Read Dos velas para el diablo Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Fantástico, infantil y juvenil
Como he dicho antes, mi padre era un ángel menor. Los ángeles poderosos o bien están de capa caída, o bien han desaparecido. Si todavía continúa la guerra contra los demonios, eso no lo sé. Pero lo que sí tengo bien claro es que mi padre ya no participaba en ella, no era importante para nadie. Solo un pobre ángel perdido que se pateaba el mundo, arrastrando a su hijita, buscando señales de Dios. Ningún demonio que se precie perdería el tiempo con un ángel ecologista como él. Y, pese a ello, lo mataron.
Por eso estoy tan furiosa. Por eso quiero entrar en el juego, en la guerra que mi padre abandonó. Y no es que me interese especialmente meterme en problemas: es que ellos me han involucrado contra mi voluntad. Los buscaré, donde quiera que se escondan, y los destruiré.
No se puede reconocer a un ángel a simple vista, ni tampoco a un demonio. De la misma manera que los ángeles no van por ahí con dos enormes alas de plumas en la espalda, tampoco los demonios tienen rabo, cuernos y patas de cabra. Por fuera, son tan humanos como los demás.
Además, los ángeles ni siquiera son particularmente guapos. Al menos, mi padre no lo era. Ninguna mujer se habría fijado en él dos veces al verlo pasar.
Pero los demonios…, ah, los demonios son otra cosa.
Entendedme: no es que sean guapísimos ni estén como un queso. Pero tienen algo… llámese magnetismo o llámese carisma, o
sex appeal
, o como queráis. ¿Os habéis topado alguna vez con esa clase de persona que, sin ser especialmente atractiva, tiene algo que hace que todos se fijen en ella e intenten imitarla? Y que, cuando te paras a pensarlo, te preguntas qué tiene de especial exactamente, y no sabes qué responder. Pues hay bastantes posibilidades de que sea un demonio. De hecho, muchos de ellos salen por la tele. Y otras muchas personas, tanto las que salen en la tele como las que no, intentan imitar su peinado, su forma de vestir, su actitud… sin el mismo resultado. Y es que no vale la pena intentar ser como ellos. Su atractivo no está en nada que podáis apreciar a simple vista, y mucho menos reproducir. Causarían el mismo efecto bajo cualquier otro aspecto. Es ese magnetismo demoníaco lo que provoca que mucha gente escuche antes a un demonio que a un ángel. Otro de sus trucos sucios.
Y, a pesar de esto, no es tan sencillo distinguir a un ángel de un demonio, ni siquiera por sus actos. Un demonio puede darte el mejor de los consejos con la mejor de las intenciones. Un ángel puede perjudicarte si cree que con eso tendrá más posibilidades de salvar la creación. Y el más retorcido de los psicópatas puede resultar un humano del montón. Lo cierto es que, a veces, las acciones de unos y otros resultan difíciles de entender. Tampoco se las puede clasificar en el saco de «acciones buenas» y «acciones malas». Serán buenas y malas según para quién. De alguna manera, unos y otros se comportan como si jugasen una inmensa partida de ajedrez. Puede parecerte que adelantar ese peón es una jugada estúpida. Desde tu punto de vista, parcial y humano, no puedes ver que con esa jugada le ha abierto camino al alfil, o ha protegido al rey. Tampoco entendemos que a veces puedan sacrificarse piezas voluntariamente.
Somos humanos. Y la partida no se juega para que gane un individuo. No se juega para que ganes tú, ni para que gane yo. Se juega para que gane toda la creación.
Sin embargo, ni unos ni otros pueden escapar de su verdadera esencia. ¿Cómo distinguir un ángel de un demonio? Es sencillo: cuando te encuentres al borde de un precipicio, el ángel te tenderá la mano y el demonio te empujará.
Aunque, claro… entonces ya será demasiado tarde.
Lo cierto es que, aparte de mi padre, no he tenido tratos ni con ángeles ni con demonios. Al menos, que yo sepa.
Porque, a lo largo de nuestros viajes, hemos conocido a mucha gente. No es que mi padre fuera muy sociable. En realidad, era bastante tímido y no solía acercarse a desconocidos. Pero si eran los desconocidos los que se acercaban a él, entonces los recibía con una amplia sonrisa.
Mi padre tiene amigos repartidos por medio mundo. Puede que algunos sean ángeles o puede que sean todos humanos. No puedo saberlo.
En cualquier caso, en estas circunstancias no tengo ganas de encontrarme con más ángeles, todavía no. Necesito una mano amiga… una mano humana… como yo.
Es por eso por lo que he venido aquí. No hace ni un mes que murió mi padre, pero me ha costado mucho llegar a esta ciudad desde Walbrzych, Polonia, donde le mataron. Ha sido un viaje complicado. Como ya habréis adivinado, no tengo mucho dinero.
A mi padre no le hacía falta. Casi siempre le invitaban, como a una estrella de cine. O subía a los trenes y los autobuses sin que el revisor reparara en él. O simplemente caminaba de un lugar a otro sin preocuparse de lo lejos que pudiera estar.
Las ventajas de ser un ángel, claro.
No es que él manipulara la mente de las personas ni nada por el estilo. Es que les caía bien. Mi padre infundía una sensación de confianza que te hacía creer que, mientras le tuvieras cerca, nada podía salir mal. Esta es una de las razones por las cuales este último mes ha sido tan duro. Otra es, por supuesto, que los revisores sí reparan en mí, y que a mí nadie me invita a comer una hamburguesa en un bar cutre, por muy hambrienta que me vean. Después de todo, no soy un ángel. Solo una chica de dieciséis años, desaliñada y con cara de mala uva. Y eso a pesar de que llevo colgada a la espalda una espada que debería llamar la atención de cualquiera que no sea un ángel o un demonio. No se trata de que las espadas sean invisibles para los mortales: es que no se fijan en ellas. Son demasiado viejas como para que constituyan una novedad, y demasiado poco corrientes como para que nadie las identifique si las ve. Son demasiado peligrosas como para que nadie sueñe siquiera con escapar de ellas… y demasiado inofensivas para los humanos como para que estos las consideren una amenaza, puesto que no fueron creadas para atacarlos.
¿Verdad que es un galimatías? Bien, pues yo tampoco lo entiendo. Pero así es como me lo explicó mi padre el día que se le ocurrió mencionar que llevaba una espada prendida a la espalda. Lo creáis o no, siempre había estado ahí y yo nunca la había visto hasta que él lo comentó.
En fin, que eso de que nadie se fije en mi espada es una ventaja. La única, por cierto, de viajar con la espada de un ángel, pero sin el ángel al que perteneció. Y esto es una suerte, porque, como ya sabéis, solo podré vengar su muerte con esta espada, y no habría sido nada fácil llevarla de un sitio a otro si fuera una espada corriente.
Y volvemos al asunto de mi misión y al primer dilema al que me tuve que enfrentar: si vuestro padre hubiese sido asesinado por un demonio o por varios y quisierais vengar su muerte, ¿por dónde empezaríais a buscar al culpable?
No soy, ni mucho menos, experta en moverme por los círculos demoníacos. Pero puede que sí haya conocido a algún ángel sin saberlo.
Jotapé, aunque es un pedazo de pan, no es un ángel, eso seguro. Pero su casa me pilla de camino hacia mi próximo destino. Y hace mucho tiempo que no le veo.
Jotapé no se llama Jotapé en realidad. Para sus feligreses es el padre Juan Pedro, le tratan de usted y le tienen mucho respeto. Seguro que más de una abuelita de su parroquia fliparía si me oyese llamarlo Jotapé. Ya se sabe: la confianza da asco.
Pero yo no le conocí en misa, ni en el confesionario, ni siquiera en la parroquia: le conocí en una biblioteca. Entonces yo era una mocosa de siete años, y él no sabía de los ángeles más que lo que le habían enseñado en el seminario. Por supuesto, le conté un par de cosas acerca del tema, de las que él no tenía ni idea, y ahí empezó todo.
En realidad, puede que Jotapé sea mi único amigo. El único que hice yo sólita, sin ayuda de nadie. O, dicho de otro modo, sin mediación de mi padre.
La parroquia de Jotapé está en una zona bastante céntrica de la ciudad, pero es pequeñita. Muy de barrio, vaya. Es una de esas parroquias en las que todos se conocen, y en las que a la misa de las ocho un miércoles por la tarde van siempre los mismos cuatro gatos. Por eso, el quinto gato, o sea, yo, llama la atención irremediablemente, con espada o sin ella. Hay un ancianito que no para de mirarme de reojo con cara de malas pulgas. Vale, es verdad que voy bastante andrajosa, pero es que vengo desde Polonia, qué se ha creído usted. Y no en avión, en primera clase, sino a patita, haciendo autoestop y en autobuses cutres, que es lo único que me he podido permitir. Y bien, de acuerdo, no es habitual ver a una chávala de dieciséis años en misa a las ocho de la tarde y encima entre semana. Pero qué pasa, ¿no puede una ser amiga del cura?
Intento decirle todo esto en una sola mirada furibunda, pero no sé si lo ha captado. Al menos, no los detalles.
En fin, me da lo mismo. Espero en mi asiento del fondo a que termine la misa.
Por extraño que parezca, no soy muy creyente. Vale, creo en Dios, para eso soy la hija de un ángel; pero no creo exactamente en el Dios de los católicos. Supongo que tendrá algo que ver el hecho de haber visto a mi padre, que era un ángel, entrar en todo tipo de lugares sagrados, desde ermitas o catedrales hasta mezquitas, sinagogas, antiguas ruinas griegas y romanas y todos los templos dedicados a todas las deidades orientales imaginables que fuimos capaces de encontrar en nuestro periplo por Asia, en busca de Dios, y salir decepcionado de todos ellos. Eso fue durante una etapa en la que pensó que tal vez los humanos habían encontrado a Dios y por eso erigían templos en lugares determinados, donde quizá todavía se rastreaba algo de la esencia divina. Así que íbamos de iglesia en iglesia, pero él no escuchaba los oficios. Se quedaba de pie, al fondo, respetuoso, sin molestar, pero sin participar. Alzaba la cabeza y cerraba los ojos, esperando sentir algo, no sé el qué. Sin embargo, siempre que los abría de nuevo mostraba esa mirada triste y desilusionada, sacudía la cabeza, me tomaba de la mano y, con discreción, abandonaba la iglesia sin hacer ruido.
Llegó un momento en que se cansó de buscar en los templos. Fue entonces cuando empezó a recorrer los espacios naturales, los pocos lugares vírgenes que quedaban en el mundo.
Y en ello estaba cuando lo mataron.
Jotapé todavía no sabe nada, claro. Se va a quedar de piedra cuando se lo cuente.
De momento, está muy concentrado en la misa, y si me ha visto, o no me ha reconocido o prefiere no darlo a entender. Hace bien en centrarse en lo suyo; después de todo, es su trabajo.
Espero pacientemente a que termine la misa; cuando Jotapé dice «Podéis ir en paz», una señora se adelanta y se acerca a hablar con él. Yo me siento y sigo esperando. Reparo entonces en una imagen que no estaba la última vez que vine aquí. Y aunque de eso hace bastante, y he visitado muchas otras iglesias desde entonces, sé que recordaría algo así.
Es un cuadro de la Anunciación de la Virgen. En este tipo de cuadros, casi todo el mundo se fija en la Virgen, en su mirada dulce y la expresión de asombro de sus ojos cuando le dicen, nada menos, que va a dar a luz a un bebé divino. Pero en las Anunciaciones yo no suelo fijarme en María, sino en el ángel. En Gabriel.
Suelen pintar a Gabriel como el ángel más amable de todos. No en vano se supone que trae buenas noticias y que tiene bastantes tratos con los mortales, al igual que Rafael, otro ángel bastante sociable.
No lo sé. No conozco a Gabriel en persona. Ni siquiera sé si existe todavía. Es uno de los siete grandes arcángeles. Según mi padre, algunos de ellos desaparecieron sin más.
El Gabriel del cuadro es rubio y tiene una expresión agradable y bondadosa, una aureola resplandeciente y unas alas inmensas y preciosas. Siempre le he dicho a mi padre que los ángeles deberían haberse materializado con alas de verdad, como las de los ángeles de los cuadros.
Él respondía que tal vez fuera así en los tiempos antiguos, cuando los ángeles se mostraban a los humanos como ángeles, y no con apariencia humana, como hacen ahora.
Hoy día, ningún ángel podría permitirse el lujo de crearse un cuerpo alado. Primero, porque no tienen fuerzas, y segundo, porque a saber qué le harían a cualquier individuo con alas que se atreviera a aparecer en un lugar civilizado.
Y es que hoy nadie tiene respeto por nada.
No hace falta creer en Dios, ni en Jesús, ni en la Virgen, ni siquiera en los ángeles, para apreciar la belleza de una imagen de la Anunciación (si está bien hecha, claro). Y supongo que con los cuadros pasa lo mismo que con los tipos con alas. Que hoy día pocas personas son capaces de valorar la belleza de un ángel, o de un cuadro, sin relacionarlos con la religión. La belleza existe para que podamos apreciarla, y no entiende de cultos, de religiones ni de creencias. Los ángeles están muy por encima de eso, por lo que imagino que Dios también, dondequiera que se encuentre.
—¿Cat? ¿Eres tú?
Le sonrío de oreja a oreja y tengo la sensación de que me duele la cara. Hacía como un mes que no sonreía de verdad.
—Hola, Jotapé — le digo.
Como imaginaba, la señora que estaba hablando con él, y que ya se iba, me mira con cara de ogresa. Pero me da lo mismo. Sé que ya no tengo siete años, como cuando empecé a llamar así al cura de esta piadosa parroquia, pero no creo que a él le importe. ¿O sí?
—Hola, Cat —me responde, y se corrige inmediatamente—: Caterina. ¿No es así?
Sacudo la cabeza.
—Solo Cat.
Nos miramos largamente. Supongo que Jotapé estará pensando que cuánto he crecido, cómo ha pasado el tiempo y blablablá, pero yo tengo que decir que lo encuentro igual que antes. Si acaso, puede que esos mechones grises encima de las orejas no estuvieran antes ahí. Pero, por lo demás, tiene el mismo pelo oscuro —y se lo sigue peinando de la misma manera, con la raya al lado—, la misma nariz y la misma sonrisa, entre despistada y bonachona. Hasta diría que lleva exactamente las mismas gafas que la última vez que nos vimos, hace… ¿cinco?, ¿seis años?
—Caramba, Cat, cuánto has crecido…
Lo dicho: Jotapé es un pedazo de pan, pero es totalmente previsible. Lo próximo será preguntarme por mi padre.
—Vaya… el tiempo vuela… ¿Y tu padre? ¿No ha venido contigo?
¿Qué os decía?
—No, mi padre… no ha podido acompañarme. Pero es largo de contar.
Le dirijo una mirada significativa, pero no lo capta.
—Bueno, en tal caso… si te está esperando…
—Noooo… lo que quiero decir es que he venido sola. Totalmente sola. Desde Polonia, ¿sabes? Y no tengo dónde quedarme. Y necesito hablar contigo. Hablarte sobre lo que le ha pasado a mi padre. Y preguntarte…