Doña Perfecta (18 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Doña Perfecta
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Estaban un día en la huerta doña Perfecta, Don Inocencio, Jacinto y Pinzón. Hablóse de la tropa y de la misión que traía a Orbajosa, en cuyo tratado el señor Penitenciario halló tema para condenar la tiránica conducta del gobierno, y sin saber cómo nombraron a Pepe Rey.

—Todavía está en la posada —dijo el abogadillo—. Le he visto ayer, y me ha dado memorias para usted, señora doña Perfecta.

—¿Hase visto mayor insolencia?... ¡Ah!, señor Pinzón, no extrañe usted que emplee este lenguaje, tratándose de un sobrino carnal... ya sabe usted... aquel caballerito que se aposentaba en el cuarto que usted ocupa.

—¡Sí, ya lo sé! No le trato; pero le conozco de vista y de fama. Es amigo íntimo de nuestro brigadier.

—¿Amigo íntimo del brigadier?

—Sí, señora, del que manda la brigada que ha venido a este país, y que se ha repartido entre diferentes pueblos.

—¿Y dónde está? —preguntó con interés sumo la dama.

—En Orbajosa.

—Creo que se aposenta en casa de Polavieja —indicó Jacinto.

—Su sobrino de usted —continuó Pinzón—, y el brigadier Batalla son íntimos amigos, se quieren entrañablemente, y a todas horas se les ve juntos por las calles del pueblo.

—Pues, amiguito, mala idea formo de ese señor jefe —repuso doña Perfecta.

—Es un... es un infeliz —dijo Pinzón en el tono propio de quien por respeto no se atreve a aplicar una calificación dura.

—Mejorando lo presente, señor Pinzón, y haciendo una salvedad honrosísima en honor de usted —afirmó doña Perfecta—, no puede negarse que en el ejército español hay cada tipo...

—Nuestro brigadier era un excelente militar antes de darse al espiritismo...

—¡Al espiritismo!

—¡Esa secta que llama a los fantasmas y duendes por medio de las patas de las mesas!... —exclamó el canónigo riendo.

—Por curiosidad, sólo por curiosidad —dijo Jacintillo con énfasis—, he encargado a Madrid la obra de Allan Kardec. Bueno es enterarse de todo.

—¿Pero es posible que tales disparates...? ¡Jesús! Dígame usted, Pinzón, ¿mi sobrino también es de esa secta de pie de banco?

—Me parece que él fue quien catequizó a nuestro bravo brigadier Batalla.

—¡Pero, Jesús!

—Eso es; y cuando se le antoje —dijo don Inocencio sin poder contener la risa—, hablará con Sócrates, San Pablo, Cervantes y Descartes, como hablo yo ahora con Librada

para pedirle un fosforito. ¡Pobre señor de Rey! Bien dije yo que aquella cabeza no estaba buena.

—Por lo demás —continuó Pinzón—, nuestro brigadier es un buen militar. Si de algo peca es de excesivamente duro. Toma tan al pie de la letra las órdenes del gobierno, que si le contrarían mucho aquí, será capaz de no dejar piedra sobre piedra en Orbajosa. Sí, les prevengo a ustedes que estén con cuidado.

—Pero ese monstruo nos va a cortar la cabeza a todos. ¡Ay!, señor don Inocencio, estas visitas de la tropa me recuerdan lo que he leído en la vida de los mártires, cuando se presentaba un procónsul romano en un pueblo de cristianos...

—No deja de ser exacta la comparación —dijo el Penitenciario mirando al militar por encima de las gafas.

—Es un poco triste; pero siendo verdad, debe decirse —manifestó Pinzón con benevolencia—. Ahora, señores míos, están ustedes a merced de nosotros.

—Las autoridades del país —objetó Jacinto—, funcionan aún perfectamente.

—Creo que se equivoca usted —repuso el soldado, cuya fisonomía observaban con

profundo interés la señora y el Penitenciario—. Hace una hora ha sido destituido el alcalde de Orbajosa.

—¿Por el Gobernador de la provincia?

—El gobernador de la provincia ha sido sustituido por un delegado del Gobierno que debió llegar esta mañana. Los ayuntamientos todos cesarán hoy. Así lo ha mandado el Ministro, porque temía, no sé con qué motivo, que no prestaban apoyo a la autoridad central.

—Bien, bien estamos —murmuró el canónigo, frunciendo el ceño y echando adelante el labio inferior.

Doña Perfecta meditaba.

—También han sido quitados algunos jueces de primera instancia, entre ellos el de Orbajosa.

—¡El juez! ¡Periquito!... ¿Ya no es juez Periquito? —exclamó doña Perfecta con voz y gesto parecida a los de las personas que tienen la desgracia de ser picadas por una víbora.

—Ya no es juez de Orbajosa el que lo era ayer — manifestó Pinzón—. Mañana llega el nuevo.

—¡Un desconocido!

—¡Un desconocido!

—Un tunante quizás... ¡El otro era tan honrado!... —dijo la señora con zozobra—. Jamás le pedí cosa alguna, que al punto no me concediera. ¿Sabe usted quién será el alcalde nuevo?

—Dicen que viene un corregidor.

—Vamos, diga usted de una vez que viene el Diluvio, y acabaremos —manifestó el canónigo levantándose.

—¿De modo que estamos a merced del señor brigadier?

—Por algunos días, ni más ni menos. No se enfaden ustedes conmigo. A pesar de mi uniforme, me desagrada el militarismo; pero nos mandan pegar... y pegamos. No puede haber oficio más canalla que el nuestro.

—Sí que lo es, sí que lo es —dijo la señora disimulando mal su furor—. Ya que usted lo ha confesado... Conque ni alcalde, ni juez...

—Ni gobernador de la provincia.

—Vamos; que nos quiten también al señor Obispo y nos manden un monaguillo en sulugar.

—Es lo que falta... Si aquí les dejan hacerlo —murmuró don Inocencio, bajando los ojos—, no se pararán en pelillos.

—Y todo es porque se teme el levantamiento de partidas en Orbajosa —exclamó la señora cruzando las manos y agitándolas de arriba abajo desde la barba a las rodillas—. Francamente, Pinzón, no sé cómo no se levantan hasta las piedras. No le deseo mal ninguno a usted; pero lo justo sería que el agua que beben ustedes se les convirtiera en lodo... ¿Dijo usted que mi sobrino es íntimo amigo del brigadier?

—Tan íntimo que no se separan en todo el día; fueron compañeros de colegio. Batalla le quiere como un hermano, y le complace en todo. En su lugar de usted, señora, yo no estaría tranquilo.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Temo un atropello!... —exclamó ella muy desasosegada.

—Señora —afirmó el canónigo con energía — . Antes que consentir un atropello en esta honrada casa, antes que consentir el menor vejamen hecho a esta nobilísima familia, yo... mi sobrino... ¿qué digo?, los vecinos todos de Orbajosa...

Don Inocencio no concluyó. Su cólera era tan viva, que se le trababan las palabras en la boca. Dio algunos pasos marciales y después se volvió a sentar.

—Me parece que no son vanos esos temores —dijo Pinzón—. En caso necesario, yo...

—Y yo... —repitió Jacinto.

Doña Perfecta había fijado los ojos en la puerta vidriera del comedor, tras la cual dejóse ver una graciosa figura. Mirándola, parecía que en el semblante de la señora se ennegrecían más las sombrías nubes del temor.

—Rosario, pasa aquí, Rosario —dijo saliendo a su encuentro—. Se me figura que tienes hoy mejor cara y estás más alegre, sí... ¿No les parece a ustedes que Rosario tiene mejor cara? Si parece otra.

Todos convinieron en que tenía retratada en su semblante la más viva felicidad.

Capítulo XXI - «Desperta, ferro»

P
or aquellos días publicaron los periódicos de Madrid las siguientes noticias:

«No es cierto que en los alrededores de Orbajosa se haya levantado partida alguna. Nos escriben de aquella localidad que el país está tan poco dispuesto a aventuras, que se considera inútil en aquel punto la presencia de la brigada Batalla.»

«Dícese que la brigada Batalla saldrá de Orbajosa, porque no hacen falta allí fuerzas del ejército, e irá a Villajuán de Nahara, donde han aparecido algunas partidas».

«Ya es seguro que los Aceros recorren con algunos jinetes el término de Villajuán, próximo al distrito judicial de Orbajosa. El gobernador de la provincia de X... ha telegrafiado al gobierno, diciendo que Francisco Acero entró en las Roquetas, donde cobró un semestre y pidió raciones. Domingo Acero (Faltriquera) vagaba por la sierra del Jubileo, activamente perseguido por la Guardia civil, que le mató un hombre y aprehendió a otro. Bartolomé Acero fue el que quemó el registro civil de Lugarnoble, llevándose en rehenes al alcalde y a dos de los principales propietarios.»

«En Orbajosa reina tranquilidad completa, según carta que tenemos a la vista, y allí no piensan más que en trabajar el campo para la próxima cosecha de ajos, que promete ser magnífica. Los distritos inmediatos sí están infestados de partidas; pero la brigada Batalla dará buena cuenta de ellas.»

En efecto: Orbajosa estaba tranquila. Los Aceros, aquella dinastía guerrera, merecedora, según algunas gentes, de figurar en el
Romancero,
había tomado por su cuenta la provincia cercana, pero la insurrección no cundía en el término de la ciudad episcopal. Creeríase que la cultura moderna había al fin vencido en su lucha con las levantiscas costumbres de la gran behetría, y que esta saboreaba las delicias de una paz duradera. Y esto es tan cierto, que el mismo Caballuco, una de las figuras más caracterizadas de la rebeldía histórica de Orbajosa, decía claramente a todo el mundo que él no quería
reñir con el Gobierno,
ni
meterse en danzas
, que podían costarle caras.

Dígase lo que se quiera, el arrebatado carácter de Ramos había tomado asiento con los años, enfriándose un poco la fogosidad que con la existencia recibiera de los Caballucos padres y abuelos, la mejor casta de guerreros que ha asolado la tierra. Cuéntase además que por aquellos días el nuevo gobernador de la provincia
celebró una conferencia
con este importante personaje,
oyendo de sus labios las mayores seguridades
de contribuir al reposo público y evitar toda ocasión de disturbios. Aseguran fieles testigos que se le veía en amor y compaña con los militares, partiendo un piñón con éste o el otro sargento en la taberna, y hasta se dijo que le iban a dar un buen destino en el Ayuntamiento de la capital de la

provincia. ¡Oh cuán difícil es para el historiador, que presume de imparcial, depurar la verdad en esto de las opiniones y pensamientos de los insignes personajes que han llenado el mundo con su nombre! No sabe uno a qué atenerse, y la falta de datos ciertos da origen a lamentables equivocaciones. En presencia de hechos tan culminantes como la jornada de Brumario, como el saco de Roma por Borbón, como la ruina de Jerusalén, ¿qué psicólogo, ni qué historiador podrá determinar los pensamientos que les precedieron o les siguieron en la cabeza de Bonaparte, Carlos V y Tito? ¡Responsabilidad inmensa la nuestra! Para librarnos en parte de ella, refiramos palabras, frases y aun discursos del mismo emperador orbajosense, y de este modo cada cual formará la opinión que le parezca más acertada.

No cabe duda alguna de que Cristóbal Ramos salió, ya anochecido, de su casa, y atravesando por la calle del Condestable vio tres labriegos que en sendas mulas venían en dirección contraria a la suya, y preguntándoles que a dó caminaban, repusieron que a la casa de la señora doña Perfecta, a llevarle varias primicias de frutos de las huertas y algún dinero de las rentas vencidas. Eran, el señor Pasolargo, un mozo a quien llamaban Frasquito González, y el tercero, de mediana edad y recia complexión, recibía el nombre de Vejarruco, aunque el suyo verdadero era José Esteban Romero. Volvió atrás Caballuco, solicitado por la buena compañía de aquella gente con quien tenía franca y antigua amistad, y entró con ellos en casa de la señora. Esto ocurría según los más verosímiles datos, al anochecer y dos días después de aquel en que doña Perfecta y Pinzón hablaron lo que en el anterior capítulo ha podido ver quien lo ha leído.

Entretúvose el gran Ramos dando a Librada ciertos recados de poca importancia que una vecina confiara a su buena memoria, y cuando entró en el comedor, ya los tres labriegos antes mencionados y el señor Licurgo, que asimismo por singular coincidencia estaba presente, habían entablado conversación sobre asuntos de la cosecha y de la casa. La señora tenía un humor endiablado; a todo ponía faltas, y reprendíales ásperamente por la sequía del cielo y la infecundidad de la tierra, fenómenos de que ellos, los pobrecitos no tenían la culpa. Presenciaba la escena el señor Penitenciario. Cuando entró Caballuco, saludóle afectuosamente el buen canónigo, señalándole un asiento a su lado.

—Aquí está el personaje —dijo la señora con desdén — . ¡Parece mentira que se hable tanto de un hombre de tan poco valer! Dime, Caballuco, ¿es verdad que te han dado de bofetadas unos soldados esta mañana?

—¡A mí! ¡A mí!

Diciendo esto el centauro se levantó indignado cual si recibiera el más grosero insulto.

—Así lo han dicho —añadió la señora—. ¿No es verdad? Yo lo creí, porque quien en tan poco se tiene... Te escupirán y tú te creerás honrado con la saliva de los militares.

—¡Señora! —vociferó Ramos con energía—. Salvo el respeto que debo a usted, que es mi madre, más que mi madre, mi señora, mi reina... pues digo que salvo el respeto que debo a la persona que me ha dado todo lo que tengo... salvo el respeto...

—¿Qué?... Parece que vas a decir mucho y no dices nada.

—Pues digo, que salvo el respeto, eso de la bofetada es una calumnia —añadió expresándose con extraordinaria dificultad—. Todos hablan de mí, que si entro o si salgo, que si voy, que si vengo... Y todo ¿por qué? Porque quieren tomarme por figurón para que revuelva el país. Bien está Pedro en su casa, señoras y caballeros. ¿Que ha venido la tropa?... malo es; pero ¿qué le vamos a hacer?... ¿Que han quitado al alcalde y al secretario y al juez?... malo es; yo quisiera que se levantaran contra ellos las piedras de Orbajosa; pero di mi palabra al gobernador, y hasta ahora yo...

Rascóse la cabeza, frunció el adusto ceño y con lengua cada vez más torpe, prosiguióasí:

—Yo seré bruto, pesado, ignorante, querencioso, testarudo y todo lo que quieran; pero a caballero no me gana nadie.

—Lástima de Cid Campeador —dijo con el mayor desprecio doña Perfecta—. ¿No cree usted, como yo, señor Penitenciario, que en Orbajosa no hay ya un solo hombre que tenga vergüenza?

—Grave opinión es ésa —repuso el capitular, sin mirar a su amiga ni apartar de su barba la mano en que apoyaba el meditabundo rostro — . Pero se me figura que este vecindario ha aceptado con excesiva sumisión el pesado yugo del militarismo.

Licurgo y los tres labradores reían con toda su alma.

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