Dos monstruos juntos (32 page)

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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

BOOK: Dos monstruos juntos
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—Los testigos de David y Pedro.

—Pero la ceremonia es solo civil.

—Sí, pero David y Pedro van a entrar con los acordes de «El amor de mi vida», de Julio Iglesias.

—Dios mío —musitó el padre. Los testigos que había señalado se cogían por las cinturas, parecían un conjunto, un boyband latino avanzando en los treintaytantos. Pelos engominados, algunos con pendientes, otros vistiendo la chaqueta del frac pero vaqueros blancos ultra ceñidos y hermoso paquete y culos caribeños. Generaban ruido, movían las manos, se empezaban a besar entre ellos y corrían como locos en grupo cada vez que entraba una de sus estrellas, fuera el gay de la tele, la alcaldesa de la ciudad, el director de la televisión autonómica, el pequeño y vociferante relaciones públicas del Náutico y el Palau de les Arts, la soprano finlandesa contratada para cantar
L'elisir
d'amore,
la cantante pop que les dedicaría un mini concierto a los novios después de los postres y el mito erótico de las películas del destape acompañada de su nuevo novio polaco, ex stripteaser. Estaban también los hermanos Casas, mister Petazetas (Alfredo decidió que el pastel tendría forma de Grammy, pero en su interior tendría
chocolat fondant
con Petazetas) y el sommelier del restaurante del Innombrable, que se había ofrecido a corregir la lista de vinos de Marrero para la boda. Todos decían que el President se presentaría de manera imprevista, fuera de todo protocolo, pasada la cena, previendo evitar la ceremonia que su partido no aprobaba de ninguna manera por haberse apropiado de la palabra «matrimonio» cuando oficializaba una relación donde no existían madres. Todos iban reuniéndose en el bajo de la escalera, rodeados de los Tàpies más grandes que puedan existir y una marina, más bien un naufragio, de Sorolla. Hablaban, reían, esperaban que alguien les sorprendiera todavía más al abrirse la puerta. Una Preysler, por ejemplo, una Penélope, un Bardem, Kim Basinger o Kylie Minogue.

—¿Crees que para esto cambiamos el país? —le preguntó su padre a Alfredo.

Alfredo quiso levantar sus hombros y dar por respondida la pregunta, pero no pudo. Aprovechó para verlo, más pequeño que él, igual de delgado y conservados algunos de sus músculos, el maxilar, los hombros, las manos fuertes, los ojos penetrantes y las piernas duras, un aire de dignidad propia del pobre en la casa del millonario.

—A lo mejor es mi culpa que David quiera casarse de esta manera, creyendo que al fin me supera en algo —dijo Alfredo.

—Él no necesita compararse contigo. Nadie necesita compararse con nadie, es siempre un error —afirmó el padre.

—España como país se vio obligada a hacerlo con el resto de Europa en los últimos años para crecer, papá. No queríamos ser Portugal, ni Grecia. Queríamos ser más Alemania que Alemania.

—Y nos hemos convertido en esto. Por compararnos. Ya ves, me estás dando la razón —continuó el padre.

—Yo en cambio quisiera ser como tú —dijo Alfredo, evitando las lágrimas que le afloraban. De verdad lo sentía; estaba tan lejos de su padre, siempre lo había estado, pero todo el tiempo hizo lo que él hacía: cocinar, encontrar una rutina cómoda y placentera, levantarse, preparar las comidas, sentarse a ver el deleite en otros, crear algo sencillo para cenar, volver a admirar el goce en los demás, limpiar, cerrar, irse con Patricia caminando a casa, comentando tonterías de los clientes, amarse, dormir, vuelta a empezar.

—No, Alfredo, tú lo que quieres es esto. Gente, trajes, la novia más bella y excitante del mundo. Peligros y venenos, y cenas y brindis. Como tu madre.

—Ella se volvió loca —dijo Alfredo con una voz extraña, adolorida, seca.

—Porque se dio cuenta de que no iba a conseguirlo —se desahogó el padre—. Por eso te golpeaba, Alfredo. Porque sabía que tú sí ibas a hacerlo. No hablemos de mis esposas. Ninguna está entre nosotros para defenderse. Ni ellas ni yo supimos ser mejores padres.

Alfredo sintió la rabia crecerle, las ganas de agredir al padre con aquella fuerza incontrolable de su madre en Barcelona. Igual que Marrero mostrándole su precio, su padre le decía que no estaba solo rodeado de personas corrompidas, sino que era ya uno de ellos.

La fiesta empezaba a crecer como el ansiado evento social, la boda «distinta» que terminaría por celebrar un estilo de vida, siempre dispuesto a más, ganar más, mostrar más, vivir más. La escalera se hacía más grande, más larga, más infinita. Marrero parecía un remedo de Mr. Memory, el mago que oculta secretos de contraespionaje en
Los 39 escalones
de Hitchcock. Si Mr. Memory era un sofisticado inglés de frac, Marrero confundía el chaqué y el frac en su atuendo. No quería ir todo de negro, «coño, porque si es una boda diferente para qué me voy a disfrazar como si casara a una hija cuando lo que caso es a mi hijo maricón», pero tampoco quería renunciar a ponerse un chaleco con colores, «por la misma razón, si voy a casar a mi hijo maricón, quiero llevar una mariconada y quiero que sea naranja como el resto de las cosas. Era el color de la suerte de Frank Sinatra, coño. Y los Grammy Latinos en Valencia también serán naranjas, porque las naranjas y Valencia son la misma cosa y así se lo hemos vendido a esos maricones de Las Vegas y de los putos Grammy Latinos». El frac era negro y bastante pingüino, excesivas hombreras, teniendo en cuenta que Marrero era un hombre corpulento. Pantalón gris pizarra y zapatos de charol (un error garrafal a la hora de vestir un chaqué, pero de rigor cuando se trata de un frac). El «mariconeo» resplandecía al llegar al chaleco, de piqué blanco, abultando la corpulencia, con un ribete naranja en las solapas, en las tapas de los bolsillos y en el forro de los botones. En el bolsillo superior del chaqué un pañuelo naranja fue al principio un detallito de color; a medida que se sucedían los saludos y se acercaba el momento de la boda el pañuelo brotaba como una llama que le recordó a Alfredo el símbolo de la Shell.

Una melodía barroca, en vez de Julio Iglesias, anunciaba la llegada de los novios ante sus invitados. Entendió qué música era, se la había mostrado Patricia en el avión que les trajo a Londres:
La coronaci
ó
n de Popea.
Miró hacia ella, hacia Patricia, al otro lado de la escalera, al lado de Marrero, como si fuera la nueva madre joven del novio. Lo sabía, iba a pasar, en la noche de las verdades esa sería la oportunidad en que les vería juntos, igual que pasó con Borja en el Ovington, y lo entendiera todo y no podría hacer nada.

Los novios aparecieron ante el ensordecedor aplauso y gritos de vivan los novios, viva la libertad y viva Valencia divina.

La jueza (iba a casarlos la alcaldesa, que a última hora «recordó» un bautizo familiar coincidente, en horas, no en estilo, con la boda gay) hizo una larga reflexión sobre dos robles en un inmenso parque, metáforas de David y Pedro, disfrutando del mismo sol y las mismas inclemencias del tiempo. Alfredo miró hacia Patricia, ahora al lado de una mujer robusta, de mayor edad, el pelo muy negro. Manuela, su hermana. La Familia Addams se ampliaba considerablemente. La jueza estaba leyendo un poema de Khalil Gibran sobre otros árboles metafóricos, Alfredo se estremeció, desconfiaba absolutamente de los lectores de Khalil Gibran, así como citar ideas de Deepak Chopra. David introdujo el anillo de diamantes muy brillantes en el dedo de Pedro y este repitió el gesto sonriendo con sus dientes más brillantes que los diamantes. El aplauso fue atronador, con silbidos, patadas contra el suelo y cañonazos expulsados por criados vestidos con uniformes naranjas en el jardín. El presentador venezolano fue invitado a subir a un atril para anunciar el regalo de la falla de la cual Marrero era Presidente. Luego entraron las veinticuatro falleras que acompañarían a la fallera de honor el próximo 17 de febrero, inaugurando la temporada de fiestas. Izaguirre anunciaba las falleras una a una, con sus larguísimos nombres. Desfilaron envueltas en trajes de colores apabullantes, intrincadas flores, zarzas, enredaderas de jarrón chino bordados en las sedas que apretaban sus cuerpos. Se colocaron alrededor de los novios, siempre rodeados de esos gritos de libertad y
visca
Valencia. Alfredo tenía que volver a la cocina, pero no podía separarse de esa imagen, las veinticuatro mujeres cubiertas de vibrantes bordados, los peinados de laberíntica creación, alrededor de David y Pedro.

Patricia esperaba en la cocina, junto a Manuela, probando los langostinos tigre que colocaban en las bandejas del aperitivo.

—Parece mentira que estemos así, juntas.

—¿Has hecho todo esto con la cuenta de la empresa puntocom?

—Un poco sí, otro poco no —prefirió responder Patricia.

—¿Vas a venderla, a hacer una red social? —insistió Manuela—. Qué putada no haberlo pensado hace diez años. ¿Te imaginas que hubiéramos inventado Facebook?

—Al final otros se adelantaron con mi reconocedor de canciones en lugares públicos —confesó Patricia.

—Entonces, ¿eso tampoco es la fuente de ingresos?

—La gente todavía quiere pagar precios altos por una comida de Alfredo —dijo Patricia.

—Pero eso no es lo que quería él.

—Manuela, no nos trates como sociatas, que tampoco lo somos. Recibimos a todo el mundo en nuestros restaurantes.

—Ya lo puedo ver, sí.

Estallaron en una carcajada, Patricia la aprovechó para abrazarse a su hermana. Siempre que lo hacía tenía la sensación de que sería por última vez. Se separaron, aliviadas, y ella fue hacia su bolso. Manuela abrió de inmediato el sobre que le entregaba Patricia.

—Son títulos de una empresa que necesito que dirijas. No tienes que hacer mucho, solo aceptar lo que viene escrito. Puedes mirar sus acciones crecer desde el ordenador de tu casa.

—¿Un fondo de inversiones para ayudas en países en vías de desarrollo? ¿Vas a insistir con lo mismo?

—Esta vez es mucho más fácil, Manuela. Esta vez el altruismo y la tecnología tienen un sentido.

Alfredo entró en la cocina, era momento de iniciar el baile de la cena.

Alfredo la vio mayor, veía a todo el mundo mayor en la boda de su hermano.

—Patricia me cuenta que la cena será como una coreografía —continuó Manuela—. Estás guapísimo, perdona que te lo diga delante de mi hermana, pero no puedo evitarlo.

—Gracias, Manuela. Yo también te veo muy bien.

—Avejentada. Los niños, que ustedes no tienen, son así de devoradores.

—Si tuviéramos niños no podríamos ser Alfredo y Patricia —dijo Patricia supervisando las bandejas antes de entregarlas a los camareros. Manuela iba a tomar otro langostino y Alfredo le dio un toque en la mano y retiró la bandeja.

—Las madres no deben comer marisco rojo. Incrementa su libido y puede traer problemas —le dijo. Manuela se atragantó con un resto de cáscara en su boca y se vio obligada a introducirse los dedos para extraerlo. Alfredo y Patricia se pusieron muy juntos delante de ella. Cuando alguien menos bello, aunque sea familia, se ve obligado a afearse todavía más, los bellos gustan de contemplarlo juntos. Como vampiros que ven sangre gotear, buitres que esperan a la oveja desnucarse u ovejas que ven la hierba crecer.

—Le he dicho a Patricia que me equivoqué de plano acerca de Londres. Es un éxito y estoy segura de que no parará de crecer.

Gracias, dijeron los dos. El resto de cáscara se empeñaba en pegarse al paladar, Manuela tuvo que toser dos veces, Patricia le acercó un vaso de agua y Alfredo sujetó una copa de
champagne
para luego.

—Me ponéis nerviosa, coño, tanta perfección en torno a mí —dijo Manuela, entrecortada.

—Le he explicado que visitaré a la abuela en Edimburgo y que me quedaré unos días para arreglar con ella algunos problemas que tiene en sus cuentas —dijo Patricia con precisión, como si informara a Alfredo de que había puesto a Manuela al corriente de sus actividades. No de todas ellas, pero ciertamente de las que había considerado necesarias.

—Ah —dijo Alfredo, muy británico. Manuela tosió y al fin expulso la cáscara, esta cayó al suelo y Alfredo la apartó con el zapato.

—Esta fiesta es toda ella el anticristo —dijo Manuela, sin pensarlo, como casi todas las cosas que decía o hacía delante de «Los Infalibles...»

Los camareros empezaban a alinearse con las bandejas, entrarían en la carpa con todos sentados y las tazas de consomé de la vajilla rusa humeantes por el bisque de langosta. Manuela se quedó absorta viendo el proceso, Alfredo y Patricia examinándoles como si fueran un ejército de gusto. Escuchaban cada vez más gente en la carpa, crecía el calor, Anna Domino sonaba por los altavoces «Los escogidos». «El placer de los escogidos reside en algo muy delgado y el lugar de aquellos escogidos está en la seguridad de los demás.» Patricia terminó de pasar revista. La canción alcanzó un clímax y repitió el estribillo, «El placer de los escogidos reside en...», y salieron los camareros en dos columnas, el humo del bisque convirtiendo las bandejas en piras exóticas, el olor del plato deslizándose entre los murmullos y luego aplausos, siempre aplausos, de los invitados. Veinte camareros por cada columna, cuarenta mesas de ocho personas cada una. Habían ensayado el servicio mucho, pero nunca se sabe cuánto es suficiente. Cada camarero serviría cuatro sopas en una mesa y se giraría para servir otras cuatro en la mesa de al lado. Señoras primero, hombres después, claro. Muñecos que repartían felicidad a izquierda y derecha. El movimiento fascinaba, el aplauso continuaba y en menos de diez minutos la carpa era un agitar de humos, cucharas golpeando lozas y señoras sujetando largos pendientes para evitar que entraran en el caldo. Al fondo, las puertas de la cocina todavía abiertas para recibir el repliegue de las columnas de camareros, y Patricia y Alfredo recibían su parte de aplausos perfectamente abrazados.

Las columnas salieron otras seis veces. Una para recoger las sopas y otra para servir el primer entrante, el hojaldre de bogavante que tanto había gustado a Marrero en el Ovington. Otra para servir el pato, otra para recogerlo, y finalmente para introducir la tarta de novios, con el fastuoso Grammy de
chocolat fondant
con Petazetas. La sala fue un eco, un oh ansioso, extenuado y revigorizado. Viva Valencia se oyó, un rugido, Marrero se llevó una mano al corazón, David y Pedro se fundieron en un beso eterno y el conjunto de testigos vestidos de frac blanco levantó una inmensa foto de David y Pedro en mini bañadores y pareos tomada el verano anterior. Los novios fueron hacia la tarta devorados por los flashes de todo tipo de cámara, digital, predigital, profesional, de cronista o de móvil. Marrero consiguió que el padre de Alfredo y David estuviera a su lado, y lo abrazó, llevándose la atención de los artilugios hacia ellos. Marrero hacía gestos hacia alguien, Alfredo tardó en entender que eran por él. Quería que hablara, ya tenía el micrófono en la mano. Alfredo solo podía mirar hacia los flashes, buscando a Patricia, sintiendo el Agua Brava de su padre muy cerca, recordándole el paseo hasta Llavaneras en el Citroën Tiburón (el Citroën Tiburón, la única cosa bella de su infancia, ¿por qué no la recordaba más veces?). Miró a Manuela, masticando algo, su cara cubierta de las marcas de una vida sin privilegios. Vio a Enrique y a su esposa teñida, asustados pero sonriéndole. Le pareció ver a uno de los chinos que gritaban números, en libras o yenes delante de los peces monstruo de la Isla Prima.

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