reconciliación. Hacerse budista, si es necesario. No tiene fe en la gente que tiene fe —aunque sea una fe budista—, pero simulará que la tiene. Su relación con Celia está por encima de todo. Aunque bien es verdad que desconfía enormemente de la gente que tiene fe. Cuando piensa en estas cuestiones, trata siempre de reconstruir algo que le oyera decir a Juan Carlos Onetti a finales de los setenta en el Instituto Francés de Barcelona. Onetti, que parecía inmensa y felizmente borracho, habló de que había que meter en el mismo saco a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patriotas. A cualquiera, dijo, que tuviera fe, no importaba en qué cosa; a cualquiera que opinara, supiera o actuara repitiendo pensamientos aprendidos o heredados.
Se le quedaron muy grabadas aquellas palabras. Recuerda que Onetti dijo aquel día que un hombre con fe era más peligroso que una bestia con hambre y que la fe había de ser puesta en lo más desdeñable y subjetivo. En la mujer amada de turno, por ejemplo. O en un perro, en un equipo de fútbol, en un número de ruleta, en la vocación de toda una vida. Eso cree recordar que dijo Onetti en aquella tarde ya un tanto lejana de Barcelona.
Como la mujer amada en su caso es Celia y por tanto no es precisamente
la mujer de turno
, y como ha renunciado, no hace mucho, a la edición, que siempre fue la vocación de su vida, y como además no tiene perro ni equipo de fútbol, le parece más que evidente que para la fe sólo le queda un número. Un número de ruleta, si es que le queda algo. Y ese número podría perfectamente ser el de la propia ruleta de la vida, es decir, su destino.
Por un momento y sin que cunda el pánico, se queda ofuscado mirando los picatostes, como si éstos fueran su único y verdadero porvenir.
Al pasar por delante de la pastelería, está fumando en la puerta el transexual que trabaja ahí y que es la única persona del mundo que aún le tira los tejos, al menos de una forma descarada. La tragedia de envejecer, piensa Riba, lleva a estas cosas: este amable transexual es hoy en día la única mujer que todavía le ve. Uno sabe que envejeció cuando aparecen lunares en las manos y nota que se volvió invisible para las mujeres. Celia habla a veces con esta dependienta, cuando va a comprar el postre de los domingos. Es tan mala la pastelería que ella, que tiene poco trabajo, suele estar casi siempre apostada en la puerta, fumando. Como Riba sabe que echa las cartas, siempre que la ve imagina que le pide que le lea el futuro. La imagina a ella en el interior de la pastelería, disfrazada de gitana después de haber hecho un gran esfuerzo por leerle y descifrar las cartas, como si fuera Marlene Dietrich en
Sed de mal
. Una risa muy seria. Dime ya de una vez por todas mi futuro, por favor, le dice Riba. Apenas hay luz al fondo de la pastelería. No tienes futuro, le contesta ella. Y suelta una carcajada definitiva.
Ya en casa, la lluvia azota los cristales. Es como si hubiera ido a parar a la casa inventada de antes, sólo que es su casa de verdad, por suerte. Al pensar en el personaje de Bloom, se pregunta qué rostro tendría. A este respecto, Joyce no da demasiadas pistas. Es el típico hombre moderno, eso está claro. Moderno, por supuesto, si se le compara con el Ulises de Homero. Risas interiores. Es de suponer que Joyce lo ideó de una forma que pudiera parecerse a cualquier ciudadano de provincias, de Europa. Un hombre sin atributos. A Bloom le superan los otros dos personajes principales del libro: Stephen Dedalus y Molly Bloom. Lo sobrepasa e ilumina desde arriba Stephen, que representa el intelecto, la imaginación creadora. Y lo sostiene Molly, que representa el cuerpo, la tierra. Pero a la larga Bloom no es ni peor ni mejor que cualquiera de ellos, pues Stephen tiene un exceso de orgullo intelectual, y Molly se halla a merced de la carne; en cambio, Bloom, aunque sea una personalidad menos vigorosa que la de ellos, tiene la fuerza de la humildad. Es más, Bloom seguro que fue —seguro que todavía lo es hoy— más encantador que su autor.
Recorre su biblioteca y se detiene aquí y allá; toma un volumen, lo hojea nerviosamente, vuelve a dejarlo. Se queda hipnotizado mirando la lluvia. Va a la cocina y comienza a preparar la comida. El ruido de la lluvia le trae el recuerdo de aquel día de su juventud en el que iba sin paraguas y, aun así, se dedicó a perder el tiempo mirando fijamente a la cara de los transeúntes a la caza de la esencia única de cada uno, y terminó muy mojado. Su ridícula juventud podría resumirse en ese episodio, pero prefiere olvidarlo para siempre, no está dispuesto a que la lluvia y ciertos recuerdos le depriman.
Deja de prestar atención al fuerte aguacero y, por un momento, le parece que vuelve esa extraña sensación y que es como si alguien se hubiera puesto a caminar en silencio a su lado, alguien que es otra persona, obviamente, aunque a veces hasta le resulta muy familiar. Es un caminante silencioso que quizá ha estado siempre ahí. Vuelve a la ventana. Ve el destello plateado de la lluvia. Piensa que tendría que contárselo a alguien y que Celia desde luego no es la más indicada. Seguro que, cuando llegue, seguirá enfadada con él. A falta de alguien para contárselo, decide anotarlo en el documento
word
en el que acumula frases. Abre el ordenador, va al documento y allí inscribe su impresión de hace un momento:
El destello plateado de la lluvia.
No se resiste a añadir algo más y anota, en letra más pequeña:
El dolor del autor, mi hidra íntima.
Llega Celia y le encuentra despierto y, además, eufórico, escuchando a Liam Clancy cantando
Green Fields of France
. Y ve también que, aunque parezca mentira, él ha colocado muy servicialmente toda la comida sobre la mesa, sobre el mantel a cuadros que les regalaron cuando su boda en aquel día de febrero de hace más de treinta años. Ha hecho un gran esfuerzo, pero se ha mantenido despierto, aunque su agudeza ha ido entrando en rotundo descenso. Por suerte, Celia ha llegado en son de paz. Es más, con alucinantes remedios para el insomnio y el estrés.
—¡
Gadgets
para el descanso! —grita sonriente.
Le está sentando bien el budismo. Lleva un producto que le han vendido en la oficina, una especie de repetidor digital basado en estimulaciones audiovisuales, unas gafas multicolores, un antifaz y unos auriculares. Le cuenta que, a través de sus veintidós programas, el repetidor emplea modelos de luz, color y sonido de acuerdo con frecuencias de las ondas cerebrales, lo que propicia sensaciones adecuadas para el descanso.
—Ahora sólo falta saber cuáles son las frecuencias de tus ondas cerebrales —dice Celia con cierta malicia.
¿Las ondas qué? Sonríe. No puede evitar pensar en Spider y en sus telarañas mentales. Ella insiste en preguntar cuáles son esas frecuencias. Los vendedores del producto le han prometido agudeza mental, relajación y disminución del estrés para un sueño placentero.
Celia le pide ahora que pruebe el repetidor digital.
—No está bien que no duermas nada. ¡Esa música! ¡Liam Clancy! ¿Qué te pasa con Liam Clancy?
—Me emociona, pienso que es una canción patriótica y me emociona, me estoy volviendo irlandés.
—Pero no creo que sea tan patriótica. ¿Es que no lo ves? No puedes irte el domingo a Dublín con sueño atrasado —le dice cariñosa y maternal, pero también deliberadamente banal y carnal, provocativa.
Le muestra el escote. Le hace una pregunta aparentemente trivial o, como mínimo, fuera de lugar.
—¿Por qué no dejas de ir algún miércoles a casa de tus padres? ¿Sientes que les debes algo?
—Sí. El deber filial. Es un sentimiento perfectamente natural en la especie humana.
Ella le alborota el pelo.
—No te enfades —le dice.
Se le acerca aún más y le acaricia.
Se aman. El culo de Celia sobre un cojín rojo. Piernas abiertas. Revuelo de ropas de cama. Liam Clancy, que sigue cantando. Y, con tanto estrépito, el repetidor digital estrellándose con gran violencia contra el suelo.
Barcelona, doce de la mañana del viernes 13, dos días antes de tomar el avión a Dublín.
Desde un lugar donde no puede ser visto por ellos, observa con detenimiento y repentino asombro cómo dos pseudoamigos, o más bien conocidos de su generación, se disponen a bajar con gran solemnidad Rambla de Cataluña abajo. Sus ceremoniales movimientos no dejan lugar a muchas dudas: se hallan al inicio de un ritual que hace años practican. De hecho, hace cuarenta años ya los vio en este mismo lugar, disponiéndose para lo mismo. Se preparan para iniciar una conversación acerca del mundo y de los avatares de sus vidas mientras descienden elegantemente Rambla abajo.
Repentino asombro, pero también una cierta envidia. Todos sus gestos y ese aire de estar amagando el inicio de un viejo ritual, le remiten a la idea de que para hablar del mundo disponen de todo el tiempo por delante. Y seguramente le han llamado la atención más de lo normal porque su lento ritual solemne contrasta con las prisas de toda la gente que les rodea. A su alrededor, no parece que haya nadie más que disponga de tiempo para pensar o simplemente para conversar sobre el mundo, sino más bien gente de paso apresurado y con el tiempo justo, gente con velocidad, pero sin pensamiento.
Les conoce. Son universitarios de su generación, de su clase social. Sabe que su coeficiente mental no es muy alto. Pero la solemnidad de sus gestos, sus buenas maneras —último eslabón de aquel tipo de catalanes a los que ha perdido siempre la estética— y el haber sabido conservar esa disponibilidad con respecto al tiempo hace que se quede petrificado. Parece incluso que vayan a pensar. Y ahora se da cuenta: son los genuinos representantes de su generación. Si se sintiera universitario, si se sintiera intelectual y barcelonés y no hubiera querido traicionar a su clase social, se reconocería inmediatamente en estos dos conocidos, que disponen de todo el tiempo por delante.
Es una lástima, pero ésa no es su generación. Siente envidia por el ritual que han conservado sus dos paisanos, pero también compasión, una honda, infinita compasión. Y lo lamenta mucho: una generación por la que siente envidia, pero a la que compadece, no quiere que sea su generación.
Los ve ahí en lo alto de la Rambla de Cataluña, tal como los vio hace cuarenta años, igual que entonces, disponiéndose a pensar, iniciando el ritual del paseo. Ya entonces, si uno los veía allí arriba, tan universitarios y majestuosos preparándose para el descenso, pensaba que era envidiable el tiempo del que disponían.
Para ellos no pasa el tiempo. Iban a comerse el mundo y ahora se limitan a comentarlo, si es que lo comentan, circunscritos como están a los límites de su limitada capacidad de pensar. Y sí. Hasta parece que sea verdad que el tiempo no pasa para ellos y que no están ya a las puertas de su futuro de quijada colgando y babeo irremisible. Será el final de una generación que un día pudo ser la suya. No lo es. Y si lo es, lo es de forma muy remota. ¿Por qué ser de su generación debe ser más importante que ser piadoso o no piadoso, por ejemplo? Si alguien le dice que es piadoso va a saber algunas cosas sobre su identidad mucho más reveladoras que si le dice que es barcelonés o que es de su generación.
Adiós a esta ciudad, a este país, adiós a todo eso.
Dos antiguos universitarios ahí en lo alto del señorial y comercial paseo. No parecen conscientes de que toda vida es un proceso de demolición y que les esperan los golpes más fuertes. Va pensando en todo esto desde este lugar desde el que no puede ser visto por ellos. Es, sin que los otros puedan saberlo, un traidor, es decir, es en realidad un golpe más de los que les llegarán a ellos desde dentro. Aquí está él ahora, despidiéndose a su manera de Barcelona, en la esquina sombría, agazapado a la espera de la oscuridad definitiva. Mucho mejor será que, al final de todo, las penas se pierdan y regrese el silencio. A fin de cuentas, seguirá como siempre ha estado. Solo, sin generación, y sin tan siquiera un mínimo de piedad.
Hora
: justo después de las once de la mañana.
Día
: 15 de junio de 2008, domingo.
Estilo
: Lineal. Se entiende todo. Guarda un aire familiar con el capítulo sexto de
Ulysses
, donde encontramos un Joyce lúcido y lógico, que introduce de vez en cuando pensamientos de Bloom que el lector sigue con facilidad.
Lugar
: Dublin Airport.
Personajes
: Javier, Ricardo, Nietzky y Riba.
Acción
: Javier, Ricardo y Nietzky, que llevan ya un día en Dublín, reciben en el aeropuerto a Riba. La idea es celebrar mañana, al caer la tarde y antes de visitar la Torre Martello, las honras fúnebres de la galaxia Gutenberg. ¿Dónde? Hace ya días que Riba delegó en Nietzky la decisión, y éste ha pensado, con buen tino, que el cementerio católico de Glasnevin —antes Prospect Cemetery, donde entierran a Paddy Dignam en
Ulysses
— podría ser un lugar adecuado. Pero del funeral no saben nada todavía ni Ricardo ni Javier. Y por no saber ni siquiera saben que ha sido incluido en el informal programa de actos que Riba y Nietzky han estado preparando.
Por otra parte, los tres escritores y amigos de Riba son ya, sin ellos aún saberlo, las réplicas vivientes de los tres personajes —Simon Dedalus, Martin Cunningham y John Power— que acompañan a Bloom en la caravana fúnebre del sexto capítulo de
Ulysses
. Satisfacción secreta de Riba.
Temas
: Los de siempre. El pasado ya inalterable, el presente fugitivo, el inexistente futuro.
En primer lugar, el pasado. Ese sufrimiento alrededor de lo que podría haber hecho y no hizo y dejó enterrado como un montón de rosas bajo muchas paladas de tierra; su necesidad de no mirar atrás, de atender a su impulso heroico y dar el
salto inglés
, de orientar la vista al frente, hacia la insaciabilidad de su presente.