Authors: Jens Lapidus
Estaba en medio de Stureplan. De fondo: tíos con carritos de salchichas, adolescentes borrachos, pijos pasando frío, cuarentones alcoholizados.
Sacó el teléfono. No había más SMS de Fahdi, lo que significaba que esa noche había conseguido jugar fuera de casa.
Marcó el número del chulo, Zlatko.
Sonó el tono de llamada.
Al final, por primera vez en ese número, contestó alguien.
—¿Sí?
—Hola, quería pasármelo bien esta noche.
—Pues has llamado al sitio correcto. ¿Tienes un nombre?
Jorge dio el alias de Fahdi.
Zlatko contestó:
—De acuerdo. Claro que nos podemos encargar.
—Vale, quiero a Nadja.
Silencio al otro lado del auricular.
Jorge repitió:
—¿No me has oído? Me gusta esa Nadja.
—No sé lo que quieres. Pero ya no está con nosotros.
Sorry.
—El tono de la voz de Zlatko era más frío que un vodka helado.
—¿Y dónde puedo verla? Era muy buena.
—Tú escúchame bien: no vuelvas a preguntar por Nadja. No está con nosotros. Sé quién eres. Una palabra más sobre esa puta Nadja y te machacamos.
La conversación se terminó; Zlatko había pulsado el botón rojo.
Jorge sentado en un taxi camino de casa de Fahdi. Angustiado. En plena subida de coca.
En su retina: Paola y Nadja. Y los otros: Mrado, Ratko, Radovan. Los iba a machacar. Se vengaría por él. Vengaría a Nadja. Radovan pagaría con balazos en los ojos. Una paliza en el claro de un bosque. La cara de Paola desencajada.
Fragmentos caóticos de la existencia.
El odio.
Paola.
El odio.
El cabrón de Radovan.
Pendejo
*. En español en el original.
El taxista le miró preocupado:
—¿Quieres que te suba, colega?
Jorge dijo que no. Pidió al taxista que esperara.
A casa de Fahdi. Jorge siempre tenía las llaves encima; necesitaba poder acceder a las llaves de los almacenes, las bolsas con cierre y las básculas que guardaban allí. Abrió. Llamó. No había nadie en casa. Fahdi debía de haber conseguido lo que más deseaba.
Al ropero.
Jorge sabía lo que deseaba. Fahdi les había enseñado orgulloso sus cosas a él y a JW hacía un mes. Se inclinó hacia el interior.
Rebuscó. Sacó la escopeta de postas. La abrió presionando la pieza del lateral. Metió dos cartuchos tan grandes como paquetes de caramelos. Se metió un puñado de cartuchos en el bolsillo delantero de los vaqueros. Le abultaban el bolsillo.
Metió la escopeta bajo la chaqueta. No se notaba nada. Estaba bien eso de los cañones recortados.
El taxi seguía abajo.
El subidón palpitaba.
Se metió los últimos miligramos de coca mientras el taxi arrancaba. No quedó claro si el taxista notó algo.
Aceleraron por la autopista.
Hallonbergen.
Soplaba un viento frío en el pasillo abierto. Accidentalmente tiró un trineo con el pie. Evidentemente, había familias normales con niños que eran vecinas del burdel.
Llamó a la puerta.
Alguien quitó la tapa de la mirilla. Una voz desde el interior:
—¿Cómo te llamas?
Parecía la madame. Jorge esperó que el tal Zlatko no le hubiera contado nada de su conversación hacía cincuenta minutos. Volvió a dar el alias de Fahdi. Incluso hacía falta una contraseña. Sabía ambos.
Abrió. Era ella, la madame con su extraño atuendo: chaqueta con abertura a la espalda. Maquillada en exceso. Daba miedo.
Jorge cerró la puerta tras de sí. Fue al grano:
—Quiero ver a Nadja.
La madame se quedó inmóvil. En guardia al ciento por ciento.
Dijo con su terrible sueco con acento del Este:
—Oye, ella ya no aquí. Si tú eres que llama a mí cien millones vez, tú
piss off
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.
Agresividad inesperada. Curtidamente amenazadora.
J-boy se sentía a punto de explotar. El estado de ánimo explosivo de la coca en olas contenidas golpeaba contra el interior de su frente. Era la última vez que un serbio le jodia.
Dio un paso hacia la madame.
—Zorra de mierda, o me dices dónde está Nadja o te machaco.
Potente elevación del tono de voz por parte de la madame:
—¿Quién coño tú piensas que eres?
El efecto de la elevación de la voz: de las sombras, desde el pasillo, apareció Zlatko.
La madame montó un escándalo. Gritó a Jorge que se largara. Que se iba a arrepentir.
Zlatko se puso a treinta centímetros de Jorge, el aliento le olía a mierda, y dijo con voz tranquila:
—¿No te lo acabo de decir por teléfono? ¿No te enteras? Deja de remover eso. Lárgate.
Estilo superserbio. Le recordaba a Mrado.
Sentía la paliza en la espalda. Piernas. Brazos.
Jorge sacó la escopeta.
Un disparo a Zlatko.
El estómago desapareció. Lo sustituyó un agujero.
Picadillo de vísceras en la pared que tenía detrás.
La madame gritó.
Un tiro más; desapareció su cabeza. Masa encefálica en los sofás de terciopelo.
El retroceso golpeó a Jorge en el hombro. Le hizo daño.
Jorge abrió el arma. Metió la mano en el bolsillo del pantalón. Volvió a cargar, dos cartuchos nuevos.
Un hombre salió del pasillo. La cara lívida. Torso desnudo. Los pantalones desabrochados. En estado de shock.
Jorge disparó. Falló. Un agujero de un metro cuadrado en la pared de yeso. Una nube de polvo.
Corrió hacia él. El viejo tropezó con sus pantalones caídos.
Lloró. Rogó.
Jorge se puso junto a él. El cañón doble contra su cabeza.
Revisó sus bolsillos. Encontró una billetera. Sacó un permiso de conducir.
Leyó en voz alta:
—Torsten Johansson. Tú no me has visto nunca.
El viejo siguió tumbado, sollozando en el suelo.
Por lo demás, el piso estaba en silencio.
—Dame tu móvil. Túmbate boca abajo. Pon las manos sobre la cabeza. Tengo unas cosas que arreglar.
El viejo no se movió. Estaba tumbado con la cabeza escondida entre los brazos. Las rodillas dobladas en posición fetal.
—¿Es que no entiendes el sueco? Haz lo que te he dicho. Ya.
El viejo se estiró. Se tocó el bolsillo. Sacó un móvil. Se lo dio a Jorge. Puso las manos sobre la cabeza.
Jorge otra vez:
—Tú no me has visto nunca.
Miró en las habitaciones de las putas. En una de ellas había una chica acurrucada contra la pared, la cabeza entre las rodillas; no era Nadja.
Jorge salió al pasillo. No miró los cuerpos. Pasó por en medio del caos. Hacia la cocina.
Estaba guarrísima. Una mesa pequeña de madera blanca y una silla de estructura de tubos de acero y un cojín mullido. Manchas de café por todos lados. En el frigorífico había propaganda de las pizzerías de Hallonbergen sujeta con imanes promocionales de la campaña electoral de los socialdemócratas de 2002.
En la mesa había un ordenador portátil. Más o menos lo que Jorge se había imaginado.
Lo mejor era que estaba encendido. Jorge se sentó en la silla. El ordenador tenía el cable enchufado a la pared. Pregunta: si lo desenchufaba, ¿seguiría funcionando la batería o se apagaría?
Jorge no era precisamente un friki de los ordenadores. Pero sabía una cosa: si el ordenador se apagaba existía el riesgo de que luego le pidiera algún tipo de contraseña para poder volver a encenderlo. Si no lograba entrar de nuevo, se jodería todo el asunto.
Valoración con un cerebro lleno de cocaína: no podía quedarse en el piso muchos segundos más. ¿Había tocado algo?
No.
Se arriesgó; sacó el cable.
Miró la pantalla.
Dios quería a Jorge.
El ordenador seguía encendido.
Corrió hacia la puerta. A través del recibidor. Estaba a punto de poner la mano en el picaporte de la puerta cuando se oyó un teléfono. El tono de Sony Ericcson, Old Phone; sonaba como un teléfono antiguo de los de disco. Llamaban al móvil de alguien. Probablemente el del putero, el de la madame, el del chulo o el de alguna prostituta. Miro el del putero. Ese no era el que sonaba. Jorge escuchó. Vio la sangre. La masa en paredes y suelo. Al final lo oyó. Venía del bolsillo del chulo.
Sujetó la escopeta en una mano. El ordenador en la otra. Difícil de maniobrar. Soltó el ordenador. Palpó el bolsillo de la chaqueta del chulo. Las vibraciones, claras.
Sacó el teléfono. En la pantalla una combinación de letras: JSC. Sólo podía ser una persona: el cabrón ese de Carl.
Jorge contestó:
—
Yes.
—Hola, soy yo. ¿Puedes mandarme a casa en un taxi a la de las tetas grandes?
Jorge perplejo. El tío parecía por la voz que estaba hasta arriba. ¿Qué le iba a decir? ¿Intentar imitar a Zlatko?
En lugar de eso, farfulló todo lo bien que pudo:
—Lo siento, no está aquí.
—Joder, qué pena.
El único pensamiento: tenía que decir algo inteligente. Algo que le llevara a algún lado.
—Eh, oye, ¿para cuándo era la próxima movida grande?
—Tú deberías saberlo, organizador. El 29, en dos semanas. ¿De verdad que la de las tetas grandes no está? —Jet-set Carl balbuceaba más que un boxeador profesional después de un KO.
A Jorge se le ocurrió una idea genial:
—Lo siento pero no. Oye, una cosa más. Hoy ha venido un tío aquí que tiene que poder ir a lo del 29.
—Venga ya. No puede ser.
—Joder, que sí. Tiene el visto bueno de Nenad. Sólo quería que tú lo supieras también. Su alias es Daniel Cabrera.
—Vale, ¿necesitas una contraseña?
—Sí, sería estupendo. ¿Puedes hacérmela llegar?
—¿Hacértela llegar? Hablas como un abogado. Ahora te la mando. Hablamos.
Jorge se metió el móvil en el bolsillo. La escopeta bajo la chaqueta. El ordenador en la mano.
Echó un vistazo rápido a los cuerpos. Sintió náuseas.
Pensaba que estaba inmunizado después de toda la violencia en vídeo que había visto de niño. En realidad era lo contrario, se sentía peor debido a toda la mierda que había visto en la televisión. O bien era sólo el efecto de la coca.
Se cubrió la mano con la manga de la chaqueta para coger el picaporte de la puerta. Ningún equipo de CSI iba a encontrar sus huellas dactilares.
Salió. Notó que el móvil de Zlatko vibraba en el bolsillo; el SMS de Jet-set Carl.
En el exterior estaba oscuro.
Hallonbergen by night
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.
Sin gente.
JW de camino a la Isla de Man. Manx Airways tenía seis vuelos diarios. Se tardaba apenas una hora desde Heathrow al aeropuerto en las afueras de Douglas, la capital de la isla. A diferencia de volar con Ryanair, resultó sencillo, agradable, bonito.
Aún estaba como soñando; la mercancía que se iba a poder enviar desde Warrick County. El establecimiento de precios de venta y las curvas hacia arriba. La situación de la farla: un futuro brillante. Las ideas del árabe se iban a hacer realidad. JW se convertiría en un burgués.
Habían pasado dos días desde que se había reunido con Nenad en un hotel de Londres. El hombre que era el superior de Abdulkarim tenía un estilo totalmente diferente al del árabe. Era agradable conocer al mítico jefe en la sombra. Acercarse a la cumbre.
La negociación con Nenad y los británicos salió bien. Se reunieron en una de las salas de juntas del hotel. Nenad había reservado una, pero lo primero que hicieron los británicos fue pedir cambiar de sala. A Nenad le gustó; su conciencia de la seguridad más alta que la de Abdulkarim.
La sala de las negociaciones estaba decorada con muebles rococó. En el centro había una mesa de madera de avellano de forma elíptica, los apliques de cristal de las paredes proporcionaban una iluminación suave. Era un poco diferente al salón de Abdulkarim.
Los británicos parecían
hooligans.
Muy lejos del estilo de Chris, el tío que había recibido a JW, Abdulkarim y Fahdi en la fábrica de empaquetado. El que mandaba tenía cincuenta y tantos, con pelo canoso peinado hacia atrás y ropa informal, jersey de piqué de Paul & Shark, chaqueta de Burberry y pantalones de Prada. Cara con cicatrices y jerga relajada. Irradiaba poder y seguridad en sí mismo. El otro tenía sobrepeso, pero no compensaba su tamaño con ropa ancha; cuando el jersey de Pringle le marcaba los michelines causaba una impresión algo ridícula. Pero tras las frases de cortesía, desapareció esa impresión inmediatamente; el gordo era un genio implacable. JW tenía un cuaderno y una calculadora ante sí. El gordo calculaba de cabeza.
Negociaron los precios de la mercancía, diferentes calidades, métodos de envío, sistemas de pago. Repasaron los riesgos y los ingresos. La aduana, la policía de estupefacientes, redes que les hacían la competencia, empresas que se podían utilizar como tapadera. Maneras de asegurarse de que no se la jugaran a ninguna de las partes. Lo que pasaría si desaparecían algunos kilos en el camino. En realidad, ¿quién corría con el riesgo del envío?
Los británicos eran precavidos. Funcionaban de una manera que parecía muy meditada. Después de dos horas, Nenad pidió hacer una pausa.
Subieron a la habitación de Nenad, compararon la posición de la negociación con sus cálculos. El acuerdo que Nenad quería conseguir consistía en coca con un noventa por ciento de pureza dentro de repollos a menos de trescientas cincuenta el gramo. Probablemente serían dos contenedores con mil quinientos repollos en cada uno. Los quinientos del exterior sin farla como medida de seguridad contra los penosos controles de aduana y de sanidad. En total: dos mil repollos llenos de nieve. Cincuenta gramos por pieza de verdura, es decir, cien kilos de cocaína que se enviaría con camiones y en ferry. Haría falta sobornar a la empresa de transportes para que separaran los contenedores de los que tuvieran repollos normales y tenerlos vigilados, además de sobornar al verdadero abastecedor de repollos. En Suecia necesitaban cubrir el transporte, la reducción de la vigilancia de los contenedores así como los gastos habituales de venta y distribución. El precio final de los británicos: entre treinta y cuarenta millones. El precio en las calles de Estocolmo después de descontar el ajuste de precios: de setenta a ochenta millones. Un beneficio de la leche.
Después de una hora y media en la habitación, Nenad estaba decidido. Estaba claro que merecía la pena apostar por ese acuerdo. Fijó un límite por arriba para el precio máximo aceptable y un cierto nivel de seguridad, el más alto.