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Authors: Jens Lapidus

Dinero fácil (31 page)

BOOK: Dinero fácil
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Bobban solía decir: El hockey va demasiado rápido. Mrado lo sabía; todavía va más rápido el
Texas hold'em.
Se había fundido más de ciento sesenta mil en una hora y media. Ésa no era su noche. Debería haberse coscado: demasiados tíos que controlaban alrededor de la mesa.

Ratko estaba de pie junto a una máquina tragaperras y daba la espalda a la mesa de póquer. Estaba metiendo billetes de veinte.

Mrado le tocó en el hombro.

—Has llegado tarde.

—¿Yo tarde? Es cierto, pero tú has estado jugando casi una hora. Me has hecho esperar.

—Pero eres tú el que ha llegado tarde. Habíamos quedado a las ocho.

—Te pido disculpas por eso. ¿Cómo te ha ido?

Mrado callado.

Ratko volvió a preguntar:

—¿Te ha ido como el culo?

—Ha ido tan de puta pena que estoy pensando en tirarme por el viaducto de Klaraberg.

—Lo siento.

Mrado se quedó de pie y observó a Ratko jugar. Estaba jodido. No debería haber jugado estando tan cansado. Dinero que era de los videoclubes. Eso no podía saberse.

Joder.

Ratko metió un último billete de veinte. Pulsó el botón de jugar. Los dibujos de la tragaperras dieron vueltas.

La cabeza de Mrado daba aún más vueltas.

Capítulo 28

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{54}
. La sensación que duraba: J-boy, el gánster más malo de la ciudad.
El choro
*. Renacido de sus cenizas. Se había levantado de lo que habían creído que era una derrota.

Su vida oscilaba entre el odio justificado y la venta de coca a alto nivel: el odio contra Radovan & Co. Los que le habían apaleado. La venta de coca: el trabajo para Abdulkarim.

Pero Jorge era el hombre de los planes, hundiría el imperio de Radovan de una vez por todas. Se encargaría de que el mafioso yugoslavo fuera encerrado o derribado para siempre. Sólo necesitaba más información y tiempo para planificar.

A R le llegaría su día. Jorgelito estaba seguro de cojones.

Imágenes del pasado.

Jorge se había recuperado sorprendentemente rápido. Primero, cuando JW le encontró machacado en el bosque, no entendió nada. ¿Quién coño era ese chaval de Östermalm? Hablaba de nuevos mercados, del sector de la coca en desarrollo. ¿Quería participar?

Quince minutos de explicaciones a un latino destrozado.

Jorge apenas le escuchó entonces.

JW prometió que iba a venir un coche. Que le iba a conseguir analgésicos.

Jorge le pidió que se fuera.

JW se fue por la carretera.

Jorge se quedó tumbado solo. Un movimiento de un milímetro significaba un dolor de otro planeta. El frío se iba apoderando de él. Jorge quería desmayarse. Desaparecer. Pero las preguntas daban en su cabeza más vueltas que el dolor: ¿los yugoslavos le harían daño a Paola? ¿Le dejarían en paz ahora? ¿Debería marcharse del país cuanto antes? En ese caso, ¿cuáles eran sus posibilidades? Sin dinero, sin pasaporte, sin contactos. En otras palabras: las mismas oportunidades de salir adelante que un debilucho chulo en Österåker.

El bosque se oscurecía. El tiempo empeoraba. Los troncos de los árboles parecían negros. Las ramas se inclinaban hacia el suelo.

Parecía que los brazos y los fémures estuvieran rotos. Parecía que la espalda se la hubieran abierto en canal. Parecía que le habían hecho un ano más junto al suyo; la impresionante simetría de la naturaleza al completo: dos ojos, dos orejas, dos fosas nasales, dos brazos, dos piernas. Y ahora dos anos.

Intentó dormirse. No hubo manera.

Estaba congelado.

La definición de la eternidad: la hora y media de Jorge en el bosque hasta que JW volvió a aparecer. Con él iba un tío grande, un gorila. Le levantaron. Jorge pensó que se iba a morir por segunda vez en cuatro horas. Peste o cólera. Primero muerto a palos por un yugoslavo loco; luego muerto al ser acarreado por un libanés enorme.

Un Mazda blanco, una furgoneta, esperaba en la carretera. En la parte trasera había una camilla acolchada. Le ataron. Un hombre con aspecto sueco, que Jorge creyó entonces que era un verdadero enfermero de ambulancia, le puso morfina. Cayó en un sopor. Soñó con bolsas de comida que se movían solas.

Fragmentos de recuerdos.

Se despertó en una habitación desangelada. Confundido. A salvo, pero asustado por si había acabado en un hospital. Le cuidarían al mismo tiempo que le descubrirían; vuelta a la celda de Österåker. Luego llegó el dolor. Aulló.

Un hombre grande en la habitación, el mismo que le había llevado a la furgoneta. El hombre: jersey de cuello alto y vaqueros azul oscuro. Jorge se dio cuenta de que no estaba en un hospital. Algo en el hombre indicaba lo contrario: su cara no encajaba en el sistema sanitario. Rasgos duros y oscuros.

Arañazos/cicatrices en un lado de la cara. El hombre sonrió, un diente de oro brilló en la hilera superior. Quizá era eso lo que lo delataba, nadie que trabajara en un hospital sonreía con un diente grande recubierto de oro.

El hombre, Fahdi, sonrió:


Allahu Akbar,
estás vivo.

Algunos días después. Se despertó. Alguien le estaba limpiando el brazo, estaba verdoso. En un brazo y en el muslo izquierdo: costras de heridas que se estaban curando. Mejora. Así que ya no tenía moratones de la paliza; estaba verde de la paliza.

El tío que le lavaba el brazo se presentó como Petter y dijo:

—Te vas a poner bien, tío.

Jorge dejó caer el brazo de nuevo en la cama. El chico se estiró para coger un vaso con una bebida roja. En el vaso había una pajita. La sujetó contra la boca de Jorge. Jorge sorbió. Sabía a jugo de frambuesa.

El chico salió. Jorge miró la pared. Cortinas echadas. ¿Había una ventana detrás? Intentó girar la cabeza. Le dolía demasiado. Se quedó tumbado inmóvil. Volvió a dormirse.

Sueños de morfina: Jorge caminaba por una carretera oscura con Paola. Junto al camino, altos muros verdes de piedra. Los focos iluminaban partes de la carretera. Asfalto blando. Los pies de Jorge se hundían. Creaban huellas en la masa espesa, cálida. Pensaba: Si tengo que salir corriendo ahora, ¿con qué rapidez puedo arrancar? Su hermana se volvió hacia él: «Mi príncipe, ¿quieres jugar a la guerra conmigo?». Jorge intentó levantar el pie. Era difícil. La masa de asfalto se pegaba. Negra, densa. Le resultaba pesado.

Unos días más tarde: Paola saltaba a la cuerda. Dos cuerdas. Hechas con sábanas. Dos amigas de ella daban a la comba. Paola: ocho años. Jorge corrió hacia la cuerda. Iba a caerse. A tropezar. Y justo entonces: una enorme cama elástica azul. La caída fue blanda. Dio vueltas. No se levantó. La cama era demasiado blanda. Como arenas movedizas. Se hundía. Intentaba apoyarse en las manos, los codos, las rodillas. Paola se reía. Las niñas se reían. Jorge lloraba.

Más tarde: el chico que le había limpiado, Petter, sentado junto a la cama. Dijo que todo iba a salir bien. Que Jorge se pondría bien. Más guapo.

Jorge no tenía fuerzas.

No preguntó qué iban a hacer.

Una luz intensa le cegó.

Giró la cabeza. Cerró los ojos.

Sintió instintivamente que alguien se le acercaba a la cara.

Un hombre que no había visto antes le untó la cara con algo.

De repente: dolor extremo.

Gritos.

Parecía que le habían arrancado la nariz.

Se incorporó.

El hombre le sujetó.

Le dio algo de beber.

Volvió a dormirse.

Alguien le sacudía.

—Despierta, amiguete. Has dormido lo suficiente hoy.

Jorge levantó la mirada. Un hombre de pelo oscuro. Quizá treinta años. Traje. Camisa con solapas anchas. Los botones superiores desabrochados. En la cabeza una gorra blanca tipo Craig Davis.

—Abre los ojos bien.

Jorge miró en silencio.

—Soy Abdulkarim. Tu oportunidad aquí en la vida. Tu jefe.

Jorge confuso.

—Ya llevas tres semanas aquí. Te vas a volver yonqui de morfina si no estás bien ya. Tienes que funcionar. Levanta el brazo.

Jorge levantó el brazo. Amarillo en la parte superior, cerca del hombro, pero en general bien.

—Parece que estás perfecto, amiguete. Alá es grande.

Abdulkarim tenía un espejo en la mano.

Jorge vio su propia imagen: un hombre delgado de pelo oscuro con barba, quizá veinticinco años, ojeras oscuras, nariz importante, casi de boxeador, piel color oliva.

Una variante de Jorge.

Se rió. Al mismo tiempo se sintió triste. Por una parte, ésa era su oportunidad; Abdulkarim, quienquiera que fuese, le había arreglado. Le había puesto una nueva crema autobronceadora, le había rizado el pelo, se lo había teñido. Mejor de lo que lo había hecho él. Además estaba mucho más flaco.

Pero, aparte de eso, algo había diferente en la nariz.

—¿Qué me habéis hecho en la nariz?

Abdulkarim se rió.

—Rota en dos sitios, amiguete. Ha venido aquí un tío a arreglarla. Espero que no te ha dolido mucho. Yo creo que está más bonita ahora. Quizá un poco plana, pero más guay.

Jorge como Nikita: recogida de la calle. Despertaba maquillada, arreglada, para convertirse en una nueva supersoldado. ¿Cómo iba a ser el resto de la historia?

Abdulkarim siguió hablando:

—Te han zurrado bien. Eras como un arándano cuando te hemos encontrado. Luego eras como Hulk. Con manchas verdes. ¡Qué pena que no tienes su fuerza!

Jorge se dio la vuelta en la cama.

Abdulkarim intentó ser gracioso:

—Vaya cerdo. ¿Te han echado un polvo también? ¿Quién hacía de mujer?

Jorge se durmió.

Todo sucedió rápidamente. Casi estaba completamente recuperado de la paliza de Mrado y Ratko. El único problema: la cicatriz de la espalda y el dolor en uno de los brazos. Le habían dado la oportunidad de quedarse en Suecia y ganar
pesetas
*. Que le hubieran roto la nariz y se la hubiera arreglado uno de los subordinados de Abdulkarim podía ser una ventaja. Le había quedado torcida, más ancha. El aspecto de Jorge cambió aún más.

Había pasado el tiempo suficiente tras su fuga. Su foto ya no era una de las cien primeras que salían en los ordenadores de la pasma cuando recibían soplos. Jorge se dio cuenta de que tenía una oportunidad con su nuevo aspecto, la ayuda y el dinero del árabe.

Se dio cuenta de por qué él era tan perfecto para Abdulkarim: sus conocimientos sobre el mundo de la coca unidos a la dependencia y la deuda de gratitud hacia el árabe le convertirían en el perro más fiel de la escudería de camellos de Abdul. La idea de negocio de Abdulkarim funcionaba como se la había explicado JW. El extrarradio estaba listo para la invasión de la farlopa. A Jorge le gustaban los planes. En Österåker él mismo había pensado en términos semejantes.

Durante varios días de noviembre, Jorge y JW se sentaron en el piso de Fahdi a planificar la organización. Abdulkarim se pasaba por allí y discutía las directrices más generales. ¿Cuánta coca creían que iban a necesitar para enero? ¿En qué municipios del extrarradio pensaban empezar? Jorge soltaba nombres. Gente con la que tenían que ponerse en contacto. Camellos que podían contratar. Gente con la que se debería consultar. Fahdi traía
pizzas
y Coca-Cola.

Abdulkarim seguía hablando de la importación. Tenían que traer más. Estructurar un tráfico más inteligente.

Jorge enseñó todo lo que sabía. El chaval de Östermalm, JW, absorbía los conocimientos igual que un crío de noveno la cerveza el día de fin de curso. Según Abdulkarim, el chico era un fiera vendiendo a la gente de Stureplan. Jorge en superioridad de conocimientos. Pese a eso, JW intentaba parecer habituado. Esnob. A Jorge no le gustaba ese estilo.

Abdulkarim, sospechoso pero bien. Cada dos frases le daba las gracias a Alá, y con la siguiente fijaba los precios de la coca. Una noche, en casa de Fahdi dijo:

—Jorge, ¿puedo hacer una pregunta seria?

Jorge asintió. Abdul continuó:

—¿Cuál es tu religión?

Jorge sacudió la cabeza.

—Mi madre es católica. Yo creo en Tupac. Él vive.

Intentaba bromear. Toda la gente del gueto conocía a Tupac. El árabe contestó:

—Verás, hay una guerra. Tú tienes que elegir un lado. ¿Tú crees que los vikingos te van a aceptar porque tienes pasta? Alá puede marcar el camino.

JW sostenía que el árabe no siempre había sido así. Antes: sólo hablaba de coca. Alá era decididamente un nuevo jugador en el campo.

A finales de noviembre, Jorge volvió a las calles. Al principio estaba paranoico. Miraba a su alrededor cada tres pasos, la pasma o los yugoslavos volvían en los sueños. Dormía en casa de Fahdi. Cada vez que el libanés llegaba a casa por la noche Jorge se despertaba, pensaba que todo se había acabado para él. Tras unos segundos: el sonido de las películas porno le calmaba. Se dio cuenta de que en realidad tenía otro aspecto. Más delgado. Más negro. La nariz más ancha.

Iba a darse rayos UVA de manera habitual. Seguía rizándose el pelo. Intentó aprender a usar unas lentillas marrón oscuro que le había dado Abdulkarim. La fluidez al caminar mejoraba día a día, hacía todo lo posible para caminar como un
gangsta.

Necesitaba un piso propio.

Jorge se puso en contacto con Sergio y le dio las gracias por la ayuda. Le bendijo/le elogió. Le contó que todo estaba bien pero que no podían verse en una temporada. Sergio comprendió, le explicó: sus dedos rotos aún estaban torcidos. Su novia aún angustiada.

Jorge odiaba a los yugoslavos aún más.

Mandó un SMS a Paola desde un móvil de tarjeta que le había dado Abdulkarim: «Estoy vivo y bien. ¿Cómo estás? No te preocupes por nada. Saluda a mamá. Abrazos, J».

Dos chicos, el sueco que le había cuidado, Petter, y un tunecino, Mehmed, se convirtieron en los asistentes de farla de Jorge. Siguiendo sus órdenes, buscaron gente en la zona de Sollentuna. Repartieron gramos a las personas adecuadas. Vendieron más. El propio Jorge se trabajó otras localidades. Sitios donde su cara, aunque fuera nueva, nunca había sido conocida. Todo fue sobre ruedas. En enero vendieron por un valor de cuatrocientas mil coronas brutas. Tras descontar el coste de compra y la parte de Abdulkarim: ciento cincuenta mil para repartir entre Jorge, Petter y Mehmed. La vida era estupenda. Jorge como un rey: Jorgius Maximus.

Un pensamiento que casi nunca tenía tiempo de meditar: ¿eso estaba predeterminado? ¿No podría cualquier tío normal de un gueto de Estocolmo llegar a nada más que a trapichear farla? ¿Estaba el camino preparado cuando su madre decidió dejar Chile e intentó convertirse en una ciudadana normal en un país nuevo? Era como cuando uno subía al metro en una estación y se daba cuenta de que iba en dirección contraria. No había nada que se pudiera hacer. No se podía saltar del tren en marcha. ¿Qué pasaba si se tiraba del freno de emergencia? Jorge y sus colegas lo habían hecho con frecuencia cuando eran unos críos. La mierda de tren no paraba en mitad de las vías como uno podría suponer; primero iba hasta la estación siguiente antes de parar. ¿Qué sentido tenía un freno de emergencia si de todas maneras uno se veía obligado a ir hasta donde no quería?

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