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Authors: Edgar Rice Burroughs

Dioses de Marte (3 page)

BOOK: Dioses de Marte
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Cortando y tajando a derecha e izquierda, se abrió un camino entre los acometedores hombres planta, y luego comenzó una loca carrera para ganar el bosque, al abrigo del cual esperaba indudablemente hallar un refugio seguro.

El guerrero había girado hacia la parte del bosque que concluía en el precipicio, con lo que la alocada carrera se iba alejando cada vez más del peñasco detrás del que me ocultaba.

Mientras presenciaba la noble pelea sostenida entre el gran guerrero y sus enormes adversarios, mi corazón palpitó emocionado y lleno de admiración por él, y procediendo como yo solía hacerlo, más por impulso que por madura reflexión, salí de repente de mi pétreo escondrijo y salté rápidamente hacia los caídos cuerpos de los marcianos verdes, con un plan ya formado.

Media docena de descomunales saltos me situaron donde yo quería estar, y en otro instante me vi persiguiendo velozmente a los repulsivos monstruos que iban ganando terreno al fugitivo guerrero, pero entonces ya blandía en la mano una espada larga y en mi corazón hervía la antigua sed de sangre del luchador y una neblina rojiza se había alzado ante mis ojos y sentí que mis labios respondían a mi corazón con una sonrisa que me era habitual en los trances de la alegría de la batalla.

A pesar de mi rapidez estuve a punto de llegar tarde, pues el guerrero verde estaba a punto de ser alcanzado cuando le faltaba la mitad del camino para ganar el bosque, y en ese momento se encontraba de pie, de espaldas a un peñasco, mientras que la manada, momentáneamente desilusionada, gritaba y chillaba en torno suyo.

Debido a que tenían un solo ojo en el centro de la cabeza y a que no apartaban la mirada de su presa, no notaron mi silenciosa aproximación, por lo que caí entre ellos con mi espada, y cuatro hombres planta cayeron muertos antes de que se dieran cuenta de qué los atacaba.

Durante un momento retrocedieron ante mi terrorífica matanza, y en aquel instante el guerrero verde aprovechó la ocasión y se apresuró a colocarse a mi lado, girando su espada a derecha e izquierda de manera que no había contemplado si no en otro guerrero. La espada del marciano describía en el aire la figura de un ocho y no se detuvo hasta que nadie quedó con vida frente el, pues la cortante hoja atravesaba los huesos, la carne y el metal, como si se tratara de aire.

Cuando nos inclinábamos sobre la carnicería, de encima de nosotros surgió un salvaje alarido, un grito aterrador que ya había oído antes, y que sirvió para alentar a la manadas a que de atacasen a sus víctimas. Una y otra vez se repitió extraño ruido; pero tan ocupados nos hallábamos con aquellas bestias feroces, que no podíamos indagar, ni siquiera con la mirada, la causa de las horribles notas.

Las grandes colas de los monstruos nos azotaban con frenético odio; sus talones, como afiladas navajas de afeitar, nos cortaban las extremidades y el cuerpo, y un humor verdoso y pegajoso, parecido al limo de una oruga aplastada, nos chorreaba de la cabeza a los pies, puesto que cada tajo o estocada de nuestras largas espadas, al desgarrar las dañadas arterias de los hombres planta, por las que circula esa baba viscosa en lugar de sangre, echaba sobre nosotros grandes cantidades de la fétida sustancia.

Una vez sentí en la espalda el enorme peso de una de las fieras y sus afilados talones se hundieron en mi carne, experimentando la espantosa sensación de que unos labios húmedos me chupaban la sangre que manaba de las heridas que sus garras me habían hecho.

Yo me encontraba luchando desesperadamente con el feroz ser que pretendía degollarme, mientras que otros dos congéneres suyos, uno a cada lado, me azotaban cruelmente con sus cortantes colas.

El guerrero verde defendía su vida con admirable denuedo, sin preocuparse de otra cosa, y comprendí que la desigual lucha no podría prolongarse mucho más; pero, afortunadamente, mi poderoso compañero descubrió mi apuro y, separándose de los que le rodeaban, me libró con un solo mandoble del peligroso asaltante que tenía en la espalda, por lo que, desembarazado de él, apenas me costó trabajo deshacerme de los demás.

Ya juntos, apoyamos espalda contra espalda en el gran peñasco, evitando así que los hombres planta saltasen sobre nosotros para asestarnos sus mortíferos golpes, y como nos era fácil resistirlos mientras permanecían en el suelo, nos fue fácil acabar con el resto de ellos. En ese momento llamó nuestra atención el gemido espantoso que sonó encima de nuestras cabezas.

Esta vez miré hacia arriba, y a lo lejos, en un pequeño balcón natural frente al acantilado, la extraña figura de un hombre repitió la desgarradora señal, mientras que con una mano señalaba en dirección a la boca del río como pidiendo a alguien que viniese, y con la otra nos señalaba y gesticulaba.

Una mirada al sitio que él indicaba bastó para mostrarme sus propósitos y al mismo tiempo para producirnos el más grande temor, porque extendiéndose a todo lo ancho de la pradera, desde el bosque y desde la llanura al otro lado del río surgían y convergían hacia nosotros centenares de filas compuestas por salvajes monstruos saltadores como los que nos acosaban, y con ellos llegaban algunas criaturas aun más raras, que corrían con suma rapidez, ya erguidas, ya a cuatro patas.

—Será una gran muerte —dije a mí compañero—. ¡Mira!

Este echó una ojeada fugaz al sitio que yo le indiqué y me contesto sonriendo:

—Sucumbiremos como corresponde a grandes guerreros, John Carter.

Acabábamos de matar al último de nuestros inmediatos contrarios mientras así hablaba, y me volví asombrado al oír pronunciar mi nombre.

Y allí ante mis asombrados ojos se presentó el más grande de los hombres verdes de Barsoom, el estadista más astuto, el general más poderoso, mi querido y buen amigo Tars Tarkas, Jeddak de Thark.

CAPÍTULO II

Una batalla en el bosque

Tars Tarkas y yo no tuvimos tiempo para intercambiar impresiones y nos mantuvimos allí, delante del gran peñasco, rodeados por los cadáveres de nuestros grotescos asaltantes; ya que de todas las direcciones bajaban al ancho valle verdaderos torrentes de pavorosos seres como contestación a la grotesca llamada del extraño personaje situado encima de nosotros.

—Ven —gritó Tars Tarkas—. Debemos llegar a los precipicios. Allá está nuestra única y remota esperanza de salvación, si conseguimos encontrar una cueva, o un borde estrecho donde los dos podamos defendernos de esa horda desalmada e implacable.

Ambos corrimos por la pradera escarlata; yo, aminorando la velocidad para no distanciarme de mi más lento compañero. Tendríamos quizá que recorrer trescientas yardas que separaban al peñón de los acantilados, y luego nos faltaba buscar un abrigo conveniente que nos permitiera hacer frente a las terroríficas bestias que nos perseguían.

Iban casi a alcanzarnos, cuando Tars Tarkas me gritó que me apresurase y le dejara atrás para descubrir, si era posible, el refugio que deseábamos encontrar. La sugerencia me pareció buena, porque nos proporcionaba unos cuantos minutos valiosos, y así, poniendo en acción toda la energía de mis músculos terrestres, crucé a grandes saltos y brincos el espacio que existía entre mí y el precipicio a cuya base llegué en un momento.

El acantilado se levantaba casi perpendicularmente desde el mismo nivel de la herbosa pradera. No había allí ninguna acumulación de desprendimientos que formara un acceso más o menos precario hasta él, como sucede en la mayoría de los que he visto. Las escasas rocas que se habían desprendido de las alturas, y que estaban en su mayoría medio enterradas en la hierba, eran la única prueba de que en el macizo amontonamiento de rocas alguna vez había tenido lugar un ligero desprendimiento.

Una primera y breve inspección de los acantilados me llenó el corazón de malos presagios, porque hasta donde me alcanzaba la vista era imposible divisar un solo paraje propio para estar en él en pie, ni siquiera precariamente, salvo el saliente desde el que el terrible heraldo continuaba lanzando sus apremiantes alaridos.

A mi derecha, el pie del acantilado se perdía en el espeso follaje del bosque, que terminaba junto a la base del mismo, de modo que la exuberante vegetación se extendía en unos cien pies contra su recio y enorme vecino.

A mi izquierda, el acantilado corría, aparentemente sin interrupción, a través de la parte superior del ancho valle, y se perdía en los perfiles de lo que aparentaba ser una cordillera de altísimas montañas que rodeaban y limitaban el valle en todas direcciones.

Aparentemente a unos cien pies de mí el río brotaba precisamente en la base de la mole rocosa, y considerando que no teníamos la menor probabilidad de escapar en aquel sentido, fijé mi atención de nuevo en el bosque.

Los precipicios se alzaban sobre mí sus buenos cinco mil pies. El sol todavía no los bañaba y mostraban un color amarillo oscuro destacándose de su propia sombra. Aquí y allí resaltaban rayas y manchas rojas y verdes de tonos sombríos, y en trechos, porciones de cuarzo blanco.

Aunque eran muy hermosos, temo que no los aprecié por completo la primera vez que los vi.

En aquel momento solamente buscaba en ellos un medio de salvarnos, y así, mientras mi mirada recorría una y otra vez su vasta extensión en busca de alguna grieta o hendidura, incluso llegué a maldecirlos, como el prisionero maldice los crueles e insalvables muros de su prisión.

Tars Tarkas se acercaba con rapidez, y a su zaga venía, pisándole los talones, la horrible horda de nuestros enemigos.

Parecía ser que no nos quedaba más refugio que el bosque, y estaba a punto de indicar a Tars Tarkas que me siguiese a él, cuando el sol pasó por el cenit de los acantilados tocando con sus brillantes rayos su oscura superficie, de la que surgieron una miríada de chispeantes fulgores deslumbradoramente áureos, vivamente rojos, suavemente verdes y relucientes blancos; el más fascinante e interesante espectáculo que ojos humanos puedan contemplar.

La cara de los acantilados, estaba según lo demostró una inspección posterior, tan plagada de vetas y trozos de oro sólido, que presentaba el aspecto de una muralla maciza de ese precioso metal, excepto donde se hallaban las entalladuras de rubíes, esmeraldas y diamantes, una pequeña pero asombrosa muestra de las inagotables y jamás adivinadas riquezas enterradas hondamente debajo de su increíble superficie.

Sin embargo, lo que atrajo mi mayor atención en el instante en que los rayos solares iluminaban de lleno el acantilado, fueron las manchas negras que inequívocamente aparecieron surcando la magnífica muralla cerca del extremo del bosque, y que se prolongaban por abajo y más allá de las ramas de éste.

Casi inmediatamente reconocí qué eran: sombrías bocas de entrada a las cavernas situadas dentro de la roca: posibles caminos de huida o refugios transitorios si lográbamos llegar a ellos.

Había un solo camino, y éste pasaba por entre los corpulentos y altos árboles. Que yo podría conseguirlo lo sabía muy bien; pero para Tars Tarkas, con su enorme cuerpo y gran peso, sería una tarea realmente ardua, a pesar de su decisión y destreza, ya que los marcianos no son precisamente buenos escaladores. En toda la superficie de aquel antiguo planeta nunca había visto una colina o montaña que excediera, en cuanto a altura, los cuatro mil pies contando a partir del fondo de los mares muertos, y como la subida solía ser gradual, la mayoría de ellas ofrecían pocas oportunidades para practicar la escalada. Tampoco los marcianos hubieran aceptado tal reto, en caso de presentárseles en circunstancias más normales, porque siempre siguen una senda tortuosa que arranca de la base de cualquier monte en lugar de enfrentarse a caminos más cortos pero más arduos.

No obstante, no había otra elección que escalar los árboles contiguos al precipicio, a fin de alcanzar las cavernas de arriba.

El Thark comprendió las posibilidades y las dificultades del plan de inmediato, y como no existía otra alternativa, nos dispusimos a ponerlo en ejecución.

Nuestros incansables perseguidores estaban ya cerca de nosotros, tan cerca que me parecía totalmente imposible que el Jeddak de Thark llegase al bosque antes que ellos y tampoco había en los esfuerzos de Tars Tarkas por salvarse la suficiente decisión, ya que a los hombres verdes de Barsoom no les gusta huir, y jamás tuve ocasión de ver a ninguno tratar de escapar de la muerte cualquiera que fuera el aspecto bajo el que se presentara ésta. Pero que Tars Tarkas era el más valiente de los valientes había sido demostrado miles de veces; sí, miles de veces en innumerables combates a muerte con hombres y bestias. También sabía yo que existía otra razón, distinta del miedo a la muerte en su huida, tanto como a él le constaba que un impulso más poderoso que el orgullo o el honor me acuciaba a librarme de aquellos fieros destructores. En mi caso era el amor, el amor a la divina Dejah Thoris; y si la causa del Thark era un enorme y repentino amor por la vida me resulta difícil de concebir, ya que aquella gente extraña, cruel, sin amor e infeliz, busca más a menudo la muerte que la vida.

Finalmente, sin embargo, alcanzamos las sombras del bosque, mientras que detrás de nosotros surgió el más veloz de nuestros perseguidores: un gigantesco hombre planta con las garras tendidas para cogemos y las bocas dispuestas a chuparnos la sangre.

Diré que se hallaba a cien yardas de distancia de sus compañeros más próximos, por lo que llamé a Tars Tarkas para que subiera a un gran árbol que rozaba la cara del precipicio, mientras yo quitaba de en medio al monstruo, dando así una oportunidad al menos ágil Thark para que trepase a las ramas superiores antes que la horda entera cayera sobre nosotros dejándonos sin probabilidades de huir.

Pero calculé mal, no apreciando con exactitud tanto la astucia de mi inmediato enemigo, como la velocidad con que los suyos recorrían la distancia que les separaba de allí.

Cuando alcé mi larga espada para dar muerte al gigante, éste se detuvo en su carga, de manera que el arma cortó inútilmente el aire, mientras que mi enemigo me asestó un golpe con toda la fuerza de su membruda cola, y me derribó al suelo. En un instante la bestia semi humana se lanzó sobre mí, mas antes de que pudiera poner sus repugnantes bocas en mi pecho y mi cuello conseguí sujetarle sus retorcidos tentáculos con cada mano.

El hombre planta era fuerte, pesado y muy musculoso; pero mis tendones terrestres y mí mayor agilidad, en unión con el estrangulamiento que le estaba practicando, pienso que me hubieran valido una victoria instantánea si hubiéramos tenido tiempo ambos para contrastar los méritos de nuestras proezas. Pero ocurrió que mientras luchábamos con furia alrededor del árbol al que se subía Tars Tarkas con infinitas dificultades, eché de improviso una ojeada sobre el hombro de mi contrario y observé el enjambre de asaltantes que iba a acometerme.

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