De repente, un saco de arena cayó desde el techo y abatió a la rubia, que se golpeó el mentón en el suelo. En ese mismo instante, Seward se descolgó desde una de las muchas cuerdas que colgaban de los puentes de trabajo. Al acercarse, agitó una botella con una cruz grabada y salpicó agua bendita sobre las mujeres de blanco. La piel de ambas crepitó y se cubrió de ampollas. Sus terribles gemidos hicieron eco en el pasillo.
Mientras las mujeres de blanco huían, retorciéndose de dolor, Seward se lanzó hacia la puerta de Basarab y la golpeó.
—Señor Basarab, ¡póngase a salvo!
Basarab se volvió hacia Quincey y señaló los grandes arcones.
—Por su seguridad, quédese ahí detrás.
Quincey hizo rápidamente lo que le habían ordenado. Oyó gritos y alboroto al otro lado de la puerta. Basarab se armó con un gran sable de acero que había detrás del escritorio. Si Quincey no hubiera sabido lo contrario, habría jurado que el arma era letalmente real, no de atrezo. Basarab abrió la puerta del camerino, levantó su espada y salió de un salto, dispuesto a pelear. Sin embargo, salvo por unos pocos tramoyistas aterrorizados, el vestíbulo parecía carente de peligro. El actor se fijó en el saco de arena caído y levantó la mirada hacia las vigas.
Registrando el pasillo a derecha e izquierda, avanzó con precaución como si esperara otro ataque: ¿los gritos y golpes de la puerta habían sido sólo una táctica de distracción?
Quincey se preguntó qué secretos ocultaba Basarab.
Seward persiguió a las mujeres de blanco entre bastidores y las alcanzó en el escenario, detrás del telón bajado. Se agachó al ver una sombra en el suelo, justo cuando una de las cimitarras de las diablesas silbaba sobre su cabeza. El demonio de cabello claro corrió hacia él desde el otro lado.
Seward sacó el puñal de mango de hueso de la funda y apuntó al corazón de la mujer de blanco. Aquel demonio, con reflejos y velocidad muy superiores a los de cualquier humano, logró esquivar el empuje letal del arma, de modo que ésta no se le clavó en el corazón, sino en el hombro. El vampiro de pelo oscuro agarró a Seward por la garganta, pero tocó inadvertidamente la cadena de plata que llevaba colgada al cuello y de la cual pendía un surtido de pequeños iconos religiosos. Un vapor caliente saltó de la mano llena de ampollas del vampiro, allí donde había tocado la cadena. Seward sintió un gran regocijo. Llevaba la cadena para situaciones como ésa. La pareja herida huyó y dejó atrás el telón. Seward se hinchió de orgullo: por el momento, el hombre viejo y débil les llevaba ventaja.
Las mujeres de blanco atravesaron el telón de terciopelo rojo del teatro y saltaron desde el escenario a los asientos, brincando a cuatro patas como gatos salvajes de respaldo a respaldo. Seward saltó desde el escenario y se torció el tobillo al aterrizar. Continuó la persecución, renqueando por el pasillo del teatro.
El jefe de los acomodadores, al que Seward había seguido antes a la zona de camerinos, apareció en el extremo del pasillo y preguntó con comprensible desconcierto.
—
Qu’est-ce qui se passe?
La mujer de pelo claro lo apartó de su camino, lanzándolo contra una columna cercana. Mientras huía, se arrancó del hombro el puñal de mango de hueso. Seward se detuvo junto al hombre por un instante, pero en cuanto determinó que éste no estaba malherido continuó su persecución.
Seward se detuvo en el escalón superior de la entrada al Théâtre de l’Odéon. El aliento caliente que salía de su boca formaba nubes de vapor al entrar en contacto con el aire frío. A través de la gruesa capa de niebla que había caído en la noche parisina, Seward apenas lograba distinguir las figuras en sombra de las mujeres de blanco al otro lado de la calle. Sin embargo, en el reflejo parpadeante de sus cuchillos de acero bajo las farolas de gas vio que estaban esperándole para tenderle una emboscada detrás de un monumento, un busto de piedra sobre un pilar central. Por fin había llegado el momento de Seward. Acarició su querido reloj para armarse de valor. Mataría a uno de aquellos demonios en nombre de Lucy; el otro moriría en memoria de la pobre chica asesinada en Marsella. Seward desenfundó su espada. Era otra vez un loco de Dios. El soldado de Dios.
Con un grito propio de una batalla, levantó su espada por encima de la cabeza y bajó corriendo los escalones de piedra con agilidad sorprendente, sin hacer caso del dolor en el tobillo. Los dos vampiros observaron su carga, pero no hicieron esfuerzo alguno por moverse. Sonrieron cuando Seward alcanzó el último escalón y corrió por la Rue de Vaugirard.
Un caballo relinchó y Seward giró la cabeza, horrorizado, para comprobar lo erróneo de su estrategia. Había estado tan concentrado en atacar a los dos peones que había olvidado que la reina negra podía atacar desde cualquier posición. El carruaje sin cochero que apareció entre la niebla iba a arrollarlo. Seward, sin tiempo de reaccionar, cayó bajo los cascos de los caballos y las ruedas del carruaje.
Mientras yacía apaleado y destrozado, supo al instante que no sólo le había fallado al Benefactor, sino que también le había fallado a Dios. La vergüenza que sentía era aún mayor que el dolor de su destrozado cuerpo. A través del escozor de las lágrimas, vio que las mujeres de blanco daban rápidamente alcance al veloz carruaje y saltaban a bordo sin esfuerzo. El demonio de cabello oscuro se volvió para reírse de él antes de subir al coche.
Seward vio su reloj en el suelo. Trató de recuperarlo, pero cuando se movió el dolor fue demasiado intenso. Tosió sangre, pugnando por gritar. Un hombre se cernía sobre él; Seward trató de hacerle señas para que le diera su reloj. El hombre siguió la dirección de la mirada de Seward y recogió el preciado reloj.
—No va a necesitarlo en el lugar al que va —dijo tranquilamente en francés.
Mientras su cuerpo se vaciaba lentamente de vida, Seward observó con impotencia al hombre que huía con su posesión más preciada.
A
ntoine llevó apresuradamente a Quincey a la salida del teatro, donde el joven se quedó pasmado al ver el cuerpo destrozado de un hombre que yacía sobre los adoquines en medio de un charco de sangre. Los peatones corrían, llamando a la Policía y a un médico.
—Dios mío —dijo Quincey—, ¿qué ha ocurrido?
Sonaban silbatos desde todas las direcciones cuando los policías se dirigieron hacia el escenario de la tragedia. Antoine empujó a Quincey por los escalones, tratando de hacerle salir lo más rápidamente posible.
—Al parecer, un hombre enloquecido atacó a dos mujeres en el teatro.
Quincey vio a un vagabundo que se agachaba a hablar con el hombre herido en la calle y se alarmó al ver que cogía el reloj de la víctima y echaba a correr.
—¡Al ladrón! —gritó sin pensar, y cargó tras el hombre, apartando a Antoine.
Era demasiado tarde. El ladrón había huido calle arriba y estaba lejos del alcance del joven. Quincey, nervioso tras perder la ocasión de completar aquel acto de heroísmo, se vio obligado a unirse a otros peatones que, afables, señalaban al ladrón a los policías que llegaban. Poco después, dos policías habían dado caza y aprehendido al vagabundo, y habían recuperado el reloj de plata.
Antoine agarró a Quincey del brazo, apartándolo.
—El señor Basarab me encargó que le llevara sano y salvo a la Sorbona. Venga conmigo ahora mismo, joven; éste no es sitio para usted.
Como Antoine, Quincey no se atrevería a desobedecer los deseos de Basarab. Mientras corrían entre la multitud, susurró.
—¿Y el señor Basarab?
—Sin duda no puede esperar que un famoso hombre público como Basarab sea visto cerca de semejante tragedia. Piense en su reputación.
Quincey asintió con la cabeza, pero no pudo evitar preguntarse lo que había ocurrido realmente entre bastidores y por qué el gran actor se había quedado atrás cuando aún podía haber peligro. Los gendarmes ya estaban despejando la zona, intentando dejar espacio para respirar al hombre herido. Quincey miró atrás y finalmente logró atisbar el rostro de la víctima. El hombre le parecía extrañamente familiar.
Levantando la mirada al cielo, Seward se dio cuenta de que ya no sentía más dolor. Con su último aliento, murmuró una única palabra:
—Lucy.
El carruaje negro sin cochero corría junto al Sena por el puente del Boulevard du Palais. La Ciudad de las Luces destellaba en la noche. Los poetas habían escrito que cuando esas luces brillaban: «París es la ciudad de los amantes». Pero Báthory había vivido lo suficiente para saber que aquel destello era sólo una ilusión, como el amor mismo.
La condesa Erzsébet Báthory se había convertido en la servicial estudiante de su tía Karla, haciendo cualquier cosa que Karla le pedía por miedo a que la instrucción pudiera terminar. Sin embargo, cuando la condesa admitió quién era y se sintió feliz al fin, a salvo y satisfecha, se dio cuenta de que podía encontrar más placer con alguien de su propia edad, en particular Ilka, la cocinera. Ilka era joven, hermosa, inocente y dulce. Y lo que era más importante, Ilka siempre hablaba del futuro, a diferencia de Karla, que solía morar en el pasado. Con Ilka, Báthory tenía a alguien con quien compartir su energía juvenil, con quien correr por el campo y buscar aventuras. Báthory no le deseaba ningún daño a su tía y justificaba la aventura por su fe en la recién hallada filosofía de que el amor nunca podía equivocarse.
La tía Karla empezó a sospechar de ella y se enfrentó a Ilka. Cegada por los celos y la rabia, acusó a la cocinera de ladrona y se ocupó de que fuera ahorcada por sus crímenes. Cuando Báthory se vengó vetando a Karla de su cama, su tía delató el paradero de Báthory a su familia.
Días después llegó una escolta armada. Cuando Báthory se resistió, la ataron y la amordazaron; encapuchada la subieron a lomos de un caballo. Le dijeron que su familia la enviaba de nuevo con su marido para que cumpliera con los votos de su matrimonio y diera un heredero al conde Nádasdy.
Fue entonces cuando Báthory llegó a creer que el amor era sólo una ilusión temporal creada por Dios para acumular más sufrimiento sobre sus hijos.
Al contemplar ahora la llamada Ciudad de los Amantes desde el carruaje sin cochero que se alejaba del Théâtre de l’Odéon, Báthory juró que algún día quemaría todo París y pisotearía las cenizas con sus botas.
Apartó la mirada del pequeño resquicio que había en las cortinas que cubrían las ventanas del carruaje.
—Hemos de acelerar nuestro plan.
—Su trampa fue ingeniosa, señora —dijo su compañera de cabello claro con un atisbo de preocupación en la voz.
—Ahora, el cazador de vampiros está muerto y nunca podrá revelar lo que vio en Marsella —añadió la mujer de blanco de cabello oscuro, frunciendo su bello entrecejo.
—Lo conocía —replicó Báthory—. Sólo era uno de ellos. Ahora, vendrán los demás. Hemos de golpear primero.
M
ina Harker estaba de pie en la pequeña terraza, contemplando la noche. Ansiaba algo, pero no sabía qué. Tiritó al oír los repiques que sonaban en la catedral, cercana, aunque no tenía frío. Por encima de la catedral lo que parecía una niebla carmesí poco natural estaba descendiendo desde las nubes, como si el cielo mismo estuviera sangrando. La niebla se movió rápidamente hacia ella, contra el viento. Sus ojos se abrieron cuando retrocedió al estudio de su marido y cerró las puertas con postigo. En una oleada de pánico, corrió de ventana en ventana, y las cerró de golpe. Al cabo de un momento, una ráfaga de viento encolerizado azotó el cristal con tanta fuerza que Mina retrocedió por miedo a que se hiciera añicos.
El aullido del viento se hizo cada vez más alto. Luego, en un instante, no hubo nada, sólo un silencio ensordecedor. Mina se esforzó por escuchar cualquier sonido, cualquier movimiento. Atreviéndose al fin a mirar entre los postigos, vio que la casa estaba envuelta en niebla. No podía ver un centímetro más allá de la ventana.
Una llamada en la puerta de la calle, un sonido fuerte y hueco, resonó en las vigas altas del vestíbulo. La mujer se sobresaltó. Se oyó otro golpe y luego otro. Cada nuevo golpe se hizo más alto, más enérgico.
Mina no se movió. No podía moverse. Quería correr, pero el temor de que pudiera ser él, de que pudiese haber vuelto, la paralizaba. Sabía que era imposible. Él estaba muerto. Todos lo habían visto morir. Se oyó el sonido de cristal rompiéndose en el piso de abajo. Mina percibió que las puertas delanteras se abrían y el sonido de algo que se arrastraba por el suelo de mármol. Jonathan había salido, como de costumbre. A Manning, el mayordomo, le habían dado la tarde libre. Pero ahora alguien más —o algo— estaba en la casa con ella. Mina retrocedió a un rincón, encogiéndose de miedo. Estaba enfadada consigo misma por ser tan débil; no sería prisionera en su propia casa, de nada ni de nadie, menos aún de sí misma. Sus anteriores experiencias con lo sobrenatural le habían enseñado que encogerse y acurrucarse como una colegiala asustada no obligaría al mal a retroceder. Enfrentarse a esa oscuridad era la única forma de combatirla.
Cogió una espada ceremonial japonesa de la pared, un regalo de uno de los clientes de Jonathan. A Mina nunca le había gustado el lugar principal que Jonathan le había dado en la sala. Se acercó a la parte superior de la espléndida escalera y se arrodilló para ver a través de los barrotes de hierro forjado de la barandilla. La puerta de la calle estaba abierta de par en par. Un rastro tortuoso de gotas de sangre manchaba el suelo desde el umbral, cruzando el vestíbulo y llegando hasta el salón. La espantosa idea de que Jonathan hubiera regresado a casa y estuviera herido en cierto modo desvaneció todos los temores de Mina, que bajó corriendo la escalera hasta el salón. Tras seguir el rastro ensangrentado hasta una esquina, encontró a un hombre agachado bajo el retrato que ocultaba la caja fuerte de la familia. Un relámpago desgarró el cielo, iluminando el estudio. Mina ahogó un grito, asombrada por la fantasmal aparición de un hombre al que conocía.
—¿Jack?
Jack Seward no sólo estaba cubierto de sangre de la cabeza a los pies, sino que parecía muy frágil y enfermo, completamente diferente del hombre robusto que un día había conocido. Él levantó la mirada, abrió la boca y trató de hablar, pero en lugar de las palabras salió sangre a borbotones. Dejando caer la espada, Mina se arrodilló a su lado.
—Jack, no intentes hablar. Iré a buscar a un médico.