Las cenizas de Ovidio

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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

BOOK: Las cenizas de Ovidio
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La Roma de Tiberio no es el mejor lugar para hacerse notar. Es preferible dedicarse al vino y las mujeres sin desempeñar ninguna tarea que pueda enturbiar esos placeres. Al menos, eso es lo que piensa Marco Corvino, heredero de una de las más nobles familias romanas y justamente orgulloso de no haber hecho nada de provecho en su vida.

Y aun así, para sorpresa no sólo suya sino de toda Roma, se encontrará intentando desentrañar los dos misterios que han permanecido sin resolver durante años en la ciudad imperial. ¿Por qué desterró Augusto al poeta Ovidio? ¿Qué ocurrió realmente en el desastre del bosque de Teutoburgo? Preguntas cuyas respuestas amenazan con enfrentarle a los más poderosos enemigos: nada menos que el emperador Tiberio y, sobre todo, su maquiavélica madre, Livia.

David Wishart

Las cenizas de Ovidio

Marco Corvino - 1

ePUB v1.0

ualah
13.08.12

Título original:
Ovid

Autor: David Wishart, 1995.

Traducción: Carlos Gardini

Ilustración portada: Epica Prima

Diseño/retoque portada: Alejandro Terán

Editor original: ualah (v1.0)

ePub base v2.0

Para Roy
et ceteri

Dramatis personae

(Los personajes puramente ficticios figuran en minúscula.)

Roma

Agrón:
Un ilirio corpulento que reside en Roma.

ASPRENAS, Lucio Nonio:
Sobrino de Varo y su hermana Quintilia.

Batilo:
Esclavo principal de Corvino.

Calías:
Esclavo principal de Perila.

CORVINO (Marco Valerio Mesala Corvino):
Rico y joven noble a quien Perila pide ayuda para recobrar las cenizas de su padrastro Ovidio. Era nieto del benefactor homónimo, amigo del poeta.

COTA (Marco Valerio Cota Máximo Corvino):
Tío de Corvino.

Crispo, Celio:
Un enfermizo especialista en chismorreo.

Dafnis:
Esclavo del gimnasio de Escílax.

Davo:
Ex esclavo, primero de Emilio Paulo, luego de Fabio Máximo.

Escílax:
Ex entrenador de gladiadores a quien Corvino patrocinó su gimnasio propio cerca del Circo.

FABIO MÁXIMO, Paulo:
Íntimo amigo y asesor de Augusto, y tío de Perila.

Harpala:
Vieja esclava de la casa de Marcia, la tía de Perila.

Léntulo, Cornelio:
Un viejo senador, cuestionable pero influyente.

MARCIA:
Viuda de Fabio Máximo, amigo y confidente de Augusto.

MESALINO (Marco Valerio Mesala Mesalino):
Padre de Corvino; político y abogado notable por su servil respaldo a Tiberio.

OVIDIO (Publio Ovidio Nasón):
Uno de los mayores poetas de Roma, y padrastro de Perila. Exiliado a Tomi por Augusto en el 8 d. C.; a pesar de las constantes súplicas de indulto, falleció allí en el año 17.

PAULO, Lucio Emilio:
Esposo de Julia, nieta de Augusto. Fue ejecutado por traición en el 8 d. C.

PERILA, Rufia:
Hijastra de Ovidio (su madre, Fabia Camila, fue la tercera esposa de Ovidio). Estaba casada con Publio Sulio Rufo. Su patronímico (Rufia) es de mi propia atribución.

Pértinax, Cayo Atio:
Viejo amigo y colega del abuelo de Corvino, ahora retirado al sur de Roma.

Pomponio, Sexto:
Un decurión que otrora prestó servicio al mando del padre de Corvino.

QUINTILIA:
Hermana de Quintilio Varo.

RUFO, Publio Sulio:
Esposo de Perila, actualmente en servicio en el exterior, a las órdenes de Germánico.

SILANO, Décimo Junio:
Noble romano acusado de adulterio con Julia, nieta de Augusto.

Germania

ARMINIO:
Principal cabecilla de los rebeldes germanos, responsable de la matanza de Varo.

CEONIO, Marco:
Integrante de la plana mayor de Varo, y cómplice en su traición.

EGIO, Lucio:
Con Ceonio, comandante de campo de Varo y miembro de su plana mayor.

VARO, Publio Quintilio:
Virrey militar de Augusto en Germania. Pereció en la matanza de las tres legiones que comandaba en el bosque de Teutoburgo.

VELA, Numonio:
Lugarteniente de Varo, y comandante de la caballería en la marcha final.

1

La noche anterior había asistido a una fiesta en el Celio. Mi lengua sabía como el suspensorio de un gladiador, mi cabeza vibraba como la forja de Vulcano, y si alguien me hubiera mostrado la mano para preguntarme cuántos dedos veía, me habría costado responder sin ayuda del ábaco. En síntesis, mi estado habitual por la mañana, que no era ideal para una primera reunión con un hueso duro de roer como Rufia Perila.

Ya conocéis el tipo: buena talla, hombros anchos, pelo como alambre y bíceps como piedras. Un cruce entre Pentesilea, la reina de las amazonas, y Medusa la gorgona, antes de que Perseo le rebajara la estatura por una cabeza, con una mirada y una voz que podían marchitarte los genitales a treinta pasos.

Pero la mujer que se me acercaba a grandes trancos por el suelo de mármol, con mi esclavo Batilo a la zaga como las sobras de un felino del circo, no era así en absoluto. Todo lo contrario. Este hueso duro de roer era despampanante.

La evalué rápidamente. Veinteañera (un par de años mayor que yo), recta como una lanza, esbelta, de tez clara, alta y tostada, con un cabello tan brillante que hacía daño. En el saldo negativo, ojos que habrían ensartado a un basilisco y un perfume seco (ya podía olerlo) que me traía ingratas reminiscencias del agua fría, la vida higiénica y el ejercicio sano. Ítem negativo número tres…

El número tres era Batilo. El hombrecillo estaba aturullado, y nadie intimida a Batilo. Fulmina con la mirada a senadores prestigiosos y derrite a viudas aristocráticas, puede reducir a gelatina al comandante de una legión, y yo apostaría a su favor contra cualquier contrincante humano y quizá contra un par de bestias o demonios. Si esta damisela había pulverizado a Batilo, a mí ya me mataba de miedo.

Traté de erguirme pero desistí. El suelo no estaba demasiado firme esa mañana.

—Eres Marco Valerio Mesala Corvino. —Obviamente, Rufia Perila no era dada a perder tiempo ni hacer preguntas.

—Pues… sí. —Era menos una confirmación que una mueca nerviosa. Habría respondido lo mismo si me hubiera llamado Tiberio Julio César.

—Tu abuelo… —me clavó una mirada que me obligó a comprobar si me había acordado de ponerme la túnica— era el patrón principal de mi padrastro.

—No me digas. ¿Tu padrastro?

—El poeta.

—¿El poeta? —Mierda. Mi cabeza no estaba para sutilezas intelectuales a esa hora de la mañana. El único poeta que me venía a la mente era Homero, y a pesar de mi estado sospeché que no se refería a él.

—El poeta Ovidio.

—¡Ah, ese poeta! —El nombre me sonaba. O quizá sólo fuera mi resaca—. Ya. Estupendo. Conque eres la hijastra de… como se llame. ¡Estupendo!

Supe que la había pifiado en grande cuando vi que la boca se le endurecía en una línea que se podía usar para cortar mármol. En circunstancias normales, o al menos cuando estaba totalmente sobrio, que no es lo mismo, no habría cometido semejante error. Aunque no me interese la literatura, no soy ningún palurdo. Aunque hiciera diez años que Ovidio se pudría en el exilio, era el mejor poeta que habíamos tenido desde que Horacio se había ido al otro barrio.

Las palabras ya estaban dichas y no había manera de desdecirlas. Se hizo un gran silencio, la temperatura bajó a niveles invernales y juro que vi que la piscina ornamental se cubría de hielo. Batilo había presenciado nuestro pequeño diálogo como Casandra esperando que Agamenón dijera su última frase y se dirigiera a la bañera. Hizo una mueca y desvió la mirada. Batilo no soporta ver sangre.

Las hermosas cejas enarcadas bajaron como un cuchillo.

—Sé que te cuesta seguirme en tu estado actual, Valerio Corvino —dijo ella con una voz que era puro natrón egipcio—, pero inténtalo, porque es importante. Mi padrastro era Publio Ovidio Nasón. Escribía poesía y fue exiliado a Tomi, a orillas del mar Negro. ¿Entiendes la palabra «poesía» o debo explicarla?

—Eh… sí. Es decir, no. —¡Por Júpiter! No estaba en condiciones para esto. No esa mañana. Quizá nunca—. Mira, lo lamento. Siéntate, eh…

—Perila. Rufia Perila. ¿Dónde?

—¿Qué? Ah, sí. ¡Batilo!

Pero Batilo ya traía una de mis mejores sillas desde el estudio. Hacía años que ese granuja no se movía con tanta celeridad. Desde su hernia.

Ella se sentó, y yo traté desesperadamente de recobrar la compostura.

—Dijiste «escribía», mi señora.

—¿Cómo has dicho?

—Escribía. En pasado. Entonces él está… muerto. Ovidio. Tu padrastro.

Sí, ya sé. Como manera de entablar conversación, apestaba. Pero ya me costaba bastante impedir que los sesos se me derramaran por los oídos. El tacto era el menor de mis problemas.

Ella asintió y bajó los ojos. Por un instante el hielo se derritió y asomó la mujer.

—La noticia llegó hace dos días —dijo—. Falleció el pasado invierno, después de que cerraran las rutas terrestres. El mensaje vino con el primer barco.

—Ah, lo lamento.

—No lo lamentes. —El hielo había vuelto—. Él se alegró de morir. Odiaba Tomi, y ese… —Mordió la palabra con los dientes—. El emperador nunca lo habría dejado regresar.

Era cierto, pensé. No era Tiberio quien lo había desterrado, pero había confirmado la sentencia de Augusto cuando el viejo emperador estiró la pata. O se transformó en dios. Lo que sea. Yo no sabía por qué habían mandado a Ovidio a Tomi (creo que no lo sabía nadie), pero podía imaginármelo. El padrastro de Perila tenía la catadura moral y la discreción de un conejo priápico. Un día el pobre diablo se había encontrado de golpe en el estudio personal de Augusto. Allí el emperador le había arrancado los testículos a dentelladas y le había insertado un billete de ida al mar Negro en el trasero. El mayor poeta viviente de Roma hizo mutis por el foro, sin acusaciones formales ni juicio. Cuando Augusto murió (o cuando fue ascendido, si os parece mejor), los amigos de Ovidio intercedieron ante el nuevo emperador para pedir un indulto, pero Verruga rechazó la solicitud. Parecía que el pobre diablo había pasado a la categoría «obras completas» y el indulto era ya sólo un debate teórico.

Batilo se acercó de puntillas por el suelo de mármol, mostrando el blanco de los ojos. Puso una mesilla junto a Perila, con una escudilla de fruta y algunas nueces, se inclinó y se marchó deprisa. Quizá fuera una exótica ceremonia propiciatoria griega: a veces Batilo es supersticioso. En todo caso, fue en balde. Perila no reparó en él ni en la mesilla, y se limitó a alisar los exquisitos pliegues del manto. Recogí los jirones de mi dignidad, traté de pasar por alto al que me serruchaba la tapa de los sesos, y fui al grano.

—¿En qué puedo ayudarte?

—Pensé que era obvio.

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