Drácula, el no muerto (22 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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La novela de Stoker no mencionaba cómo se había reunido la banda de héroes. Quincey se había enterado de sus vínculos por los cuidadosos registros y diarios de Mina. De niños, Jack, Arthur y su tocayo, Quincey P. Morris, habían asistido a un internado hugonote de elite enclavado en las afueras de Londres. Jack era católico, pero su padre, un eminente médico, no había querido que su hijo quedara limitado en su formación asistiendo a una escuela parroquial. Así pues, había enviado a Jack a la escuela privada protestante para que se relacionara con las clases altas de la sociedad británica. Allí, Jack había conocido a Arthur y se habían hecho íntimos amigos.

El padre de Quincey P. Morris, Brutus, era un rico ranchero de Texas. Al estallar la guerra de Secesión en 1861, Texas se había reservado el derecho de no escindirse de la Unión y no unirse a la Confederación. Con ese fin, el estado de Texas había abierto una embajada en Londres, y Brutus Morris había sido nombrado embajador. Brutus, como correspondía a un hombre de esa talla, había enviado a su hijo a la misma escuela privada de elite a la que asistían Jack y Arthur. Lo que más lamentaba Quincey P. Morris era haber nacido demasiado tarde para luchar en la guerra de Secesión. Esta idea finalmente lo animó a volver a casa para luchar en las guerras contra los indios y ayudar a domar el Salvaje Oeste. Arthur, inspirado por las andanzas heroicas de Morris en las grandes llanuras americanas, se había animado a unirse a la siguiente aventura, y se había alistado en la Legión Extranjera. A Jack Seward no lo convencieron de que se les uniera, pues había elegido buscar su propia gloria en la ciencia, inscribiéndose en la prestigiosa Universidad Vrije de Holanda como estudiante y asistente graduado del profesor Abraham van Helsing.

Quincey Harker se detuvo en lo alto de la escalinata de la mansión para recuperar el aliento y calmarse. No quería conocer al gran Arthur Holmwood con el aspecto de un recadero. De pie junto al umbral se le ocurrió que era allí donde la banda de héroes solía reunirse. Era allí donde se había urdido el plan de librar al mundo de Drácula. Y sin embargo, incluso contando con un hombre como Arthur Holmwood, habían fracasado. Quincey temía que el enemigo al que se enfrentaba fuera sencillamente demasiado fuerte.

Alargó la mano hacia la aldaba de latón, pero no había aldaba. Miró a su alrededor, vio una cuerda junto a la puerta y se dio cuenta de su error. Por supuesto, aquel hombre tendría los lujos más refinados, incluido el nuevo «timbre».

Quincey tiró de la cuerda y sonó un tono lúgubre. No hubo respuesta. Tiró otra vez de la cuerda; aún no hubo respuesta. Estaba a punto de aporrear la puerta cuando ésta se abrió, ligeramente.

Un mayordomo se asomó a mirar.

—¿Puedo ayudarle?

—Soy Quincey Harker y he venido a ver… —Quincey hizo una pausa. A un hombre como Arthur Holmwood había que nombrarle por su título adecuado… — a lord Godalming. Es una cuestión de gran urgencia.

El mayordomo abrió la puerta otro par de centímetros con una bandejita de plata. Se esperaba de Quincey que entregara una tarjeta. Por fortuna, Basarab le había dado unas cuantas a su joven protegido. Quincey buscó en su abrigo hasta que finalmente las encontró escondidas en un bolsillo deshilachado. El mayordomo alzó una ceja, porque un caballero como corresponde siempre llevaba las tarjetas en un estuche.

—Un momento, por favor —dijo el hombre, y cerró la puerta en las narices de Quincey.

Le temblaban las piernas de miedo mientras esperaba. Había leído mucho sobre Holmwood en los últimos días. Las hazañas en Transilvania eran solamente la punta del iceberg. Entre las cosas de su madre, Quincey había hallado información sobre la infancia de Arthur y también recortes de sociedad que subrayaban la vida de éste desde sus enfrentamientos con Drácula. Aunque Arthur se había convertido en lord Godalming tras la muerte de su padre, no había usado comúnmente el título hasta su regreso de Transilvania. Quincey se preguntaba si Arthur se había cambiado el nombre porque sabía que Drácula seguía vivo; pero lord Godalming ciertamente no se escondía en su mansión por temor. Había ganado regatas de vela en el Támesis, había sido un experto jugador de polo y un maestro duelista. Había defendido con frecuencia su honor con pistolas y espadas, actos en los que había matado a tres hombres y había herido a otros doce que lo habían ofendido. Quincey no esperaba menos del hombre que había arriesgado todo lo que tenía por el honor de su gran amor, Lucy Westenra. Un hombre como ése seguramente se alzaría para combatir el mal que había traído Drácula con su regreso.

Quincey recordaba a alguien a quien se referían como «tío Arthur» en su infancia y se dio cuenta de que ése tenía que ser Arthur Holmwood. Pero el lord no había tenido ningún contacto con los Harker durante casi dos décadas, por razones que Quincey suponía relacionadas con la traición de su madre y el alcoholismo de su padre. Sólo le cabía esperar que Holmwood fuera capaz de mirar más allá de la vergüenza familiar y confiar en Quincey, porque el joven necesitaba desesperadamente la ayuda de Arthur.

Hombres como lord Godalming eran una especie en extinción. Quincey había leído que un amigo del padre de Arthur había perdido su fortuna debido a malas inversiones. En lugar de permitir que el hombre perdiera el derecho a sus tierras y riquezas, Holmwood se había casado con la hija de éste. Si había estado dispuesto a casarse con una desconocida para ayudar a un amigo, Quincey esperaba que lord Godalming fuera igualmente caritativo en su caso.

Quincey se sentía superado por el remordimiento al pensar en su padre. Ya nunca tendría la ocasión de disculparse por la forma en que se había comportado con él. Ahora sabía que su padre lo había amado. Jonathan Harker lo había sacrificado todo por su hijo, y Quincey estaba decidido a demostrar que el sacrificio había merecido la pena.

Al final, la puerta se abrió de nuevo.

—Lord Godalming lo recibirá ahora —dijo el mayordomo.

Quincey dio un paso adelante para entrar, pero el mayordomo se interpuso en su camino. Aclarándose la garganta, miró los zapatos embarrados de Quincey. El joven, incómodo, pasó la suela de ambos zapatos por el limpiabarros de hierro forjado que había junto a la puerta.

Por fin lo dejaron pasar al estudio de Arthur Holmwood. El mayordomo cogió el abrigo de Quincey, salió y cerró las puertas tras de sí.

La habitación desprendía un olor familiar. Quincey se dio cuenta de que había estado allí antes; y de repente lo asaltó una marea de recuerdos. Reconoció la tela color burdeos de las paredes: un diseño auténtico y muy caro de William Morris. En las paredes se exhibían espadas finas, estoques y dagas. Durante sus años en el teatro, Quincey había empuñado muchas espadas de atrezo de madera, pero las que había en aquella sala eran auténticas. Aunque algunas estaban melladas, ninguna mostraba rastros de sangre.

De pronto, se acordó de que, de niño, se había estirado para tocar una de las espadas. Pero su padre le había sujetado la mano. «Podrías haberte cortado», le dijo.

Quincey recordó los muebles de roble labrados a mano, las vidrieras de las ventanas y los estantes llenos de más libros de los que podían leerse en toda una vida.

También había un retrato, recordó, de una hermosa mujer pelirroja. Sí, incluso de niño reconocía que la mujer del retrato era la misma mujer de la fotografía que tanto apreciaba su madre. Quincey se volvió para mirar encima de la chimenea, donde recordaba que había estado colgado, pero había desaparecido, sustituido por una simple pintura de un paisaje.

—El retrato de Lucy… —musitó en voz alta para sus adentros.

—La pintura a la que se refiere —dijo una voz detrás de Quincey— fue retirada hace diez años por respeto a Beth, mi esposa.

Arthur Holmwood, lord Godalming, estaba sentado tras un enorme escritorio de caoba. Debajo de una lámpara descansaba la bandejita de plata con la tarjeta de Quincey.

El joven estaba desconcertado. Arthur Holmwood apenas había cambiado. Era mayor que Jonathan, sin embargo, a cualquiera que los hubiera visto juntos le habría costado creerlo. Con su grueso cabello rubio, mentón cuadrado y ojos azules acerados, era fácil comprender por qué Lucy lo había elegido a él entre todos los posibles pretendientes. El pobre doctor Seward nunca había tenido ninguna oportunidad.

Quincey se enderezó y se aclaró la garganta.

—Buenos días, señor…, lord Godalming. Disculpe, no lo había visto.

—Estoy seguro de que no ha venido aquí para discutir mi decoración.

A Quincey le sorprendió la brusquedad del tono, pero siguió adelante.

—Soy el hijo de Jonathan y Mina Harker…

—Sé quien es, señor Harker. ¿Coñac?

—No, gracias. —Quincey esperaba que no se lo tomara como un signo de que no compartía las debilidades de su padre.

Lord Godalming se levantó y cruzó la sala hasta un estante que estaba bien surtido de bebidas. Tenía una figura imponente, de metro noventa, y lucía un traje perfectamente entallado en un cuerpo musculoso. Su abdomen estaba tenso como un tambor y su cuello no mostraba la papada de la mayoría de los hombres de su edad. Se movía tan decorosamente que costaba creer todas las historias de aventuras que Quincey había leído sobre él. Sólo unos pocos cabellos grises en las sienes delataban los más de cincuenta años de vida de Holmwood, y aun así le daban un aire distinguido. Arthur cogió una delicada copa y un decantador de cristal. Al volverse, le iluminó la luz tenue de la sala. Quincey reparó enseguida en dos ligeras imperfecciones: una cicatriz en su mejilla derecha y que le faltaba la punta de una oreja. Se preguntó qué enfrentamiento había dejado ese rastro en lord Godalming.

Arthur sirvió coñac del decantador de cristal en una copa.

—¿Se puede saber qué le ha traído aquí, señor Harker?

—Estoy seguro de que lo sabe.

—No tengo ni la menor idea.

—La semana pasada asesinaron a mi padre.

—Sí, eso lo leí —repuso Arthur, con voz distante—. Mis condolencias. —Puso las manos en torno a la copa de coñac para darle calor.

Quincey trató de dar sentido a la frialdad distante de Holmwood.

—¿También leyó que Jack Seward fue asesinado hace dos semanas en París? —preguntó.

Arthur torció el gesto y se le ensombreció el rostro. Cerró los ojos. Se llevó la copa a la nariz para absorber el aroma, pero no dijo nada.

—¿Me ha oído? —preguntó Quincey levantando la voz—. Jack está…

—Le he oído la primera vez. —Arthur abrió los ojos y miró a Quincey, que tuvo la sensación de que lord Godalming quería matar al mensajero—. Jack era un viejo loco. Metió las narices en… asuntos en los que no debería haberse metido.

—¡Jack Seward era su amigo!

Los ojos de Arthur se estrecharon y dio un paso hacia él.

—Jack Seward era un adicto a la morfina que perdió su fortuna, su reputación, su hogar y su familia.

Todos los instintos de supervivencia le decían a Quincey que parara ya. Pero tenía que mantenerse firme si quería ganarse el respeto de aquel hombre. Enderezó la espalda y afianzó los pies. Sin embargo, la ira de Arthur se desvaneció con la misma rapidez con que había aparecido, reemplazada por una profunda tristeza.

—Jack era un viejo loco que no podía olvidar el pasado —dijo Holmwood tras acabarse el coñac de un trago, como si ahogara un recuerdo desagradable.

—Mi padre y el doctor Seward fueron asesinados con escasos días de margen uno del otro; es más que una coincidencia, ¿no le parece? —preguntó Quincey—. Usted y su esposa están en peligro.

Arthur rio y volvió a llenarse la copa.

—¿Peligro? Señor Harker, usted no conoce el significado de esa palabra.

Quincey no podía creer que ése fuera el mismo Arthur Holmwood que había cabalgado en un semental para combatir a los cíngaros y contra Drácula. Él más que nadie debería haber comprendido la amenaza. Le invadió la furia; antes de darse cuenta, había cogido del brazo a Arthur, deteniéndolo a medio trago.

—Drácula ha vuelto para vengarse, y lo sabe. Ayúdeme a matarlo de una vez por todas.

Arthur miró con dureza la mano que tenía sobre su antebrazo. Se soltó con un poderoso movimiento.

—Impetuoso, señor Harker. Imprudente e impetuoso. Así que finalmente su madre se lo ha contado.

—No, descubrí la verdad yo mismo —dijo Quincey, tratando con escaso éxito de impedir que el temblor le invadiera la voz.

—Drácula está muerto. Lo vi morir. —Arthur dejó el decantador y se colocó detrás del escritorio—. Todos lo vimos.

Quincey no podía creer una ceguera tan deliberada. ¿Tenía que decírselo con todas las letras?

—A mi padre lo empalaron.
Tepes
, ¿quién más podría ser?

—He librado batallas, señor Harker. En mi vida, he estado en campos de batalla infernales y he cruzado océanos de sangre. Todo eso ha terminado para mí. No volveré otra vez allí. —Cogió una campanita para llamar al mayordomo.

Quincey dio un puñetazo en la mesa.

—¡Cobarde!

Estaba seguro de que el insulto incitaría a Arthur a reaccionar, pero los ojos azules del hombre estaban vacíos de emoción.

—Váyase a casa, muchacho —susurró Holmwood—. Antes de que se haga daño.

Quincey oyó que el mayordomo entraba en la sala tras él.

—¿Deduzco que nuestra reunión ha terminado?

—Buenas tardes, señor Harker. —Arthur cogió un librito, pasó a una página marcada y empezó a leer.

El mayordomo se acercó con el abrigo de Quincey.

—Por aquí, señor.

Quincey se quedó inmóvil, completamente desconcertado. Entonces arrancó su abrigo de las manos del mayordomo, pivotó hacia el escritorio y le arrebató a Arthur el libro que sostenía. Sus miradas se encontraron.

—No me compadeceré de usted cuando lo vea en la mesa de autopsias —declaró, esperando que el hombre mordiera el anzuelo al fin.

En lugar de aceptar el reto, Arthur miró fijamente hacia la pintura insulsa que estaba sobre la chimenea y dijo casi en un susurro:

—No creo que nadie lo haga.

Mientras el mayordomo guiaba a Quincey hasta la salida y a la ya oscura calle, el joven le daba vueltas a lo que acababa de ocurrir. La fuerza que había impulsado a Jack Seward a la locura, que había corrompido a su madre y se había llevado el alma de su padre también había extinguido el espíritu de Arthur. Usaba el nombre de lord Godalming porque Arthur Holmwood ya no existía. Ahora Quincey sabía que lord Godalming no libraba duelos por honor. Lord Godalming libraba duelos con la esperanza de encontrar la muerte.

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