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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

Doña Luz (9 page)

BOOK: Doña Luz
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De esta suerte se expresaba el P. Enrique, hasta donde la torpe pluma y la lengua pecadora de quien esto escribe consigue remedar su improvisada homilía; ya que, en la sagrada ciencia, que él iba explicando, dijeron los más delgados conceptos y aclararon los más hondos misterios, no los que en los libros y en el estudio fueron a ilustrarse, sino los que por experiencia los entendían y por santidad insigne gozaron del favor divino.

Y mientras que el Padre hablaba, D. Acisclo oía embelesado, aunque no penetraba el sentido de una sola palabra; y D. Anselmo se deleitaba, sin creer, como quien saborea la más bella composición poética; y doña Luz, doña Manolita y Pepe Güeto, escuchaban con fija atención y gran fervor religioso, lisonjeándose de que todo lo alcanzaban.

Acaso no lo creyó así el Padre, allá en lo interior de su pecho, pues para aclarar y completar lo que había dicho, añadió de este modo:

—Quiero asimilar vuestra filantropía mundana a un hermoso río, cuyos canales y acequias riegan y fertilizan los campos; mientras que el alma, que se une a Dios por amor, es como el agua que el sol rarifica y levanta y que sube en vapores al cielo. ¿Será esta agua menos útil que la del río? No, porque luego desciende en bienhechora lluvia, más fecundante que todo riego artificial, y aun de este mismo riego artificial es causa mediata, ya que la lluvia, que viene del cielo, cuaja y forma en la cima de los montes con apretada y cándida nieve las inexhaustas urnas, de donde brotan y se desatan arroyos y ríos en cristalinos raudales. Presuma, en buena hora, el zafio y rudo agricultor, cuando riega su campo, que el agua viene de la vecina montaña, y que se deriva por ocultos caminos del seno de la madre tierra. Pero ¿habría agua si el cielo no la hubiera depositado allí? De esta suerte, la filantropía, la virtud meramente humana, tiene su origen, ignorándolo tal vez los mismos que la practican, en la caridad divina. El amor de Dios sube al cielo; se diría que desprecia este bajo mundo; pero, al descender de nuevo a la tierra, como el limpio rocío de la aurora, viene transformado en amor acendradísimo del prójimo. En nuestra verdadera religión no sucede como en algunas falsas, donde el bien supremo implica el aniquilamiento de la conciencia. Si el discurso racional no llega al ápice de la mente, Dios le adorna y reviste de prendas sobrenaturales; en vez de destruirle, le da la fe, para que viva y entienda. Y a veces brota del centro del alma una luz interior que baña las potencias que hasta el centro no han penetrado, por donde nuestro ser individual, aun en el éxtasis, no se esfuma, ni se desvanece, ni se desmaya, sino que con más ser vive, siente, piensa, conoce y ama. Si para subir al enlace místico, se desnuda el alma de todo lo creado, si llega a entender que sólo existen Dios y ella, esta muerte es como la muerte natural, en la cual se desprende el alma de sus mortales despojos. Y así como el alma ha de revestirse de cuerpo glorioso, así también resucitan todas las potencias que, para llegar al éxtasis divino, tal vez murieron. No, no se pierde el alma de los místicos cristianos en la esencia suprema, como en el
nirvana
de los budistas; no, no cae en sueño eterno, sino que logra la plenitud de la vida. El ambiente bañado y penetrado todo de rayos de sol parece luz de oro y sol y no aire; y el hierro, que sale candente de la fragua, no es oscuro y opaco, sino refulgente como el fuego de donde sale; y por igual manera, en cuanto la comparación material es posible, el alma que se unió con Dios parece Dios. Y por último, para el provecho que a los demás hombres puedan traer estos bienes y regalos de los espíritus contemplativos, quiero añadir una consideración de gran peso; a saber, que en ninguna creencia, en ninguna doctrina, se ensalza tanto como en la nuestra la dignidad humana, el ser del hombre, prescindiendo de su valer accidental. Los Elíseos, los Paraísos, los Empíreos de otras religiones sólo abren sus puertas a los magnates, a los príncipes, a los sabios, a los guerreros y a los ilustres; mientras que nuestro cielo es el cielo de los pobres, de los humildes, de los pacíficos y de los mansos. Y no es esto sólo para consolación, por la esperanza en otra vida mejor, del desdén de la fortuna y de los trabajos y miserias que en esta vida tienen que sufrir, sino que ejerce poderoso influjo en lo presente, y da precio infinito a toda alma humana, como rescatada por Cristo, e iguala con más verdad que toda ley democrática a unos hombres con otros, y reviste de majestad sagrada, y hace más que hermanas nuestras a todas las criaturas, a las más cuitadas, a las más viles, a las más abyectas y a las más pecadoras.

Los oyentes del P. Enrique, que aquella noche no eran más que cuatro, entendiendo unos más y otros menos lo que dijo, quedaron todos encantados de oírle. Don Anselmo llegó a confesar que le entraban ganas de ser cristiano; doña Manolita y su marido se sintieron más cristianos que nunca; D. Acisclo halló que su sobrino tenía casi tanto entendimiento como él, si bien aplicado a cosas menos prácticas; y doña Luz, embelesada, entusiasmada, añadió acaso, con su rica imaginación poética, mil quilates de hermosura, de novedad y de profundidad, al discurso del Padre, del cual no perdió ni una sola cláusula, comprendiendo el más hondo sentido del conjunto y de cada sentencia.

X

Un ilustre candidato

Por tal arte fueron creciendo la afición de doña Luz al trato del P. Enrique y la fina amistad que le profesaba.

Como por rápida pendiente, aunque con suave y apenas sentido movimiento, se inclinó su corazón a no desear sino aquellos coloquios con un hombre en quien hallaba ingenio, discreción y sublimidad en el pensar y en el sentir, hasta entonces no descubiertos por ella en ser humano, y de que sólo sabía por los libros que había leído.

Ningún recelo empañaba la limpieza y seguridad de esta inclinación, si tranquila y serena, irresistible y declarada. Doña Luz, en su orgullo, doña Luz, en el cristal terso e incontaminado de su conciencia, no podía ver peligro, ya que por leve y remoto que le viese, sería como una mancha. El más ligero propósito de precaverse hubiera implicado temor y sospecha ofensiva. Doña Luz nada sospechaba de sí. Nada tampoco sospechaba del Padre. Le consideraba como a un santo y empezó a amarle y venerarle como aman y veneran a los santos las personas piadosas.

Era tal el candor de doña Luz, que hubiera dicho al Padre los sentimientos que le inspiraba, si no hubiera temido ofender su modestia o mostrarse aduladora. Pero aunque nada le decía, harto le daba a entender su extraordinaria predilección, atrayéndole de continuo, y no hallándose a placer sino cuando le tenía a su lado, le hablaba o le escuchaba.

El P. Enrique, por su parte, no manifestaba la menor extrañeza por los favores que de doña Luz recibía. Y esto no porque fuese vano y se figurase que todo le era debido, sino porque no juzgaba nada más natural que aquella buena correspondencia.

Era el Padre hombre de muchísimo mundo y de poquísimo mundo, según esto se entendiese.

Conocía el corazón en general, y en cuanto está más cerca de la naturaleza. Para tratar, dirigir, ganar almas y someter voluntades, había sido maravilloso allá en los pueblos del extremo Oriente; pero como había salido de España muy mozo, y apenas había vivido en esta sociedad artificiosa y algo refinada de nuestro siglo, cuya cultura y usos convencionales se extienden hasta las aldeas, lo veía y estimaba todo con cierta sencillez selvática, interpretando las palabras y las acciones de diverso modo que el vulgo. Así es que, si bien notaba, y se sentía lisonjeado al notarlo, que doña Luz hacía de él el más alto aprecio, ni en ella, ni en él, ni en el público, acertaba a descubrir que pudiese esto ofrecer el menor inconveniente. La afición de doña Luz no se diferenciaba a sus ojos de la que le tuvieron estos o aquellos neófitos indios, chinos o anamitas, salvo en ser la afición de doña Luz más de estimar por la excelencia de la persona que la sentía, en quien el Padre hallaba un sin número de brillantes calidades: un espíritu cultivadísimo y capaz de elevarse a las esferas más encumbradas del pensamiento y un corazón lleno de afectos tiernos, nobles y puros. De sí propio tampoco recelaba el Padre. Amaba a doña Luz como el maestro ama a su discípulo; como un alma ama a otra alma, cuando ambas coinciden en las mismas creencias y opiniones, suben a las mismas alturas, y especulan y contemplan las mismas ideas.

El P. Enrique se sentía atraído por doña Luz con mayor fuerza que por todas las demás personas que en el lugar conocía, o que antes, fuera del lugar, había conocido; pero esto se explicaba de la manera más razonable y sin malicia.

¿Quién penetraba mejor que doña Luz el sentido de todos sus discursos? ¿Quién le seguía mejor, quien se le adelantaba a veces en los vuelos y raptos de imaginación, cuando pugnaba por levantarse a aquellas regiones adonde el prosaico razonamiento no llega? Sin duda que doña Luz. Doña Luz era, pues, para el Padre un ser muy superior a cuanto la rodeaba, y digno de predilección decidida. En el agua turbia de un estanque poco cuidado, en el agua agitada y cenagosa de un torrente, nada se refleja; mientras que en el haz limpia, tersa y tranquila de un lago de agua pura, el cielo, los montes, los astros, la luz, las flores y toda la gala y la pompa del mundo se retratan con tal primor, que el cielo parece allí más hondo e infinito, y la luz más clara, y las flores de color más vivo, y los montes más gallardos, y sus perfiles y contornos más graciosos y mejor desvanecidos en el sumo ambiente, y la verdura del prado más verde y más fresca. Por lo cual, aun el que no repara en la hermosura propia del lago y en el encanto que tiene él de por sí, tal vez se recrea en lo que refleja y duplica en su seno, y gusta más de mirar todo aquello en el reflejo del lago que en sí y tal como es. Y por estilo semejante, el P. Enrique, que a penas se fijaba en la belleza y elegancia del cuerpo y rostro de doña Luz, ni en la distinción de sus modales, ni en el reposado y majestuoso continente de toda su persona, hundía la mirada a través de estas prendas corporales y exteriores, y llegaba al alma, donde resplandecía un mundo de pensamientos, que eran los suyos propios, pero mil veces más bellos, reflejados por doña Luz, que tales como ellos eran.

Casi siempre las conversaciones de doña Luz y del P. Enrique eran en la tertulia, en presencia de don Acisclo, de D. Anselmo, de Pepe Güeto y su mujer y del señor cura. En ocasiones, no obstante, se encontraron en la casa a solas los dos, o bien hablaron sin oyentes y sin otros interlocutores, cuando salían de paseo con Pepe Güeto y su mujer, y éstos se adelantaban o se quedaban atrás, embelesados en la interminable y risueña luna de miel, de que seguían gozando siempre. Entonces, en estos diálogos a solas, sin reflexionarlo ni él ni ella, sin que fuese circunspección estudiada, lo cual implicaría un temor de que ambos se veían exentos, sino por instintiva, inocente y santa delicadez, por pudor inconsciente, por recato santísimo del corazón, jamás hablaban de sus propias personas, ni de lo íntimo de las almas, aunque fuese en general, sino de la pompa exterior del material universo, y de la armonía, riqueza y orden que le adornan, proclamando la bondad, el poder y la sabiduría de quien le sacó de la nada.

Ella, sin embargo, había sabido inducir al Padre, cuando había auditorio, a que hablase de sí y a que contase sus peregrinaciones. Y el Padre, si bien con modestia y sobriedad, no había podido menos de dejar entrever y de hacer que se estimasen los peligros que había corrido y las penalidades y fatigas que con valor heroico había sobrellevado.

Él, en cambio, había leído en la frente y en los ojos de doña Luz hasta sus más secretos pensamientos y sentimientos. Para esto le servía su costumbre de observar y estudiar a los hombres, en tantos años de predicador, confesor y catequista. Además, si algo hubiera quedado para él en cifra, su tío D. Acisclo, aunque con términos groseros, le hubiera dado la clave, contándole, como le contaba, la vida de doña Luz en el lugar, su desdén con los galanes, su orgullo y su firme resolución de no casarse nunca.

Los hombres, por mucho que se examinen y estudien, por bien que escudriñen hasta los más escondidos senos de su conciencia, por severamente que se juzguen, y por muy alerta que estén, suelen con frecuencia concebir algún plan o proyecto, el cual les deleita y seduce, envolviéndose en tan mágica niebla, que logra ocultarse o velarse y disfrazarse al juicio, cuando éste interroga para fallar y condenar acaso, quedando patente y como desnudo a los ávidos ojos de la pasión que le ha creado.

De este modo confuso y como entre nubes forjó sin duda el P. Enrique, a quien el trato de doña Luz encantaba, si no un plan, una ilusión, una esperanza, algo de un porvenir meramente amistoso, aunque lleno de ternura. Apenas se daba razón de lo que forjaba, pero ciertamente lo forjaba. Lo que forjaba era, por otra parte, tan sin asomo de pecado, que no suscitaba escrúpulos. Lo que forjaba era muy sencillo. Doña Luz era casi seguro que no se casaría ya; lo mejor, pues, de su inteligencia se emplearía en comunicar con la del Padre; su voz en hablarle; su oído en oírle; su más seria preocupación sería pensar en las cosas del cielo, según el método y forma con que él pensaba; su deleite mayor hablar con él de Dios y del alma y de toda verdad y de toda bondad y hermosura. En fin, el P. Enrique, sin confesárselo a sí mismo, vino poco a poco a persuadirse de que con su espíritu iba como a llenar y compenetrar el espíritu de doña Luz, y notó apenas que ella se enseñoreaba ya por entero del espíritu de él, aunque con cierta subordinación y dependencia de otros sentimientos e ideas de valer muy superior, los cuales prevalecían sobre aquella nueva y poderosa influencia.

Provino de todo esto una fervorosa amistad, que se alimentaba en el comercio y comunicación constante de aquellas dos personas.

En los lugares, ni más ni menos que en las grandes poblaciones, abundan las malas lenguas; pero concurrían en esta ocasión mil circunstancias que evitaron que la maledicencia se cebase en tan inocentes relaciones y las interpretase en sentido avieso.

Las causas principales de que se hable en seguida, dado el motivo o el pretexto o la apariencia, de toda intriga amorosa, particularmente si no tiene por fin el matrimonio, no se presentaban aquí. Por lo común, una de las causas de que se hable y se murmure es el propio deseo del galán, quien suele desear que se diga lo que es y aun lo que no es, y a veces finge que disimula con tan contraria habilidad, que más bien descubre o hace sospechar misterios y aun venturas que quizá no ha logrado. Mujeres hay asimismo no menos aficionadas a que todo se sepa, particularmente cuando son pretendidas y desdeñan y burlan a los pretendientes. Y muchas, cuando los pretendientes son muy estimados y famosos, aun echando a rodar todo respeto, con tal de hacer rabiar a las abandonadas rivales, dan, como suele decirse, un cuarto al pregonero, para que pregone y divulgue su fragilidad y sus amoríos.

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