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Authors: Edgar Rice Burroughs

Dioses de Marte (4 page)

BOOK: Dioses de Marte
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Entonces vi al fin la naturaleza de aquellos monstruos que acudían en auxilio de los hombres planta, contestando al apremiante alarido del ser que estaba sobre el precipicio. Eran el más terrible de los pobladores de Marte: los grandes monos blancos de Barsoom.

Mis anteriores experiencias en Marte me habían familiarizado plenamente con ellos y sus métodos y puedo afirmar que de todos los pavorosos y terribles, horrendos y grotescos habitantes de aquel extraño mundo, los monos blancos eran los que consiguieron familiarizarme más con la sensación del terror.

Pienso que la causa de este sentimiento que tales monos engendraron en mi interior se debía a su notable parecido en cuanto a forma con los hombres terrestres, que les presta un aspecto humano aún más sorprendente comparándolo con lo enorme de su tamaño.

Derechos miden de alto quince pies y andan erectos sobre sus patas traseras. Al igual que los marcianos verdes, poseen un juego intermedio de brazos entre los miembros superiores y los inferiores. Tienen muy juntos los ojos, pero no saltones como los hombres verdes; llevan las orejas tiesas, aunque colocadas más al lado que los primeros, mientras que sus dientes y narices se parecen mucho a los de los gorilas africanos. En la cabeza les brota un enorme mechón de erizados pelos.

Había en sus miradas y en las de los terribles hombre planta, cuando les contemplé por encima del hombro de mi adversario, una expresión de rabia indefinible, y en ese momento saltaron sobre mí mientras chillaban, silbaban y gritaban con frenesí; pero de todos los ruidos que me asaltaban a medida que se aproximaban a mí, ninguno me resultó tan horrible como el horrible ronroneo de los hombres planta.

De repente una infinidad de crueles garras y afilados talones se hundieron en mi carne, y unos labios fríos y succionadores se precipitaron sobre mis arterias. Luché para librarme, y aunque estaba enterrado bajo sus inmensos cuerpos, conseguí ponerme en pie donde, con la espada aún asida, la utilicé a modo de daga, provocando tal carnicería entre ellos que por un instante me vi libre.

Lo que he tardado minutos en describir sucedió en unos cuantos segundos, pero durante ese tiempo Tars Tarkas había presenciado el riesgo que yo corría y se dejó caer de las ramas inferiores, a las que había trepado con extraordinario trabajo, y mientras yo luchaba contra el último de mis antagonistas, el gran Thark se puso a mi lado y de nuevo peleamos espalda con espalda como tantas veces lo habíamos hecho antes.

Una y otra vez los feroces monos nos acometieron y una y otra vez los rechazamos con nuestras espadas. Las grandes colas de los hombres planta nos azotaban con tremenda fuerza mientras nos atacaban desde diferentes direcciones o saltaban por encima de nuestras cabezas con la agilidad de sabuesos; pero cada ataque tropezaba con la muralla de unas brillantes espadas que durante veinte años habían sido las más famosas de Marte: porque Tars Tarkas y John Carter, eran nombres que todos los combatientes de aquel mundo de guerreros mencionaban con respeto.

Pero incluso las dos mejores espadas de un mundo de guerreros no pueden luchar incansablemente contra una inacabable turba de bestias feroces y salvajes que ignoran el significado de la derrota hasta que el acero clavado en sus corazones les arranca la vida, y así, paso a paso fuimos forzados a retirarnos. Al fin, nos apoyamos en el colosal árbol que habíamos elegido para nuestra ascensión, y luego, como carga tras carga los enemigos nos abrumaban con su peso, fuimos cediendo poco a poco hasta ser empujados a medio camino en torno de la enorme base del colosal tronco.

Tars Tarkas estaba más bajo, y de repente le oí lanzar un ahogado grito de júbilo.

—Aquí hay un escondrijo para al menos uno, John Carter —me dijo, y mirando donde él se hallaba y vi una oquedad en la base del árbol como de tres pies de diámetro.

—Entra, Tars Tarkas —grité, pero no se movió, alegando que su corpulencia le impediría pasar por la abertura, mientras que yo me escurriría fácilmente por ella.

—Moriremos ambos si nos quedamos fuera, John Carter; aquí hay una pequeña oportunidad para uno de nosotros. Aprovecha la ocasión y podrás vivir para vengarme. A mí me resultaría inútil meterme en un hueco tan pequeño con esa horda de demonios sitiándonos por todos los lados.

—Entonces muramos juntos, Tars Tarkas —repliqué—. Porque no marcharé solo. Déjame que defienda la abertura mientras entras, y después mi corta estatura me permitirá seguirte antes de que puedan evitarlo.

Continuábamos luchando furiosamente mientras hablábamos con breves frases que subrayamos con violentos golpes e iracundas estocadas a nuestros tenaces enemigos.

Al fin cedió, ya que le pareció que era la única manera de uno de los dos se salvara del número cada vez mayor de atacantes, que aún llegaban hasta nosotros de todas las direcciones del valle.

—Siempre ha sido tu estilo, John Carter, el preocuparte el último por tu vida —exclamó— e incluso el mandar en los actos y la voluntad de los demás, aunque se trate del más grande de los Jeddaks que han regido a Barsoom.

Una leve sonrisa apuntó en su rostro duro y cruel, mientras que el más grande de los Jeddaks, se veía obligado a obedecer las órdenes de una criatura de otro mundo; un hombre cuya estatura era casi la mitad de la suya.

—Si fracasas, John Carter —dijo—, sabe que el cruel y despiadado Thark, al que enseñaste el significado de la amistad, saldrá a morir a tu lado.

—Como desees, amigo mío —contesté—; pero ahora date prisa, mete primero la cabeza, mientras yo cubro tu retirada.

Vaciló un instante al oír mis palabras, porque jamás en el curso de su vida, tan llena de azares, había vuelto la espalda más que a un enemigo derrotado o muerto.

—Pronto, Tars Tarkas —le insté—, o nos sacrificaremos sin provecho. Yo solo no podré aguantarles mucho tiempo.

Cuando se tiró al suelo para meterse en el árbol, la muchedumbre rugiente de horribles e infernales monstruos se precipitó sobre mí. Mi centelleante espada iba de derecha a izquierda tiñéndose ya de verde, con el zumo espeso de los hombre planta, ya de rojo con la sangre púrpura de los enormes monos blancos, y yendo de enemigo en enemigo, no tardaba sino una fracción de segundo en beber la esencia vital del corazón de algún salvaje.

Y así luché, cual nunca había combatido hasta entonces, resistiendo impávido los embates de esos seres tan horribles como anómalos, siéndome ahora difícil comprender cómo mis músculos humanos no flaquearon en tan sanguinaria matanza y soportaron el terrorífico peso de tantas toneladas de carne rabiosa y palpitante.

Con el miedo a que nos escapáramos, los monstruos redoblaron sus esfuerzos para derribarme, y aunque el terreno alrededor de nosotros estaba sembrado de sus agonizantes compañeros, consiguieron al fin dominarme y hacerme caer debajo de ellos, por segunda vez aquel mismo día, por lo que de nuevo sentí en mi cuerpo la horrible impresión de sus labios succionantes.

Pero apenas caí me di cuenta de que unas vigorosas manos me agarraban los tobillos para arrastrarme en seguida al refugio del interior del árbol. Por un instante hubo una tenaz lucha entre Tras Tarkas y un enorme hombre planta que obstinadamente se aferraba a mí pecho; pero finalmente pude servirme de mi larga espada, y con un violento mandoble acabé con su vida.

Maltrecho y sangrando por muchas y crueles heridas, quedé tumbado en el suelo dentro del hueco del árbol, mientras que Tars Tarkas defendía la abertura de la furiosa masa.

Durante una hora alborotaron en torno del árbol, pero después de varios intentos para cogernos, redujeron sus esfuerzos a chillar y aullar de forma espantosa los grandes monos blancos y a producir su característico e indescriptible ronroneo los hombres planta.

Por último, todos, excepto unos cuantos dedicados en apariencia a evitar nuestra fuga, se fueron, con lo que la aventura para nosotros pareció convertirse en un asedio, con el resultado inevitable de que moriríamos de hambre, ya que aunque fuésemos capaces de deslizamos fuera del árbol después de que anocheciera, ¿a dónde dirigiríamos nuestros pasos con objeto de salvarnos en aquel valle hostil y desconocido?

Como los ataques de nuestros enemigos habían cesado y nuestros ojos se hallaban ya habituados a la semioscuridad del interior de nuestro extraño escondite, aproveché la oportunidad para explorar sus rincones.

El árbol estaba hueco en una extensión de unos cincuenta pies de diámetro, y por su suelo, llano y firme, juzgué que antes de que nosotros lo ocupáramos ya lo habían hecho otros. Al levantar los ojos hacia arriba para apreciar su altura vi encima de mí un tenue resplandor luminoso.

Existía una abertura allí arriba. Si podía llegar a ella, no sería difícil ganar más tarde la protección de las cuevas del precipicio. Mis ojos no se hallaban aún acostumbrados del todo a la desvanecida luz del interior; pero no obstante, al continuar con mis investigaciones, descubrí una tosca escala en el lado más alejado escondrijo.

Rápidamente subí por ella, sólo para averiguar que se conectaba en lo alto con la más inferior de una serie de barras de madera colocadas horizontalmente en el entonces estrecho interior en forma de tubo de aquel árbol. Tales barrotes estaban puestos unos sobre otros, separados por una distancia aproximada de tres pies, y formaban una perfecta escala en toda la extensión que mi vista podía alcanzar.

Descendí hasta el suelo una vez más y le conté mi hallazgo a Tars Tarkas, quien me sugirió que explorase la subida hasta donde me fuera posible mientras no corriese peligro, entre tanto él guardaría la entrada de un posible ataque.

Mientras me apresuraba a trepar por los escalones del singular tronco encontré que la escalera llegaba hasta donde me llegaba la vista, y que a medida que ascendía por ella, la claridad que surgía de arriba se iba haciendo cada vez más brillante.

Continué subiendo unos quinientos pies, hasta que finalmente llegué a la abertura del tronco por la que pasaba la luz. Tendría poco más o menos igual diámetro que el del pie del árbol y daba directamente a una rama larga y plana, cuya superficie, curiosamente desgastada, demostraba que se la usaba con frecuencia como camino por alguna persona que iba y venía del acantilado al tronco del árbol.

No me atreví a andar por la rama, temiendo que pudiera ser descubierto y que se nos cortase la retirada en aquella dirección, por lo que di prisa en volver al lado de Tars Tarkas.

Pronto estuve junto a él, y sin perder tiempo emprendimos ambos la ascensión por la larga escalera que terminaba en el boquete de la parte superior.

Tars Tarkas iba delante, y cuando yo alcancé la primera de las barras horizontales, tiré de la escala que quedaba debajo de mí y se la entregué a él, que la trasladó cien pies más arriba, donde la metió entre una de las barras y la pared de la chimenea. De idéntico modo desprendí los barrotes inferiores, a medida que pasaba por ellos, de manera que no tardamos en dejar el interior del árbol desprovisto de cualquier medio de persecución o ataque por retaguardia.

Más tarde supimos que esa precaución nos libró de un dificilísimo trance y que significó nuestra salvación.

Cuando alcanzamos el agujero de lo alto Tars Tarkas se echó a un lado para que yo saliese afuera a ver lo que ocurría, puesto que mi menor peso y mi mayor agilidad me hacían más apto para el peligroso tránsito por el vertiginoso y oscilante pasadizo.

La rama por la que avanzaba subía hacia el acantilado, formando un ligero ángulo, y como a continuación descubrí, terminaba a corta distancia encima de un estrecho borde que sobresalía de la roca a la entrada de una angosta cueva.

Al aproximarme al extremo más delgado de la rama ésta se dobló con mi peso, de manera que me balanceé peligrosamente y mi débil sostén se inclino suavemente, separándose del borde rocoso cerca de un par de pies.

A quinientos pies debajo de mí se extendía la brillante alfombra escarlata del valle, y casi quinientos pies sobre mi cabeza se alzaba la brillante e impresionante cara de los acantilados.

La caverna ante la cual me encontraba no era de las que había visto desde el llano y estaba mucho más alta que ellas, quizá a cien pies; pero, por lo que pude comprender, nos sería tan útil para nuestro propósito como las otras, por lo que volví al árbol, junto a Tars Tarkas.

Los dos nos arrastramos a lo largo del ondulante paso, pero cuando llegamos al extremo de la rama notamos que nuestro peso acumulado la hacía bajar en tal forma que la boca de la cueva quedaba encima de nosotros, lo bastante lejos para no poder subir a ella.

Acordamos por último que Tars Tarkas volviese al tronco, dejándome la correa de cuero más larga de su arnés, para que, cuando la rama recobrase su posición y me permitiera entrar en la cueva, lo hiciera, y ya allí, por medio de la correa, facilitase la ascensión del marciano al seguro saliente de la roca.

Realizamos el plan sin tropiezos, y pronto tuvimos la satisfacción de vernos reunidos en el borde de un mirador, desde el que se disfrutaba del magnífico espectáculo del valle que se extendía a nuestros pies.

Hasta donde alcanzaba la mirada, unos lozanos bosques y unas púrpuras praderas bordeaban un mar silencioso, y todo ello aparecía dominado por la enorme mole de los deslumbradores acantilados. De repente creí divisar un minarete dorado refulgiendo al sol entre las ondulantes copas de los distantes árboles; pero pronto abandoné la idea, convencido de que se trataba de una alucinación nacida de nuestro deseo de descubrir los atisbos de la civilización en aquellos parajes tan hermosos como aterradores.

Debajo de nosotros, en la orilla del río, los grandes monos blancos devoraban los despojos de los guerreros compañeros de Tars Tarkas, mientras que las manadas de hombres planta pastaban en círculos de creciente amplitud por la pradera, que segaban con tanta eficiencia como la mejor de las segadoras.

Sabiendo que un ataque por el árbol era casi imposible, decidimos explorar la caverna, la cual pensábamos que no sería más que una prolongación del camino que habíamos recorrido ya y que conduciría adonde sólo los dioses sabían, pero que sin duda nos alejaría de este valle de brutal ferocidad.

Mientras avanzábamos nos encontramos con un túnel bien proporcionado cortado del macizo acantilado. Sus paredes se alzaban, unos veinte pies sobre el suelo, que tenía cinco pies de ancho. El techo estaba abovedado. Como nos faltaba con qué alumbrarnos, caminamos despacio en la cada vez más densa oscuridad. Tars Tarkas tanteaba una pared y yo la otra cogidos de la mano con objeto de que si había ramas divergentes no nos separásemos o perdiésemos en aquella intrincada y laberíntica galería.

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