Authors: Benito Pérez Galdós
—Pero... pero mujer.
Subía más de tono el canónigo cada vez que repetía esta frase, y puestas las manos en los oídos, sacudía a un lado y otro la cabeza con doloroso ademán de desesperación. La chillona cantinela de María Remedios era cada vez más aguda, y penetraba en el cerebro delinfeliz y ya aturdido clérigo como una saeta. Pero de repente transformóse el rostro de aquella mujer, mudáronse los plañideros sollozos en una voz bronca y dura, palideció su rostro, temblaron sus labios, cerráronse sus puños, cayéronle sobre la frente algunas guedejas del desordenado cabello, secáronse por completo sus ojos al calor de la ira que bramaba en su pecho, levantóse del asiento, y no como una mujer, sino como una arpía, gritó de este modo:
—¡Yo me voy de aquí, yo me voy con mi hijo!... Nos iremos a Madrid; no quiero que mi hijo se pudra en este poblachón. Estoy cansada de ver que mi hijo, al amparo de la sotana, no es ni será nunca nada. ¿Lo oye usted, señor tío? ¡Mi hijo y yo nos vamos! ¡Usted no nos verá nunca más, nunca más; pero nunca más!
Don Inocencio había cruzado las manos y recibía los furibundos rayos de su sobrina con la consternación de un reo de muerte a quien la presencia del verdugo quita ya toda esperanza.
—Por Dios, Remedios —murmuró con voz dolorida—, por la Virgen Santísima...
Aquellas crisis y horribles erupciones del manso carácter de la sobrina eran tan fuertes
como raras, y se pasaban a veces cinco o seis años sin que Don Inocencio viera a Remedios convertirse en una furia.
—¡Soy madre!... ¡Soy madre!... ¡y puesto que nadie mira por mi hijo, miraré yo, yo misma! —exclamó la improvisada leona rugiendo.
—Por María Santísima, mujer, no te arrebates... Mira que estás pecando... Recemos un Padre nuestro y un Ave-María, y verás cómo se te pasa eso.
Diciendo esto temblaba y sudaba. ¡Pobre pollo en las garras del buitre! La mujer transformada acabó de estrujarle con estas palabras:
—Usted no sirve para nada; usted es un mandria... Mi hijo y yo nos marcharemos de aquí para siempre, para siempre. Yo le conseguiré una posición a mi hijo, yo le buscaré una buena conveniencia, ¿entiende usted? Así como estoy dispuesta a barrer las calles con la lengua, si de este modo fuera preciso ganarle la comida, así también revolveré la tierra para buscar una posición a mi hijo, para que suba y sea rico, y considerado, y personaje, y caballero, y propietario, y señor, y grande y todo cuanto hay que ser, todo, todo.
—¡Dios me favorezca! —dijo don Inocencio dejándose caer en el sillón e inclinando la cabeza sobre el pecho.
Hubo una pausa, durante la cual se oía el agitado resuello de la mujer furiosa.
—Mujer —dijo al fin don Inocencio — , me has quitado diez años de vida; me has abrasado la sangre; me has vuelto loco... ¡Que Dios me dé la serenidad que para aguantarte necesito! Señor, paciencia, paciencia es lo que quiero; y tú, sobrina, hazme el favor de llorar y lagrimear y estar suspirando a moco y baba diez años, pues tu maldita maña de los pucheros que tanto me enfada es preferible a esas locas iras. Si no supiera que en el fondo eres buena... Vaya que para haber confesado y recibido a Dios esta mañana, te estás portando.
—Sí, pero es por usted, por usted.
—¿Por qué en el asunto de Rosario y de Jacinto te digo «resignación»?
—Porque cuando todo marchaba bien, usted se vuelve atrás y permite que el señor Rey se apodere de Rosarito.
—¿Y cómo lo voy a evitar? Bien dice la señora que tienes entendimiento de ladrillo. ¿Quieres que salga por ahí con una espada, y en un quítame allá estas pajas haga picadillo a toda la tropa, y después me encare con Rey y le diga: «o usted me deja en paz a la niña o le corto el pescuezo»?
—No, pero cuando yo he aconsejado a la señora que diera un susto a su sobrino, usted se ha opuesto, en vez de aconsejarle lo mismo que yo.
—Tú estás loca con eso del susto.
—Porque «muerto el perro se acabó la rabia».
—Yo no puedo aconsejar eso que llamas susto y que puede ser una cosa tremenda.
—Sí, porque soy una matona, ¿no es verdad, tío?
—Ya sabes que los juegos de manos son juego de villanos. Además, ¿crees que ese hombre se dejará asustar? ¿Y sus amigos?
—De noche sale solo.
—¿Tú qué sabes?
—Lo sé todo, y no da un paso sin que yo me entere ¿estamos? La viuda de Cuzco me tiene al tanto de todo.
—Vamos, no me vuelvas loco. ¿Y quién le va a dar ese susto?... Sepámoslo.
—Caballuco.
—¿De modo que él está dispuesto?...
—No, pero lo estará si usted se lo manda.
—Vamos, mujer, déjame en paz. Yo no puedo mandar tal atrocidad. ¡Un susto! ¿Y qué es eso? ¿Tú le has hablado ya?
—Sí señor, pero no me ha hecho caso, mejor dicho, se niega a ello. En Orbajosa no hay más que dos personas que puedan decidirle con una simple orden: usted o doña Perfecta.
—Pues que se lo mande la señora, si quiere. Jamás aconsejaré que se empleen medios violentos y brutales. ¿Querrás creer que cuando Caballuco y algunos de los suyos estaban tratando de levantarse en armas, no pudieron sacarme una sola palabra incitándoles a derramar sangre? No, eso no... Si doña Perfecta quiere hacerlo...
—Tampoco quiere. Esta tarde he estado hablando con ella dos horas, y dice que predicará la guerra, favoreciéndola por todos los medios; pero que no mandará a un hombre que hiera por la espalda a otro. Tendría razón en oponerse si se tratara de cosa mayor... pero no quiero que haya heridas; yo no quiero más que un susto.
—Pues si doña Perfecta no quiere ordenar a Caballuco que dé sustos al ingeniero, yo tampoco, ¿entiendes? Antes que nada es mi conciencia.
—Bueno —repuso la sobrina—. Dígale usted a Caballuco que me acompañe esta noche... no le diga usted más que eso.
—¿Vas a salir tarde?
—Voy a salir, sí señor. Pues qué, ¿no salí también anoche?
—¿Anoche? No lo supe; si lo hubiera sabido, me habría enfadado, sí señora.
—No le diga usted a Caballuco sino lo siguiente: «Querido Ramos, le estimaré mucho que acompañe a mi sobrina a cierta diligencia que tiene que hacer esta noche, y que la defienda si acaso se ve en algún peligro».
—Eso sí lo puedo hacer. Que te acompañe... que te defienda. ¡Ah, picarona!, tú quieres engañarme, haciéndome cómplice de alguna majadería.
—Ya... ¿qué cree usted? —dijo irónicamente María Remedios—. Entre Ramos y yo vamos a degollar mucha gente esta noche.
—No bromees. Te repito que no le aconsejaré a Ramos nada que tenga visos de maldad. Me parece que está ahí...
Oyóse ruido en la puerta de la calle. Luego sonó la voz de Caballuco que hablaba con el criado, y poco después el héroe de Orbajosa penetró en la estancia.
—Noticias, vengan noticias, señor Ramos —dijo el clérigo—. Vaya que si no nos da usted alguna esperanza en cambio de la cena y de la hospitalidad... ¿Qué hay en Villahorrenda?
—Alguna cosa —repuso el valentón sentándose con muestras de cansancio—. Pronto se verá el señor don Inocencio si servimos para algo.
Como todas las personas que tienen importancia o quieren dársela, Caballuco mostraba gran reserva.
—Esta noche, amigo mío, se llevará usted, si quiere, el dinero que me han dado para...
—Buena falta hace... Como lo huelan los de tropa, no me dejarán pasar —dijo Ramos riendo brutalmente.
—Calle usted, hombre... Ya sabemos que usted pasa siempre que se le antoja. Pues no faltaba más. Los militares son gente de manga ancha... y si se pusieran pesados, con un par de duros, ¿eh?... Vamos, veo que no viene usted mal armado... No le falta más que un cañón de a ocho. Pistolitas, ¿eh?... También navaja.
—Por lo que pueda suceder —dijo Caballuco sacando el arma del cinto y mostrando su horrible hoja.
—¡Por Dios y la Virgen! —exclamó María Remedios cerrando los ojos y apartando con miedo el rostro—. Guarde usted ese chisme. Me horrorizo sólo de verlo.
—Si ustedes no lo llevan a mal —dijo Ramos cerrando el arma —, cenaremos.
María Remedios dispuso todo con precipitación, para que el héroe no se impacientase.
—Oiga usted una cosa, señor Ramos —dijo don Inocencio a su huésped cuando se pusieron a cenar—. ¿Tiene usted muchas ocupaciones esta noche?
—Algo hay que hacer —repuso el bravo—. Ésta es la última noche que vengo a Orbajosa, la última. Tengo que recoger algunos muchachos que quedan por aquí, y vamos a ver cómo sacamos el salitre y el azufre que está en casa de Cirujeda.
—Lo decía —añadió bondadosamente el cura llenando el plato de su amigo—, porque mi sobrina quiere que la acompañe usted un momento. Tiene que hacer no sé qué diligencia, y es algo tarde para ir sola.
—¿Va a casa de doña Perfecta? —preguntó Ramos. Allí he estado hace un momento; no quise detenerme.
—¿Cómo está la señora?
—Miedosilla. Esta noche he sacado los seis mozos que tenía en la casa.
—Hombre: ¿cree usted que no hacen falta allí? —dijo Remedios con zozobra.
—Más falta hacen en Villahorrenda. Dentro de las casas se pudre la gente valerosa, ¿no es verdad señor canónigo?
—Señor Ramos, aquella casa no debe estar nunca sola —dijo con seriedad el Penitenciario.
—Con los criados basta y sobra. ¿Pero usted cree, señor don Inocencio, que el brigadier se ocupa de asaltar casas ajenas?
—Sí; pero bien sabe usted que ese ingeniero de tres mil docenas de demonios...
—Para eso... en la casa no faltan escobas —manifestó Cristóbal jovialmente—. Si al fin y al cabo no tendrán más remedio que casarlos... Después de lo que ha pasado...
—Señor Ramos —dijo Remedios súbitamente enojada—, se me figura que no entiende usted gran cosa en esto de casar a la gente.
—Dígolo porque esta noche, hace un momento, vi que la señora y la niña estaban haciendo al modo de una reconciliación. Doña Perfecta besuqueaba a Rosarito, y todo era echarse palabrillas tiernas y mimos.
—¡Reconciliación! Con eso de los armamentos has perdido la chaveta... Pero en fin, ¿me acompaña usted o no?
—No es a la casa de la señora donde quiere ir —dijo el clérigo — , sino a la posada de la viuda de Cuzco. Me estaba diciendo que no se atreve a ir sola, porque teme ser insultada por...
—¿Por quién?
—Bien se comprende. Por ese ingeniero de tres mil o cuatro mil docenas de demonios. Anoche mi sobrina le vio allí y le dijo cuatro frescas, por cuya razón no las tiene todas consigo esta noche. El mocito es vengativo y procaz.
—No sé si podré ir... —indicó Caballuco—; como ando ahora escondido, no puedo desafiar al don José Poquita Cosa. Si yo no estuviera como estoy, con media cara tapada y la otra medio descubierta, ya le habría roto treinta veces el espinazo. ¿Pero qué sucede si caigo sobre él? Que me descubro; caen sobre mí los soldados, y adiós Caballuco. En cuanto a darle un golpe a traición, es cosa que no sé hacer, ni está en mi natural, ni la señora lo consiente tampoco. Para solfas con alevosía no sirve Cristóbal Ramos.
—Pero hombre, ¿estamos locos?... ¿qué está usted hablando? —dijo el Penitenciario con innegables muestras de asombro—. Ni por pienso le aconsejo yo a usted que maltrate a ese caballero. Antes me dejaré cortar la lengua que aconsejar una bellaquería. Los malos caerán, es verdad; pero Dios es quien debe fijar el momento, no yo. No se trata tampoco de dar palos. Antes recibiré yo diez docenas de ellos que recomendar a un cristiano la administración de tales medicinas. Sólo digo a usted una cosa (añadió, mirando al bravo por encima de los espejuelos), y es, que como mi sobrina va allá, como es probable, muy
probable, ¿no es eso, Remedios?... que tenga que decir algunas palabrejas a ese hombre, recomiendo a usted que no la desampare en caso de que se vea insultada... —Esta noche tengo que hacer —repuso lacónica y secamente Caballuco. —Ya lo oyes, Remedios. Deja tu diligencia para mañana.
—Eso sí que no puede ser. Iré sola.
—No, no irás, sobrina mía. Tengamos la fiesta en paz. El señor Ramos tiene que hacer y no puede acompañarte. Figúrate que eres injuriada por ese hombre grosero...
—¡Insultada... insultada una señora por ése...! —exclamó Caballuco—. No puede ser.
—Si usted no tuviera ocupaciones... ¡bah, bah!, ya estaría yo tranquilo. —Ocupaciones tengo —dijo el centauro levantándose de la mesa—, pero si es empeño
de usted...
Hubo una pausa. El Penitenciario había cerrado los ojos y meditaba.
—Empeño mío es, sí, señor Ramos —dijo al fin.
—Pues no hay más que hablar. Iremos, señora doña María.
—Ahora, querida sobrina —dijo don Inocencio entre serio y jovial—, puesto que hemos concluido de cenar, tráeme la jofaina.
Dirigió a su sobrina una mirada penetrante, y acompañándolas de la acción correspondiente, profirió estas palabras: —Yo me lavo las manos.
Orbajosa, 12 de abril
Q
uerido padre:
Perdóneme usted si por primera vez le desobedezco no saliendo de aquí, ni renunciando a mi propósito. El consejo y ruego de usted son propios de un padre bondadoso y honrado: mi terquedad es propia de un hijo insensato; pero en mí pasa una cosa singular: terquedad y honor se han juntado y confundido de tal modo, que la idea de disuadirme y ceder me causa vergüenza. He cambiado mucho. Yo no conocía estos furores que me abrasan. Antes me reía de toda obra violenta, de las exageraciones de los hombres impetuosos, como de las brutalidades de los malvados. Ya nada de esto me asombra, porque en mí mismo encuentro a todas horas cierta capacidad terrible para la perversidad. A usted puedo hablarle como se habla a solas con Dios y con la conciencia; a usted puedo decirle que soy un miserable, porque es un miserable quien carece de aquella poderosa fuerza moral contra sí mismo, que castiga las pasiones y somete la vida al duro régimen de la conciencia. He carecido de la entereza cristiana que contiene el espíritu del hombre ofendido en un hermoso estado de elevación sobre las ofensas que recibe y los enemigos que se las hacen; he tenido la debilidad de abandonarme a una ira loca, poniéndome al bajo nivel de mis detractores, devolviéndoles golpes iguales a los suyos y tratando de confundirlos por medios aprendidos en su propia indigna escuela. ¡Cuánto siento que no estuviera usted a mi lado para apartarme de este camino! Ya es tarde. Las pasiones no tienen espera. Son impacientes y piden su presa a gritos y con la convulsión de una espantosa sed moral. He sucumbido. No puedo olvidar lo que tantas veces me ha dicho usted, y es que la ira puede llamarse la peor de las pasiones, porque transformando de improviso nuestro carácter, engendra todas las demás pasiones, y a todas les presta su infernal llamarada.