Drácula, el no muerto (13 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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Al final, Stoker tuvo la oportunidad de colocarse en primer plano. En 1890, Oscar Wilde, apartándose de su estilo habitual, escribió un cuento gótico,
El retrato de Dorian Gray
, que se convirtió en un éxito de la noche a la mañana. Poco después, de repente, detuvieron al antiguo amigo y rival de Bram y el resultado fue un juicio altamente publicitado con acusaciones de ultraje a la moral. Con la esperanza de sacar partido a la última moda literaria, Stoker había bebido del ejemplo de Wilde y del de Mary Shelley y John Polidori. Durante el verano de 1816, el famoso poeta lord Byron se había desafiado a sí mismo y a sus huéspedes a escribir una historia de terror. Se suponía que triunfarían los dos autores de reconocido prestigio que se hallaban presentes, lord Byron y Percy Shelley. Nadie esperaba que la esposa de Percy, Mary Shelley, o el doctor John Polidori se elevaran por encima de los demás. Tanto la novela
Frankenstein
como el relato corto
El vampiro
nacieron esa noche, con lo cual los dos autores más inexpertos del grupo escribieron dos libros de enorme éxito. Bram adoraba todas esas historias de terror gótico, y empezó a buscar su oportunidad de igualar aquel logro. Esa oportunidad llegó cuando el encarcelamiento de Wilde dejó un vacío literario. Bram decidió que era el momento de salir de la sombra de Irving y Wilde. No estaba siendo oportunista, simplemente creía que su tenacidad tenía que dar rédito en algún momento.

No supuso ninguna sorpresa para él que su editor no compartiera su recién expresado deseo; al fin y al cabo, anteriormente Bram sólo había publicado con éxito títulos biográficos y de referencia. Lo que sí desconcertó a Bram fue la absoluta falta de apoyo de Florence. Su esposa pensaba que estaba perdiendo el tiempo con el género de terror; consideraba que ese nuevo empeño no estaba a su altura. Stoker se encontró solo en su propósito de convertirse en un novelista de éxito.

Al reflexionar sobre ello, Stoker comprendió que debería haber buscado nuevos editores para su novela. Estaba seguro de que querían que fracasara para que «recuperara el sentido común» y se dedicara únicamente a escribir no ficción. Los cretinos no sólo habían cambiado el título de
El no muerto a Drácula
, sino que también habían recortado centenares de páginas vitales del libro. Stoker estaba convencido de que a Wilde nunca lo habían censurado. Además, su editor no había hecho ningún intento más de promocionar
Drácula
entre los seguidores literarios de Wilde. Por supuesto, el editor culpaba únicamente a Bram por las escasas ventas.

Después de los años transcurridos, Bram aún se sentía a la sombra de su antiguo amigo.
El retrato de Dorian Gray
, con su autor en prisión e incluso una vez muerto Wilde, vendía más deprisa de lo que se podía imprimir. Stoker había mantenido la esperanza de que Irving alabara públicamente Drácula. En cambio, el actor calificó la novela de «espantosa» y, con una sola palabra, mató las esperanzas de Stoker. Éste nunca se lo perdonó.

Al cabo de unos años, Irving murió antes de que ninguno de los dos tuviera oportunidad de disculparse. Para su sorpresa, Irving le dejó el Lyceum Theatre a Stoker en su testamento. Por primera vez en su vida tenía pleno control sobre algo. Pero sin el nombre de Henry Irving vinculado a las producciones, el público se quedaba en casa. Lentamente, los mejores y más brillantes componentes de la compañía se fueron a otros teatros vecinos. El Lyceum sangraba dinero y la presión resultaba casi insoportable. Stoker tuvo un ataque de apoplejía.

Era consciente de que se hallaba en el último acto de su vida, y tenía una última oportunidad para que su novela triunfara. Necesitaba que una versión teatral de
Drácula
cosechara el éxito, y así potenciar las ventas de la novela. Si la obra fracasaba, estaba seguro de que su menguada salud no le daría una nueva oportunidad. No quería ser recordado como una ensombrecida nota a pie de página en la ilustre biografía de Irving. Tenía que ser él quien aportara el ingrediente de éxito a esa producción, no Hamilton Deane ni Quincey Harker.

Bram miró los vacíos asientos escarlata del Lyceum Theatre. Tenía que ser él quien los llenara. Necesitaba que Barrymore volviera y restablecer un módico control sobre su propia obra. Le resultaba irónico poder usar el infernal telégrafo sin hilos de Deane y enviar un mensaje a Southampton para rogar a Barrymore que no viajara a América. Barrymore era la estrella que necesitaba. Ya no tenía ni las ganas ni el tiempo suficiente para ceder.

14

L
a lejana campana de la Westertoren anunció una nueva hora. Repicaba cada quince minutos. El anciano había dejado de fijarse en cada vez que sonaba, ahora que lo hacía con tanta frecuencia. Últimamente, además, la campana daba la sensación de sonar más alto, como si lo acechara, contando los minutos que le quedaban de vida. El hombre pasaba la mayor parte de sus días sentado en su apartamento de Haarlemmer Houttuinen, entre sus numerosos libros, mirando por la ventana del tercer piso hacia el Prinsengracht. Su única conexión con el mundo exterior era la pila de periódicos que le entregaban al final de cada semana junto con sus compras de comida.

El anciano se puso las gafas y cogió el
Daily Telegraph
. Un francés había establecido un nuevo récord en aviación. Él negó con la cabeza. Volar no era para el hombre. Incluso la mitología griega ofrecía una advertencia con la historia de Ícaro, que se acercó demasiado al Sol. La moraleja de la leyenda seguía vigente: el orgullo precede a la caída. La nueva era industrial había delatado la arrogancia del hombre. El anciano pasó las hojas del periódico y vio las páginas de sociedad. Normalmente no se molestaba en leer lo que ocurría en las clases superiores, pero un titular captó su interés:
«Antiguo director del manicomio de Whitby muerto en París».

La mano del anciano tembló al tiempo que su dedo arrugado reseguía el texto. Su corazón latía con rapidez y sus sospechas se confirmaron al leer el nombre de la víctima: doctor Jack Seward.

Había muy pocos detalles en relación con su muerte, un accidente con un carruaje de caballos. ¿Qué estaba haciendo Jack en París? Releyó la fecha. Jack había muerto hacía casi una semana. El periódico había tardado mucho tiempo en llegarle. ¡Maldición! Pasó las páginas de otros periódicos y encontró ediciones recientes de
Le Temps
; en una de ellas, vio un artículo de seguimiento escrito el día después de la muerte de Jack. Lo leyó lo mejor que supo, pese a que había olvidado casi por completo el francés. No importaba demasiado, porque sólo se ofrecía algún nuevo detalle menor. Una espesa niebla, el cochero no logró frenar, muerte delante del Théâtre de l’Odéon. Un trágico accidente.

Estaba a punto de cerrar el periódico cuando el artículo captó una vez más su atención. Un testigo aseguraba que había visto a dos mujeres subir al carruaje cuando éste huía de la escena; sin embargo, la Policía no le daba mucho crédito, pues afirmaba que el vehículo no llevaba cochero.

Quizás aquello fuera un detalle insignificante para las autoridades francesas, pero para el anciano era el faro que advertía del peligro. Siempre había creído que los accidentes no existían.


Hij leeft
. Vive —susurró para sus adentros, ahora con su corazón acelerándose de miedo.

Sintió un dolor agudo en la mandíbula, como si le hubieran clavado un cuchillo caliente.

En cuestión de segundos sintió una opresión en el pecho. El hombre hurgó en su bolsillo en busca del pastillero de latón. Tenía el brazo izquierdo entumecido. Le temblaron los dedos cuando intentó abrir con una mano el pequeño cierre. La Parca apretó más fuerte, obligándolo a soltar el pastillero, y las píldoras cayeron en la alfombra. El anciano abrió la boca para gritar de dolor, pero sólo un gemido emergió de sus labios secos. Se cayó de la silla. Si moría allí, no encontrarían su cuerpo hasta que volviera el chico del reparto, la semana siguiente. Se quedaría en el suelo, solo y olvidado, descomponiéndose. Cogió una única pastilla de nitroglicerina, se la colocó bajo la lengua y esperó a que hiciera efecto. El brillo cálido del fuego titilaba, proyectando una luz espectral en los ojos de cristal de las aves y animales disecados que se exhibían en la sala. Sus miradas muertas se burlaban de él.

Al cabo de unos minutos sintió que la sangre volvía a fluir por sus miembros. La muerte aflojó su tenaza. Sus ojos legañosos volvieron a mirar el periódico. El anciano sabía que su destino no era una muerte tan mundana: un ataque al corazón. Había una razón para que Dios lo hubiera mantenido vivo. Con todas las fuerzas que logró reunir, volvió a subirse a la silla y se levantó con resolución.

15

Q
uincey no recordaba su trayecto de Londres a Dover, ni haber esperado el transbordador que lo llevó a Calais. Durante todo el recorrido de veinticuatro horas había tenido la nariz metida en la novela de Bram Stoker. Continuó pasando páginas al viajar en el Chemin de Fer du Nord desde la estación de Calais-Fréthun hasta la de Du Nord de París.

La combinación de Stoker de narrativa en primera persona, anotaciones de diario y correspondencia le resultó única y, a pesar del hecho de que un muerto viviente andante era completamente inverosímil, se descubrió intrigado por el personaje de Drácula, una creación cargada de contradicciones; una figura trágica, símbolo de pura maldad, el cazador siniestro que luego se convierte en cazado. Pero ver a su madre y a su padre representados como protagonistas era surrealista. Incluso se mencionaba su casa de Exeter y cómo su padre había heredado el bufete de Hawkins. Le resultó ofensivo leer la sugerencia de que su madre no había sido del todo pura en sus tratos con el vampiro Drácula. Pero cuando Quincey siguió leyendo, su rabia remitió. Al final, Stoker había restablecido la virtud de su madre al hacerle ayudar a la valerosa banda de héroes que dieron caza y destruyeron a Drácula. Era gracioso, nunca había pensado que su padre fuera un héroe. Sin embargo, debía de haber existido una razón para que Stoker eligiera a sus padres como modelo para los protagonistas de su novela, y esperaba que el autor fuera más receptivo a sus preguntas la próxima vez que lo viera.

Quincey se entusiasmó ante la perspectiva de usar esa adaptación teatral de
Drácula
no sólo como una oportunidad para demostrarse que podía tener éxito en los asuntos teatrales como actor, sino también para probar a Stoker su valor como miembro de la compañía del Lyceum Theatre.

—¡Bienvenido, señor Harker! —Antoine, el director del Théâtre de l’Odéon, estaba esperando a Quincey cuando éste llegó poco después de las cuatro en punto.

Quincey se sintió desconcertado por la cálida recepción, completamente diferente de la bienvenida que había recibido sólo una semana antes.

Antoine le estrechó la mano.

—¿Cómo ha ido su viaje a Londres?

—Ha sido muy productivo —respondió Quincey—. ¿Está aquí el señor Basarab?

—Non, me temo que aún no ha llegado ningún actor. La convocatoria no es hasta dentro de dos horas.

Quincey ya se lo imaginaba. Sacó
Drácula
de la mochila, junto con un sobre sellado, que colocó en el interior de la cubierta delantera.

—¿Puede encargarse de que el señor Basarab reciba esto de mi parte?

—Se lo entregaré personalmente.

Después de ver a Antoine desaparecer en el teatro, Quincey se dirigió al barrio Latino para buscar una habitación donde pasar la noche. Quincey bostezó mientras arrastraba los pies por la calle adoquinada. No había dormido desde que había salido de Londres y esperaba volver al teatro después de la función, pero sabía que en el momento en que apoyara la cabeza en una almohada se quedaría completamente dormido, caería como un tronco.

Soñó esa noche con un futuro en que su nombre aparecería en los carteles al lado del de Basarab y se despertó a la mañana siguiente sintiéndose renovado y muriéndose de ganas de saber qué pensaría Basarab de la carta y del libro en sí. Todo dependía de su reacción. Quincey apenas podía esperar a ir al teatro por la noche y encontrarse cara a cara con su destino. Se vistió deprisa y, al salir a tomar el desayuno, pasó por el teatro. Sabía que Basarab aún no estaría allí, pero sentía la necesidad de pararse y soñar una vez más.

A lo largo de las siguientes horas, Quincey paseó por las calles de París, repasando mentalmente la novela de Stoker una y otra vez. Se preguntó si su autor era un genio creando el personaje, o bien su descripción de Drácula en realidad se basaba en alguien. Stoker había escrito que Drácula era un noble rumano. Se le ocurrió que si un Drácula real había existido, Basarab podía conocer su historia. Un buen productor se familiarizaría lo mejor posible con el Drácula histórico para impresionar a su estrella potencial. Con esa idea, Quincey fue al Boulevard Montparnasse, donde había varias buenas librerías a lo largo del tramo situado cerca de la universidad.

Pasadas dos horas y tras visitar tres librerías, Quincey no había encontrado ni un solo ejemplar del Drácula de Stoker. Al parecer, no había sido bien recibido. Quincey estaba empezando a temer que hubiera apostado al caballo equivocado. Llegó a una cuarta librería, conocida por tener títulos de todo el mundo. Allí, Quincey se sorprendió al encontrar dos libros sobre Drácula, ambos traducidos del alemán. El más pequeño de los dos era, en realidad, un largo poema titulado
La historia de un loco sanguinario llamado Drácula de Valaquia
. El otro, más voluminoso, era
La aterradora y verdaderamente extraordinaria historia de un tirano malvado y bebedor de sangre llamado príncipe Drácula
.

¿Podían los alemanes poner títulos más largos?

Las especulaciones de Quincey sobre los orígenes de Drácula eran correctas; el vampiro de Stoker, el conde Drácula, tenía vínculos con un personaje histórico real. Aunque estaba tratando de ser cuidadoso con el dinero, Quincey compró los libros para investigar al personaje. Después tendría que ahorrar saltándose algunas comidas, pero era un sacrificio necesario. Quería saberlo todo sobre aquella misteriosa figura histórica.

Quincey se detuvo en la Compagnie Française des Câbles Télégraphiques, en el Boulevard Saint-Germaine, para enviar un telegrama a Hamilton Deane y contarle su maravilloso hallazgo en la librería. Pasó la mayor parte del día en su banco favorito de piedra tallada, cerca del estanque artificial de los jardines de Luxemburgo, leyendo los relatos históricos del príncipe Drácula. Quedó tan absorto por las narraciones brutales del diabólico príncipe, que no se dio cuenta de que el sol se estaba poniendo hasta que apenas podía leer las letras. ¡Casi las ocho! Salió disparado en dirección hacia el teatro y allí enseguida buscó a Antoine.

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