Cordelia se quedó dormida ante el sol naranja y de un furibundo magenta al final de la tarde. Patricia charlaba y ofrecía ideas para la construcción de una escuela para niños haitianos siguiendo los cánones de la escuela Bauhaus. «Era el sueño de mi tío, acercar la arquitectura a los sitios donde solo pueden permitirse esos edificios las clases privilegiadas», manifestó Christian. «Mi tío siempre decía que el verdadero privilegio es la naturaleza.» Patricia miró hacia el horizonte despejado, la noche avanzando sobre el Caribe y la cintura de Alfredo acercándose, para refugiar su cabeza y sus miedos en esa piel. Todo empezó a ponerse lejos, como si el mar retrocediera y lo tragara el cielo sin azul, como si los árboles desaparecieran detrás de una rampa en un escenario, como si Christian y la galerista se fueran igual que habían venido, sin ruidos ni presentaciones. Y quedaron solos ellos dos, los monstruos del mundo fácil, los amores acostumbrados a recostarse uno sobre el otro. Patricia tomó su iPod y buscó «Space Boy». «Hello, space boy, ¿te gustan los chicos o las niñas? Es difícil estos días. Adiós, adiós...»
Llegaron a Puerto Príncipe a las dos de la tarde del 12 de enero. Entre todas las cosas que sintió, esas horas eternas de asfalto lombriz y gente avanzando sin rumbo, tenía el olor de Alfredo dormido, la ventana del coche abierta y el salitre mezclado con las pocas ramas verdes que parecían unir el aroma del limón con el de la ruda. Y recordar un jardín que había olvidado por completo, el de la casa de su madre en Caracas y ella y Manuela, muy niñas, asustadas de la gente cacareando alrededor de ellas. «Qué bonitas, qué europeas, ¡qué primer mundo!», les decían, y ellas veían esos adultos, ese maquillaje que no resbalaba, las joyas y dientes que brillaban igual y el olor del helado de vainilla que llamaban mantecado y la brisa del limón colándose en los salones junto a la ruda, siempre más áspero, recordando el orín de un gato.
Abrieron las maletas en la habitación de muebles blancos y art déco en el Grand Hotel Suisse, sobre una de las poquísimas colinas de Puerto Príncipe. Las ventanas estaban cerradas con un candado. «Por el olor», había advertido el camarero, que tenía el pelo teñido de un amarillo chocante. Se veía un trozo de mar y otras casas con céspedes que parecían pintados y piscinas de fondo muy azul. Si te movías un pelín fuera del cuadro de la ventana alcanzabas a ver el desastre, las antenas parabólicas inclinadas a favor del viento, las casas que no eran sino tres paredes, el agua sucia derramándose por las laderas cubiertas de basura, la gente subiendo y bajando como papeles abandonados. Alfredo se echó sobre la cama, seguía mirándola agotado y lejos. Patricia esperó los ronquidos y abrió su ordenador. Vigiló las cuentas, alguien había entrado en las de Marrero.
Sintió frío, luego fuego en el cuerpo y el chorretón recorriéndole la espalda. Cerró el ordenador, pero no lo apagó. Lo introdujo en la caja fuerte.
Salió al pasillo, bajó al vestíbulo, hacía tanto calor, creyó que podía desnudarse y empaparse de su propio sudor. Borja se lo había dicho en el Museo de Cera: también iría al Caribe. Se notaba sin aire, por el calor. Nervioso.
—Van a liberar a Marrero. Los jueces no encuentran relación entre la factura, las escuchas y los sobornos a los consejeros. Nadie puede entender lo que pone en la famosa factura.
—Era de esperar.
—Dará una rueda de prensa, creo que terminará por anunciar que desea formar parte de las listas del President para las nuevas elecciones.
—Las ganarán —sentenció Patricia.
—No te va a recibir con una sonrisa, Patricia.
—Necesito que aceleremos la fundación, Borja. —Se rió, podría llamarla así, «Fundación Borja».
—Tú sabes hacerlo mejor que nadie.
—Cuando lo haya hecho dejo todo esto. Se acabó, ya no siento nada. Solo creo que guardo algo de amor hacia Alfredo, pero no me atrevo a vivirlo para no desperdiciarlo. Para no convertirlo en explicación, en realidad.
—Ojalá el calor decidiera incendiarme y morir aquí, escuchándote escupir tu amor por él.
Patricia no podía añadir nada más. Borja consiguió levantarse y avanzar hacia los ascensores.
—¿Dónde estabas? —le preguntó Alfredo cuando regresó.
—Aquí, cerca de ti y asociando olores. —Estaba desnuda, recién duchada y mezclando agua con sudor.
—¿Por qué seguimos juntos, Patricia?
—Porque tengo miedo, porque te quiero, porque te pido disculpas.
—Porque el amor es una putada —dijo él.
Christian y la galerista merodeaban en la puerta del hotel. Les esperaban en el Consulado Británico a las 14:45, era prácticamente al lado, pero antes debían ir a visitar la iglesia de Notre-Dame de San Claotel donde Christian quería dedicar un mural en homenaje a su tío-abuelo. Miraban las casas con jardín y flores quemadas y gente, personas vestidas con trajes de colores estridentes y de alguna manera detenidas en los setenta, cuando Patricia a lo mejor ni había nacido. Un hombre muy gordo la miraba fijamente sosteniendo un diminuto ventilador a pilas. Sus labios eran tan gordos como él y apenas podían hablar.
Caminaron rodeados de agentes de una seguridad privada pero con ridículo uniforme de alguna serie de televisión americana, sus escudos como alas de mercurios cosidos a los hombros, una musculatura desigual en todos ellos, brazos fuertes pero piernas enclenques. El calor era brutal, seco, sólido, una suerte de piscina de sal en la que jamás te ahogarías. Vieron la iglesia con su cúpula de celestes descascarados y los coches oficiales aparcando, dos, tres de ellos, y señoras con las mismas modas de los setenta pero planchadas, algunas con sombrero. Cordelia iba recitando nombres con el poquísimo aire que le permitía hablar. Damas de organizaciones benéficas de Francia y el Caribe, miembros del Blue Merlin Girls Club. Con la pobreza asediándolas, todas estas señoras formaban parte del golpe final de su plan. Todo el viaje le permitiría crear una gran tapadera. En este sitio rodeado de mar, cubierto de suciedad, oliendo a limoneros que se mezclaban con la ruda. Se sintió desmayar, pero se recuperó ipso facto viendo cómo una bandada de pájaros negros cubría el cielo sin emitir un solo graznido.
—Pasa algo —dijo Christian—, la naturaleza siempre alerta —susurró.
Patricia y Alfredo se acercaron. Los pájaros no terminaban jamás, el cielo era un retrato negro dentro de un marco azul. Los gatos se quedaban quietos en mitad de las calles, las mujeres se espantaban y querían correr, pero el calor casi los convertía en estatuas de sal. Se acababa la brisa, el mar se quedaba sin olas. Patricia vio a Borja entrando a la iglesia, vestido aún con la misma ropa del encuentro en el vestíbulo del hotel. Alfredo también lo vio, y por eso fue hacia la iglesia, luchando contra la inmovilidad del aire, extremándose en conseguir llegar hasta la pequeña escalinata y avanzar hacia la puerta. Alguien le decía a Patricia que no le siguiera, que no podían moverse, pero aunó todas las fuerzas y enfiló hacia la iglesia. Miró hacia Alfredo y Borja y luego hacia los pájaros, sus alas convertidas en un artesonado macizo, oscuro, encima de ella. Tocó la columna de la entrada de la iglesia, ardiendo, como si hubiera estallado una caldera en su interior. Y se sostuvo a la mano de Alfredo, que deseaba decirle algo acerca de Borja, otra vez acerca del amor, que era una putada, que Haití le arrancaba ya todo el aire para ofrecerle una explicación.
Y entonces sucedió el terremoto. Un ruido, un grito más que estrépito, como de calma rota. Y después el rugido de las rocas, de todo lo que estuviera construido derrumbándose y de los pájaros abandonando ese cielo oscuro y agitándose en el resquebrajamiento. Patricia vio que su mano se separaba de la de Alfredo, que la columna se hacía líquida, que Borja se esfumaba detrás de una nube y que personas enteras se arrojaban a ella y cerraba los ojos y sentía polvo entrándole por los párpados cerrados, por las orejas, por la garganta que intentaba cerrar pero que al final deseaba abrir para que la asfixiaran esas arenas, esos polvos, esas muertes. Sintió golpes, de brazos, de manos, de cabezas, de dientes pequeños que no la mordían sino que se encontraban con su cuerpo como si fuera un saco de arena en medio del mar. Sintió el mar callando mientras todo se volvía aullidos y pájaros que caían, consiguió abrir los ojos y observó la inmensa talla de la virgen francesa pasar delante de ella, los brazos abiertos en cruz antes de que la nube, la tierra abriéndose, la tragara.
Esperó a sentir que esperaba, que seguía allí, que encima de ella había una persona muerta, hombre, mujer o niño, que tuvo que moverla a un lado y avanzar, primero sin ver, luego cerciorándose de que no hiciera más daño con sus pisadas. Había olor a fuego, pequeños incendios que iban generando otros pequeños incendios y poco a poco, a medida que la nube se disipaba y el olor de sal y sangre crecía, empezó a recibir el ulular de las primeras sirenas. Estaba rodeada de dos montañas nuevas de destrozo. No estaba Alfredo. Su ropa estaba hecha jirones y delante de ella un hombre calavera la miraba con los ojos cubiertos de sangre y un crucifijo en el cuello moviéndose aún por el terror. El hombre la miraba como para devorarla y Patricia se quedó quieta asumiendo que así sería. El hombre a la vez se desplomó, la mano aferrada al trozo de madera con el Cristo. La caída desató más polvo. Patricia aguardó, los ruidos empezaban a crecer, gente, auxilios, móviles que nadie respondía. Los pájaros caían muertos. Y de repente un claro de luz, un boquete y gente encontrándose brazos, cabezas, maletas abiertas, papeles flotando en el aire que recuperaba fuerza, una mujer desnuda gritando sin cesar el nombre de alguien. Patricia deseó hacer lo mismo, gritar Alfredo, pero no podía abrir la boca, sentía que estaba muerta porque su aliento era sangriento, se había roto los dientes, sí, varios de ellos, apretándolos durante el terremoto o zarandeada de tal forma por él. Se cubrió la boca, y vio la chaqueta de Borja debajo de un brazo de alguien, intentó cogerla cuando sintió que la tocaban por la espalda. Era un guardia, uno de esos de uniforme televisivo diciéndole algo que su cabeza ya no podía percibir.
—Hay que sacarla de aquí, es blanca, es europea, pasaporte austríaco —escuchó. Oía llantos de bebé, quejidos de adultos, olor a mercromina, vio una inmensa mata de aguacate, con estos brotados de golpe, delante de un cielo infinitamente azul. Pidió un espejo, se sentía deforme, necesitaba verse. Cogió la mano de la persona más próxima, una enfermera, una médico, una superviviente.
—No tiene nada, señorita Patricia —le dijeron—. En el terremoto se golpeó varias veces contra la columna donde se sujetó y se rompió un par de dientes —siguieron informándola.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó, sintiendo que el aire se movía diferente en su boca sin dientes.
—Patricia, como usted —le dijo la mujer dejándola sola. Patricia podía incorporarse, debería abandonar ese sitio, volver a los escombros, ayudar, intentar regresar al hotel y a su ordenador; llamar a Manuela. Encontrar a Alfredo.
Se sintió mal de no anteponer a Alfredo a todas las necesidades. Pero, secretamente, creía en que había una especie de orden literario en esa lista y también que mientras menos pensara en Alfredo más probabilidades tendría de encontrarlo con vida.
No se atrevía a decir nada. Era tal el sufrimiento que observaba, las camillas cubiertas de cuerpos apilados, todos sin vida. La gente tan joven y tan muerta. Los familiares cubriéndose la cara y desfilando delante del otro desfile de cadáveres. Las heridas tan descarnadas, los brazos convertidos en raíces de árboles monstruosos. Había estado en el paraíso y en el purgatorio. Podía cambiarse de nombre, asumir una nueva identidad y ser al fin una mujer altruista, alguien que ayuda, una ex esclava de la sociedad fácil, ex santa flotando en el Támesis suplicando a la virgen de la ayuda. Escuchó su nombre, era un hombre quien la llamaba, pero no era Alfredo. Otra vez la mujer haitiana, atribulada, con otro hombre al lado.
—No podemos tenerla más tiempo aquí. La devolveremos al hotel. Las embajadas europeas están evacuando a sus ciudadanos.
—Quisiera quedarme —dijo.
—Es imposible. Estorbaría más que ayudaría —respondió la mujer, marchándose otra vez.
Patricia viajó en silencio a través de la ciudad. No había siquiera ruinas. Ella había visto ruinas la mañana después de la catástrofe financiera, las columnas suspendidas en la nada de la City londinense tras la caída de los mercados. Aquí veía personas sin extremidades, sin ojos, deambulando entre montañas de fuegos sin apagar, esquinas de casas mal colocadas en techos de otras; gente corriendo entre cristales y dedos rotos con neveras sobre la espalda, perros con las caras hacia atrás, niñas desnudas y gritando, coches antiguos con el color arrastrado hacia un extremo. El mar invadiendo lo que antes fueron iglesias y escuelas, pizarrones desencajados, un cartel de una película de Tom Cruise atrapado en la rama de un árbol, policías escrutando el interior de los vehículos en fila en las puertas de la zona residencial de su hotel. Volkswagen viejos con manchas de sangre, arena en los neumáticos, alas de esos pájaros negros pegadas a la misma arena. Y de pronto, avanzando hacia ella, haciendo caso omiso a los oficiales que le impedían el paso, abriendo la puerta de su coche, entrando, abrazándola, Alfredo.
Lo besó y sintió cómo su lengua entendía la ausencia de sus dientes, se recorrieron buscando heridas pero intentando calmarlas. Se mordieron, se limpiaron las lágrimas, frenaron sus gritos, ignoraron los guardias que al final les dejaban pasar y adentrarse en ese espacio donde las casas seguían siendo blancas, las piscinas parecían haber perdido algo de agua y las palmeras se habían cortado en dos sobre los céspedes semi alterados. Seguían besándose mientras la normalidad volvía a ellos, delegados de las embajadas esperaban cautelosos a las puertas del hotel y empezaban a mirarles como milagros andantes, blancos, europeos, jóvenes, hermosos, sobrevivientes de la mayor destrucción.
Patricia se abalanzó sobre la caja de seguridad de la habitación para extraer su portátil. Estaba allí, sano, perfecto. Alfredo la observaba.
—Dicen que Borja pudo salir del templo. Pasarán muchos días antes de que puedan dar datos oficiales pero...
—¿Qué ha pasado con Christian y Cordelia?
—También desaparecidos —dijo Alfredo.
Patricia comprobó que tenía poca batería. Fue hacia el enchufe y miró hacia Alfredo. No había electricidad, pero tampoco tiempo para activar lo que necesitaba hacer.