Doña Luz (14 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Doña Luz
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En los apartes, D. Jaime hizo mil cumplimientos a doña Luz. Como vulgarmente se dice, le echó muchísimas flores; pero, con tal arte, que la más presumida no hubiera creído al oírlas que eran nacidas de amor, ni negado tampoco resueltamente que de amor naciesen, porque iban enlazadas con miramientos tales que acaso se hubiera podido interpretar por temor de ofender lo que las contenía dentro de ciertos límites. La franqueza graciosa con que don Jaime decía piropos a doña Manolita, hacía resaltar todo el mérito y todo el lisonjero significado de aquella circunspección con que celebraba la hermosura y demás excelencias de la aristocrática hija del marqués de Villafría. En suma, los dos días pasaron como un soplo; D. Jaime se fue a recorrer el distrito con D. Acisclo y Pepe Güeto; y las dos amigas se quedaron como antes, acompañadas sólo, en las horas de la comida y de la tertulia, del P. Enrique y a veces del cura y de D. Anselmo.

Cuando doña Manolita se vio a solas con su amiga, recordando que la broma de unos supuestos amores con D. Jaime no la había ofendido, no pudo resistir a embromarla de nuevo sobre el mismo tema. Y así, hallándose las dos, con todo sosiego, en la salita de doña Luz, la mañana misma de la partida de D. Jaime, dijo la hija del médico a la hija del marqués:

—Vamos, confiesa que nuestro diputado no te parece saco de paja.

—No me parece sino muy bien —respondió doña Luz—. Decir otra cosa sería hipócrita falsedad. Es elegante, discreto, buen mozo y muy amable.

—Si tan buena es la impresión que en ti ha hecho —repuso doña Manolita—, creo que debes lisonjearte y estar muy contenta, porque él no apartaba un punto los ojos de ti y se conocía que te miraba y admiraba con entusiasmo.

—No te burles, Manuela.

—No me burlo. Tengo por cierto lo que te digo.

—Tu deseo de que yo haga conquistas y la buena opinión que de mí tienes te llevan a soñar con todo eso.

—Y las dulzuras y los requiebros que te ha dicho en voz baja, pues por el gesto y el ademán y el brillo de los ojos se mostraba que te los decía, ¿son sueños míos también?

—No; no son sueños. ¿Cómo negarte que D. Jaime me ha requebrado? Pero, si bien lo ha hecho con un respeto y un tino que le honran (y no de otra suerte lo hubiera sufrido yo), no ha dejado ver verdadero interés por mí, ni un solo momento. Sus palabras expresaban estimación, denotaban ingenio cortesano, estaban llenas de lisonja, pero no había en ellas un átomo de sentimiento. Ni podía haberle. Pues qué, ¿el amor brota de repente, en la vida real? Eso se queda para los dramas, donde es menester que la acción corra a todo correr y que los hechos se condensen y acumulen en pocas horas y palabras.

—Hija mía, en la vida real, lo mismo que en los dramas, no es tan inverosímil
dar flechazo
. En mujer de tus rarísimas prendas es menos inverosímil todavía. Yo estoy segura de ello: tú has dado flechazo a D. Jaime.


Dar flechazo
tiene tan indeterminada significación que no sé qué responderte. Si por
dar flechazo
quieres significar que he parecido bien a D. Jaime, y que hasta se ha sorprendido un poco (y perdona que haga patente contigo mi vanidad) de hallar en esta villa a una mujer que, trasladada de súbito a un salón de la corte, estaría en él como en su centro, no disto mucho de creer que le he dado flechazo. Pero desde esto a infundir un verdadero cariño, hay mil leguas de distancia, y ni me alucino, ni deseo siquiera que D. Jaime haya andado ni ande esas mil leguas en cuarenta y ocho horas, que hace sólo desde que me conoce y trata.

—¿Y por qué no ha de andar o por qué no ha de haber andado ya esas mil leguas?

—Porque es harto difícil y porque a nada conduciría. Mira, Manuela, ¿qué no te declararé yo? Confieso que he pensado en la posibilidad de ese amor; pero le he desechado como locura. D. Jaime es ambicioso, y apenas tiene para él sólo con su sueldo y sus rentas. En mí no podría poner la voluntad sino para casarse conmigo. ¿Y qué puedo yo llevarle? Mis bienes, cuidados por mí, estando yo aquí sobre ellos, producen 20.000 rs. el año que más: si me fuese de aquí, no me producirían 10.000 rs., o administrados o en arrendamiento. Mi boda con D. Jaime sería como grillos con que él ataría sus pies; sería para él una carga muy pesada. Claro es, pues, que D. Jaime, aunque por acaso se sintiese inclinado a amarme, que lo dudo, desecharía de sí el amor como una tentación insana; como un disparate funesto.

—Luego tú —interrumpió doña Manolita—, no concibes que te quieran sino por cálculo. No te entiendo. Lo que lisonjea y enamora es que la quieran a una, aunque sea pobre, y no por ser rica.

—De acuerdo —contestó doña Luz—. Yo no sé si amaría a D. Jaime, si él me amase; pero de seguro que no le amaría, si yo fuese rica y llegase yo a sospechar que por hacer un negocio él me amaba. Ve ahí por qué no me casaré nunca. Rica yo, recelaría siempre que no me amaban por mí, y pobre, recelo que no me amen hasta el extremo de que se sacrifiquen amándome. Como no me case con algún señorito de estos lugares, para quien sólo puedo ser un partido proporcionado, en que ni él se sacrifique, ni yo sea para él un dote y no una amada compañera de toda la vida, no veo novio adecuado para mí en el mundo. Mi único amor será este…

Y alzándose de su asiento, en uno de aquellos arrebatos ascéticos que de vez en cuando tenía, abrió doña Luz su famoso cuadro del admirable Cristo muerto y puso sus rojos y frescos labios sobre los labios lívidos de la tremenda imagen.

Doña Manolita había ya visto el cuadro otras varias veces, pero nunca le hizo más honda impresión que en aquel momento; cuando se unieron la lozanía de la mocedad, la exuberancia de la vida y la hermosura briosa de doña Luz con tal fiel trasunto del dolor y de la muerte.

Esta y otras conversaciones que tuvo doña Luz con su amiga, y los propios monólogos y los constantes pensamientos que la asaltaban, fueron acrecentando en el alma de la soberbia dama un recelo que sublevaba su orgullo, y contra el cual trató de armarse de todos los bríos de su pecho.

Don Jaime iba a volver. Don Jaime, después de la visita a todos los lugares, iba a pasar otros tres días en aquel pueblo. ¿Incurriría doña Luz en la debilidad de prendarse algo, de inclinarse un poco, y en balde, al diputado? Sólo de imaginarlo, de presentar en su mente la remota hipótesis, doña Luz se ponía encendida como la grana y se llenaba de vergüenza como si la ultrajasen con el desprecio.

Propuso, pues, en su corazón estar serena y fría a los halagos de D. Jaime cuando volviese; y olvidando, con este nuevo peligro, el que podía haber en los diálogos íntimos, en las disertaciones sabias y en la atención y en la emoción con que oía al P. Enrique, volvió con más ternura amistosa que nunca a buscar la conversación del Padre, a deleitarse en ella, y a dar señales inequívocas de la predilección con que le miraba.

Pronto se pasó de este modo una semana entera, al cabo de la cual, con no menor pompa y estruendo, volvió a Villafría el ilustre diputado D. Jaime, acompañado de D. Acisclo y de Pepe Güeto.

En la casa de D. Acisclo se renovaron las comilonas, las fiestas espléndidas y todo el lujo de que ya se había hecho gala la primera vez.

XIV

Solución de la crisis

Seguía D. Jaime observando siempre la misma conducta respecto a doña Luz. Sus atenciones no podían ser más delicadas ni más respetuosos sus requiebros. En alguna ocasión creyó advertir doña Luz que D. Jaime se animaba demasiado, pero el orgullo de ella acudía al punto a refrenar la lengua del galanteador, para lo cual bastaba un leve gesto de impaciencia o de disgusto o una mirada severa.

Así se pasaron dos días de los tres que D. Jaime tenía que estar en Villafría, y amaneció el día tercero y último. A la madrugada siguiente D. Jaime debía salir para Madrid. Eran las ocho y doña Luz estaba ya levantada y vestida como para ir a la calle. Aquel día, con más sentimientos religiosos que de ordinario, antes de ir a la iglesia adonde pensaba ir y oír misa, abrió el cuadro del Cristo, se arrodilló delante de él y se puso a rezar con devoción grandísima.

Había dicho a su doncella que no entrase hasta que ella llamara. Doña Luz se creía completamente sola.

En aquella soledad y excitada por el rezo, quién sabe qué ideas melancólicas atravesaron por su mente, ni qué amarga ternura hirió su corazón; ello es que exhaló un profundo suspiro y dos gruesas lágrimas brotaron de sus hermosos ojos y se deslizaron por sus frescas y sonrosadas mejillas.

La hija del médico, única persona que podía penetrar hasta allí sin permiso de nadie, había entrado, sin que doña Luz, embebecida en sus devociones, notase su presencia.

Doña Manolita contempló, pues, a todo su sabor el ferviente rezo de su amiga y la efusión de suspiros y de lágrimas con que hubo de terminarle. Entonces, sin detenerse más, se arrojó en sus brazos y enjugó con besos las lágrimas que humedecían su rostro.

—¿Qué es esto? ¿Por qué lloras así? —dijo doña Manolita.

Y sin contestar a la pregunta, preguntó a su vez doña Luz.

—¿Cómo te has entrado hasta aquí? ¿Qué te trae a verme tan de mañana? ¿Por qué me has sorprendido?

—Perdona que te haya sorprendido; perdona que haya interrumpido tus oraciones. Ya sabes tú que yo no madrugo para ti sino cuando tengo que comunicar contigo algo de muy importante. Quizá desde el día en que te di parte de mi proyectada boda con Pepe Güeto, no he usado hasta hoy de la licencia que tengo de venir aquí de mañana.

—Así es la verdad, pero yo no me quejo de que vengas. Yo me alegro de que hayas venido. Lo que hago es extrañarlo, por lo mismo que de mañana no vienes nunca. ¿Qué nueva, pues, no menos importante que el anuncio de tu boda, puede hoy moverte a visitarme tan temprano?

—Vengo aquí de embajadora: te traigo un recado que arde en un candil.

—¿De quién es el recado?

—Del Sr. D. Jaime Pimentel —dijo doña Manolita.

—El rubor coloró el semblante de doña Luz, quien no acertó a disimular con su amiga íntima el contento y la satisfacción de amor propio que aquello le causaba.

—¿Qué recado, qué embajada me traes? ¿Es alguna burla tuya, o de D. Jaime Pimentel?

—Nada de burla. Esto va de veras y muy de veras. Don Jaime te idolatra.

—¿Y por qué no me lo ha declarado? ¿Tan tímidos son en el día los caballeros cortesanos que no se atreven a declararse ellos mismos?

—No le culpes. Don Jaime no peca ciertamente por timidez. Él lo explica todo de un modo satisfactorio. Dice que una declaración directa de su parte requería mucho más tiempo; no podía ser tan brusca y repentina. Era menester espiar la ocasión, preparar tu ánimo sin valerse de precipitados galanteos que tu severidad rechaza, y en tres días, por bien que él los aprovechara, no cabían tantos trámites y preparaciones. Por esto me ha buscado a mí. Anoche, al salir de tu casa, me acompañó hasta la mía, y tuvo conmigo una larga conferencia. Bien te lo había yo pronosticado. Le diste flechazo. Está loco de amor por ti, y me pide que por él interceda.

—¿Qué delirio es ese? —exclamó doña Luz—. ¿Lo ha reflexionado D. Jaime? ¿Sabe que con un corazón como el mío no se juega? ¿Ha pensado bien que yo no puedo ser objeto de un capricho efímero, sino de una pasión que decida del porvenir de la vida toda?

—Si D. Jaime no lo supiera, no hubiera acudido a mí. Si no hubiese formado un propósito para toda la vida, propósito cuya realización de ti sólo depende, no vendría yo a hablarte en su nombre.

—¿Sabe D. Jaime que soy pobrísima?

—Conoce con exactitud los bienes que posees.

—Es singular —dijo doña Luz—. Te lo confieso: yo tenía de mí misma y de los hombres mucha peor opinión. No me sentía capaz de inspirar amor tan desinteresado a quien la ambición seduce y sonríe, halaga la fortuna, y quieren y miman en Madrid, a lo que aseguran, las más altivas y bellas mujeres. No pensaba yo tampoco que así, de repente, pudiese enamorarse un hombre con tal desinterés.

—Pues no lo dudes: don Jaime te ama de esa manera. Dime tú si le correspondes.

—No sé qué contestar. Mi gratitud es inmensa. Antes de la gratitud, antes de que hubiese motivo para tenerla, ¿por qué ocultártelo? la elegancia de don Jaime, su discreción, su fama de valeroso soldado, la noble gallardía de su persona, todo me inclinaba a quererle bien y mucho; pero el recelo de no ser amada sublevaba mi orgullo, y mi orgullo ha hecho cuanto es posible para ahogar esta inclinación naciente.

—Y ahora que sabes ya lo bien pagada que es tu inclinación, ¿qué sientes?, ¿qué piensas de D. Jaime?

—Siento y pienso… que no debo dar en seguida un sí de que tal vez no haga él mucho aprecio si con tal facilidad le obtiene. Además, no basta ser amada. Es menester pensar en el término de estos amores.

—¡Hija mía! ¿Qué otro término pueden tener sino el de que os case el cura?

—Es cierto; y eso precisamente me obliga a meditar mucho. Yo soy muy rara de carácter. No quiero que nadie me ame por conveniencia, y me repugna también que alguien imagine que la conveniencia influye en el amor mío. Si yo me casase con D. Jaime, pobre como soy, ¿no podría alguien imaginar que me excitaban a este enlace el afán de salir de Villafría e ir a Madrid, la posición del novio, sus grandes esperanzas, y hasta las mismas ventajas materiales de que ya goza? Él, por otra parte, no es rico para nuestra clase, y preveo los apuros, las dificultades económicas, la horrible prosa del hogar doméstico, sin recursos suficientes. Esto me arredra. Y no me arredra por mí, si atiendo sólo al bienestar material, sino porque me sonrojo de pensar que pueda yo ser causa de que un hombre viva lleno de ahogos. Si él se quedase conmigo aquí, me sacrificaría su ambición, su carrera, su porvenir. Si él me llevase a Madrid en su compañía, viviríamos muy mal, haría yo acaso muy triste figura en las sociedades que él frecuenta, y ¿quién sabe si esto le movería a que dejase de amarme? ¿quién sabe si cansado de mí acabaría hasta por cobrarme odio?

—Veo que alambicas demasiado y te complaces en atormentarte y en crear obstáculos para lo que más deseas.

—¿Y quién te afirma que lo deseo? Yo misma lo ignoro; tengo mis dudas: no veo claro en el fondo de mi alma. ¿Será la vanidad satisfecha, será el pueril contento de verme querida de persona de tanto valer, lo que me induce a pensar que yo también la quiero? ¿Qué es amor? ¿Es amor esto que siento en mi alma y que me lleva hacia ese hombre? Mira, Manuela, ¿por qué no decírtelo todo? Todo esto es tenebroso y confuso. Hay otro hombre de cuyos labios estoy pendiente cuando habla, cuyo talento me asombra, cuya superioridad intelectual me subyuga, cuyas virtudes me llenan de maravilla y de entusiasmo, cuyo fondo de bondad altísima percibo claramente allá en las profundidades de su corazón, y ya sabes mi enojo, mi repugnancia a que se piense que ni un solo instante puedan confundirse con algo parecido al amor los sentimientos que ese hombre me inspira y que yo le inspiro sin duda. Con D. Jaime ocurre lo contrario; apenas le conozco; no sé si es bueno o si es malo; su entendimiento me parece de menos quilates, y sin embargo, me siento arrastrada hacia él. ¿Amo acaso en él el amor que muestra y que tanto me lisonjea? ¿Lo que en el otro me repugna, lo que mata el amor es sólo el respeto a las leyes que le prohíben?

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