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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

Drácula, el no muerto (24 page)

BOOK: Drácula, el no muerto
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—¿Sigue en el caso, detective? —preguntó Van Helsing.

—Ahora soy inspector.

—Qué británico es ocultar el fracaso con un ascenso.

A Cotford le molestó la pulla de Van Helsing, pero dejó pasar el comentario.

Replicó con un buen mordisco:

—Otras dos mujeres destripadas en Whitechapel, y aquí está usted. En 1888 escapó de la justicia. Esta vez, le atraparé a usted y a su banda de asesinos.

—Abra bien los ojos, Cotford. No puede llevar a la justicia al mal que busca. —Van Helsing se volvió hacia el ascensor.

Cotford miró a la espalda del anciano, lleno de rabia. Despreciaba a los tipos como Van Helsing, que aseguraban ser hombres de ciencia, pero que, cuando se enfrentaban a una pregunta que no podían responder, inmediatamente saltaban a lo sobrenatural. Constituía un producto de una era pasada.

El profesor apretó el botón para llamar al ascensor. La voz de Cotford, marcada por el whisky, resonó en el vestíbulo de mármol.

—Abrí la tumba de Lucy Westenra.

Van Helsing se detuvo en el acto. Se volvió lentamente. La mirada de rabia en sus ojos, detrás de las gafas, era exactamente lo que Cotford había esperado.

—Recorre el camino de su insignificante vida con suprema autocomplacencia —murmuró el profesor entre dientes—. A salvo en su mundo moderno de máquinas y progreso ofuscado. Ciego a los antiguos demonios paganos que pudren el suelo bajo sus pies porque se niega a prestarles atención.

Todos los clientes del vestíbulo ya se habían detenido y estaban observando a los dos hombres. A Cotford no le importaba: que le oyeran todos. Ya era hora de exponer la locura de Van Helsing.

—Fue expulsado de la Universidad Vrije por robar cadáveres de las tumbas —dijo el inspector en voz alta—. Esas autopsias de exploración sólo consistían en clavar estacas de hierro en los corazones de los muertos y en mutilar los cadáveres.

Cotford oía su voz llenando la sala, causando temor en los espectadores, pero estaba demasiado furioso. Había visto con sus propios ojos cómo los hombres imprudentes profanaban los restos de los muertos. El sacerdote de su pueblo de Irlanda, como Van Helsing, pensaba que estaba haciendo la buena obra de Dios cuando profanó la tumba de su hermano.

—Fue usted —continuó— quien perdió su licencia médica por realizar transfusiones de sangre experimentales que mataron a sus pacientes. No sabía hacer coincidir dos tipos sanguíneos. Aseguró que habían sido mordidos por vampiros…

—Ningún médico supo nada de los tipos sanguíneos hasta 1901, cateto. Actué en interés de mis pacientes. Hice todo lo posible para salvarlos.

Cotford miró a Van Helsing con desprecio. Si el profesor hubiera consagrado su investigación a la ciencia en lugar de a la mitología, podría haber salvado vidas en lugar de acelerar muertes. Reparó en la expresión de pánico que dominaba el rostro del anciano al sentir el veredicto de los clientes del hotel. Su corazón latía acelerado. Era el momento de derribar a Van Helsing.

—Fue usted y esas pobres almas a las que les lavó el cerebro para que le siguieran los que mataron a aquellas pobres mujeres hace veinticinco años. Veo el mal ante mí, Van Helsing. Lo veo. Veo a Jack el Destripador.

Todas las personas del vestíbulo empezaron a susurrar y cotillear. Los caballeros protegieron instintivamente a sus mujeres. Se apresuraron a sacar a los niños. Todos se alejaron de Van Helsing, evitando al acusado de homicidio. El profesor se quedó solo, expuesto y vulnerable.

Cotford esperaba que su orgullo lo forzara a justificar sus actos criminales delante de testigos. En cambio, el anciano hundió los hombros. Miró al policía con gran compasión y pena.

—No ve nada. Y lo que no ve, lo matará.

Había algo en la forma en que Van Helsing lo dijo que le heló la sangre al policía, y eso que no se turbaba con facilidad. Van Helsing le había dado vuelta a la tortilla; ahora era Cotford quien estaba nervioso. ¿Era una amenaza?

El ascensor se abrió. Van Helsing saludó con la cabeza al ascensorista que le sostenía la puerta. Cotford pugnó por decir algo, pero su mente todavía bullía con las últimas palabras de Van Helsing. Al cabo de un instante, la puerta del ascensor se cerró. Cotford se quedó quieto, de pie en el opulento vestíbulo. Todo el mundo lo miraba.

—¡Paparruchas! —exclamó Cotford.

Aquel enfrentamiento había sido una locura. Nunca podría sacarle una confesión a Van Helsing. Sabía que tendría que recurrir a otros medios si quería llevar a Abraham van Helsing ante la justicia.

27

E
l pasado era como una prisión de la cual ningún recluso podía escapar. En los últimos días, Mina había sentido que su propia celda personal se cerraba. Su amado Jonathan estaba muerto, Quincey se había ido. Empezó a volverse paranoica: se encontraba constantemente mirando por las ventanas. Su guardián era un supervisor cruel: temía que Cotford, el policía alto, y sus lobos subordinados llamaran a la puerta en cualquier momento. Iba a necesitar un nuevo plan para mantenerlos a raya.

En las horas transcurridas desde la marcha precipitada de Quincey, Mina Harker había repasado las páginas que éste había dejado esparcidas en el suelo del estudio. Sentada en un círculo como el de Stonehenge, fue repasando las ruinas de su pasado. Debería haber impedido que Quincey se fuera. Ahora tenía que deducir el siguiente paso de su hijo para poder encontrarlo. Necesitaba su protección, tanto si la quería como si no. La noche había caído sobre Inglaterra. Ella estaba en desventaja; su depredador tenía todas las cartas.

Abrió la gruesa carpeta que contenía los dosieres que había compilado. El de Arthur Holmwood estaba encima de todo, con la dirección a plena vista. Acudir a Arthur tenía sentido. Si ella estuviera en el lugar de Quincey, sería el lugar al que habría ido primero. Desafortunadamente, Quincey no era consciente de lo mucho que había cambiado Arthur Holmwood. Aunque consiguiera que lord Godalming lo recibiera, estaba segura de que no sería una visita productiva. A diferencia de Mina y de Jonathan, que habían tratado de volver a relacionarse en sociedad después de su estancia en Transilvania, lord Godalming se había recluido en su casa, conocida como el
Anillo
. Con el paso del tiempo se había vuelto más retraído, más airado y amargo hasta que el Arthur Holmwood que ella conocía desapareció por completo. Había retorcido tanto los hechos en su cabeza que había llegado a despreciar al resto de la partida de valientes.

«Nos culpó por la muerte de su amada Lucy. ¿No sabía que yo también la amaba?» Mina, más que cualquiera de los otros, se había convertido en el foco al que Holmwood dirigía su ira. Si Quincey acudía a lord Godalming, tendría suerte si no se encontraba con un enemigo mortal.

¿Adónde iría Quincey a continuación? ¿Seguiría los pasos de todos ellos e iría a Transilvania? ¿Buscaría a Van Helsing? La mente de Mina calibró las posibilidades. Ya no podía pensar. Apenas había dormido en los días transcurridos desde la muerte de Jonathan. Había perdido la noción del tiempo, que ahora corría en su contra.

Mina examinó el pasado que la rodeaba. Se preguntó por qué había conservado todos esos papeles. Si los hubiera destruido, quizá Quincey estaría a salvo en su nido en ese mismo momento. Se preguntó si destruir la información también habría hecho que le resultara más fácil destruir el recuerdo. Sin otra idea en la cabeza, Mina arrojó todo al fuego y observó las páginas que se rizaban entre las llamas.

Ya podía venir Cotford con una orden de registro. No encontraría nada allí, salvo ceniza amarga. Ya nadie podría probar que la novela de Stoker no era una demencial obra de ficción.

¡Maldita fuera! ¿Quién diablos era ese Bram Stoker? ¿Cómo conocía su historia? Ellos habían hecho un juramento sagrado en el que se comprometían a no divulgar nunca los horrores que habían tenido que vivir. ¿Podía ser Jack Seward quien los había traicionado con Stoker? Lamentablemente, parecía lo más lógico.

Mina estaba cansada. Como ladrillos, las preguntas se apilaban en su mente, y sus pensamientos se amontonaban unos encima de los otros. Necesitaba dormir, aunque fuera un rato, sólo para despejar la mente. Recordaba que cuando sus pesadillas habían empezado de nuevo unos meses atrás, Jonathan le había llevado a casa un frasco de láudano. Entonces le había dicho que le preocupaba su falta de sueño y que el sedante la ayudaría. Ella se había negado a tomarlo; sospechaba que Jonathan trataba de drogarla para poner fin al deseo nocturno de su príncipe oscuro…

Mina cogió el frasco de láudano del armario. Estaba tan cansada que sus ojos apenas podían enfocar la dosis indicada en el frasco. Al verter el líquido en un dedal, recordó que fue su negativa a tomar el fármaco lo que había provocado que Jonathan dejara de compartir la cama con ella: el primer paso hacia la erosión final de su matrimonio. Mina se tomó rápidamente el láudano con la esperanza de borrar aquel doloroso recuerdo.

Enseguida logró el efecto adecuado. Volvió a tientas al estudio, lamentando que el amor que ella y Jonathan habían compartido se hubiera tornado tan amargo al final. Justo en ese momento, no le importaba. Tanto si era el Jonathan de su juventud o el despojo de los últimos tiempos, sólo quería estar en sus brazos una última vez.

En la mesa que había junto al sillón, encontró una fotografía enmarcada de su marido, tomada el día en que él entró en el colegio de abogados. Mina se había sentido muy orgullosa de él. Al fin era independiente, cargado de esperanzas y promesas. Una lágrima aterrizó en el cristal que cubría la imagen del rostro sonriente de Jonathan. Mina se la enjugó suavemente y acarició la imagen de debajo. Se echó hacia atrás en el sillón.

—Jonathan, te necesito, no puedo hacer esto sola.

Los párpados le pesaban cada vez más. En los últimos segundos de conciencia, creyó ver una bruma roja filtrándose bajo la puerta cristalera.

Mina no estaba segura de cuánto tiempo había dormido cuando sintió un suave soplo en el tobillo. Se obligó a abrir los ojos, pero no vio a nadie. Estaba en un delirio, en algún lugar entre la droga y el sueño. Apretó la fotografía con fuerza contra su escote, sintiendo los bordes duros del marco e imaginando que Jonathan la abrazaba una vez más.

Notó el contacto.

Era una caricia, como si una mano suave le subiera por el tobillo, por la pantorrilla, por encima de las medias. La mano giró hacia dentro, más allá del borde de las medias, y tocó la piel suave de la cara interna de sus muslos. Mina se mordió el labio, sintiendo que le subía la temperatura. «Por favor, Dios, que sea Jonathan.»

La mano que tenía en el muslo le separó las piernas. A Mina se le aceleró el pulso. Ansiaba ser deseada, ser amada, ser una mujer otra vez. Sus labios dejaron escapar un gemido. Sus pechos palpitaban al ritmo vertiginoso de los latidos de su corazón.

Las manos espectrales tiraron de su ropa interior. La espalda de Mina se arqueó cuando las manos tocaron y sondaron su lugar más íntimo. Estaba a punto de ceder a su pasión cuando una idea aterradora cruzó su mente desbocada. No podía ser Jonathan. Él nunca se había permitido conocer los secretos de su cuerpo. Mina ahogó un grito. Nadie sabía cómo tocarla así. Nadie…, salvo él. Mina gritó. Lloró. «No, por favor, no hagas esto. Es a Jonathan a quien amo.»

Una voz llegó a la mente de Mina: «Me he ocupado de que Jonathan muriera. Ahora eres mía».

Ella trató de gritar. Las nubes de su mente se abrieron. Su príncipe oscuro había matado a Jonathan y, al hacerlo, había traicionado el amor que habían compartido. En un instante, las manos convergieron, tocándola en un millar de sitios. Mina se estremeció, no podía resistirse más: «Por el amor de Dios, ¡no me hagas esto! No me hagas elegir, mi amor». Era demasiado tarde. Las sensaciones apasionadas la abrumaron. La boca de Mina se abrió, sus ojos se cerraron y su cabeza cayó hacia atrás. Las manos tocaban y exploraban. Mina se desvanecía.

De repente sintió un viento fuerte y gélido contra su piel. Sabía que su cuerpo estaba boca abajo, pero tuvo la sensación de que estaba de pie. El viento aullaba en sus oídos, tan alto que Mina pensaba que iba a quedarse sorda. Trató de taparse las orejas, pero no podía moverse. Era como si su cuerpo estuviera paralizado; sin embargo, sus sentidos parecían haber aumentado su percepción. Podía oler el aroma de las hojas, el agua y el barro. Sentía frío.

Aunque Mina no quiso hacerlo, sus ojos se abrieron. Quería gritar ante lo que veía, pero no tenía control sobre su propio cuerpo. Estaba de pie sobre unas almenas rotas, mirando a un campo nevado. Los copos de nieve danzaban en el viento. Reconoció los picos recortados de los montes Cárpatos.

Mina estaba en Transilvania, en lo alto de la torreta más elevada del castillo de Drácula.

Oyó cascos que se acercaban, salpicando al correr por la nieve sucia. Dos docenas de hombres a caballo cargaban hacia el castillo. Cíngaros. En medio de ellos había una carreta tirada por caballos, que iba de lado a lado como la cola de una serpiente, patinando con cada bache de la carretera helada. La carreta llevaba un ataúd. Al acercarse a las puertas del castillo, los cíngaros flanquearon la carreta y desenfundaron sus armas.

A Mina todo aquello le era muy familiar. Estaba reviviendo el momento más oscuro de su pasado, un momento que había estado tratando de olvidar durante veinticinco años.

Pero no era como Mina lo recordaba. Una vez más, sin ningún control sobre su cuerpo, miró al este y vio a una mujer con el cabello rubio a lomos de un caballo blanco. Un hombre que montaba un semental gris corría a su lado, sosteniendo las riendas del caballo blanco.

La mujer de abajo era… ella.

El hombre que montaba el semental gris que guiaba el suyo era el profesor Van Helsing. Verse a sí misma desde cierta distancia le producía una sensación extraña. Empezó a entender que estaba siendo testigo de aquellos sucesos del pasado desde otro punto de vista. Nunca había estado dentro del castillo de Drácula. ¿Estaba muerta? Le horrorizó la idea de que el juicio de Dios fuera verse obligada a revivir el momento más horrible de su vida una y otra vez en el Purgatorio.

Una corneta militar atronó en sus oídos. Mina giró instintivamente el cuello, igual que los cíngaros. Reconoció a los hombres que cargaban desde el oeste. Era ese amado bribón, su tejano Quincey P. Morris, con el doctor Seward a su lado. Ver a Quincey Morris y a Jack la calmó. Quizás era cierto: cuando mueres, te reúnes con los seres queridos. Sintió que el miedo aumentaba entre los cíngaros. Nunca habían visto nada parecido al pistolero tejano. En cuanto Quincey Morris y Seward aparecieron en el horizonte, los disparos sonaron desde el sur. A lomos de sus corceles, Jonathan y Arthur dispararon sus rifles sobre la banda de cíngaros.

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