—No me acostumbro a que todo sea tan grande en este país.
—Mira —señaló él hacia los árboles bajo los que se sentaban—. Está lleno de ardillas.
—Sí, y sólo acuden si comes algo. Están acostumbradas a que la gente les dé trocitos de pan. La primera vez que una bajó y se acercó me asusté un poco, ¡quería morderme un pie!
—¿Sueles venir aquí?
—Muchos días. Prefiero dar un paseo a quedarme jugando siempre al tenis en la colonia.
—Tú ya llevas mucho tiempo en México, ¿te resulta agobiante vivir en la colonia? Es como una especie de harén.
—Todas sabemos que es una situación temporal. ¿Te resulta a ti agobiante el campamento?
—Esa maldita presa nos mantiene ocupados. ¿A qué te dedicabas en España?
—Soy profesora de química en la universidad. Cuando acabe la estancia aquí, regresaré a mi puesto.
—Es gracioso.
—¿Por qué?
—Haces algo muy diferente de lo nuestro. Un ingeniero se ocupa de lo físico.
—Es complementario.
Asintió varias veces y se quedó mirándola, como satisfecho de ella. Era amargura lo que se mezclaba en sus sonrisas, en su voz, en su mirada, ahora estaba segura. Amargura profunda llevada con elegancia. Tiró un poco de la cuerda:
—La comparación de la colonia con un harén no ha sido muy afortunada; en la colonia a cada esposa le corresponde un esposo.
—Como debe ser —respondió Santiago irónicamente.
La miraba sin apartar los ojos. Ella entonces no pudo soportar más la tensión y empezó una charla convencional llena de comentarios discretos y pertinentes sobre México, el clima, las bellezas del paisaje. Él respondía con brevedad. Llegó un punto en que no había más que decir. Victoria propuso marcharse. Se levantó, se excusó, dijo que tenía cosas que hacer en el pueblo. Él se quedó en la plaza, afortunadamente. Hubiera sido impensable reproducir un silencio tranquilo como el anterior. Ya no era posible. Ambos se habían significado de alguna manera y correspondía pasar a otra etapa, o cortar la situación.
Se despidieron bajo los árboles, con un afectuoso «hasta luego». Victoria comenzó a caminar con decisión, como si fuera hacia alguna parte. Se alegró de no haberle citado en ningún momento a su esposa. Estaba convencida de que no hubiera sido oportuno.
Cuando abrió la puerta no la sorprendió en absoluto encontrar a Manuela, que la saludó de un modo alegre y desinhibido; era raro que no la hubiera visitado antes. La invitó a pasar y se sentaron en el salón. La observó. No era fea en absoluto, a pesar de su avanzada madurez. Su rostro traslucía una manera de afrontar la vida de la que habían sido eliminados los imprevistos. Le pareció desde el principio una de esas mujeres que valoran lo que es importante para todo el mundo. A menudo hablaba de su nieta y sacaba del bolsillo la fotografía de un hermoso bebé, cuya sonrisa dejaba ver dos minúsculos dientes. Paula sabía que entre mujeres es una tradición hablar de niños: los hijos, los nietos, los bebés de cualquiera. Pero ella era un vientre desaprovechado que nunca tendría hijos y se sentía libre para no participar en ese tipo de ritos femeninos. Era un descanso. A la edad de Manuela, la edad ideal para el primer nieto, ella esperaba estar ya completamente alcoholizada. No le gustaban las reuniones que veía a veces en algún café, en los salones de algún hotel: un montón de mujeres mayores bien situadas en sociedad que charlaban por los codos. Los hijos, las hijas, los nietos... todas aparentemente felices, incluso las viudas, a quienes no les importa la soledad porque se sienten con el deber cumplido. Todas han fundado una célula privada en la que han permanecido durante años, preocupándose sólo por el bien de los suyos. Un nido preservado y cómodo, inaccesible para gente ajena. Hasta las mujeres de clase humilde que toman un café con leche en un bar que apesta a aceite frito hacen lo mismo. Se reúnen y hablan a grito pelado. Ríen a carcajadas y bromean con el camarero, que se muestra deslenguado y ocurrente como un presentador de music-hall. Los hijos, los hijos, los nietos... al final siempre aparece la foto de un nieto en el monedero de alguna de ellas, junto al gastado carnet de identidad. El deber cumplido. Paula se veía privada para siempre de ese círculo ufano. Por eso quizá creyó descubrir un punto de conmiseración en la mirada de Manuela mientras ésta le hablaba.
—Sabemos que estás muy ocupada con tus traducciones, Paula, pero quiero pedirte un favor en nombre de todas. Verás, la cosa es que la colonia necesita actividades culturales. No podemos pasarnos tres años vegetando, como es obvio; de modo que vamos programando algún tipo de viaje, excursión, visita... claro que todo se queda siempre en el ámbito del arte azteca o las iglesias españolas... ya te imaginas. El mundo de la literatura lo tenemos abandonado. Por eso he pensado en ti. No voy a pedirte que nos programes un curso de lectura ni nada por el estilo, pero muy bien podrías darnos una charla sobre Tolstoi.
Paula soltó una carcajada seca, que podía significar sorpresa, pero Manuela siguió hablando como si no hubiera apreciado su reacción.
—Quién no ha leído
Ana Karenina
o
Guerra y paz,
y teniendo aquí a una traductora del autor, creo que sería un crimen que no nos dirigieras unas palabras sobre él. No pienses en un largo parlamento o en una conferencia formal, será suficiente con un acercamiento a su figura, a sus libros... ¡qué sé yo!
—¡El bueno de don León! ¿Crees que es un tema adecuado, Tolstoi en México?
—¡No puede haber otro mejor!
—Es una buena idea, creo que voy a pensarlo. Dame un poco de tiempo para decidirme, un día o dos. Quiero estar bien segura de que puedo abordar esa historia como conferenciante. No todo el mundo es capaz de hablar en público.
—Tú hablas en público muy bien. Además, aquí todas nos conocemos.
—Eso es verdad.
Le prometió pensarlo muy seriamente, se lo prometió. Mientras la estaba acompañando hacia la salida pensó que Manuela le había hecho esa petición para implicarla en la vida de la colonia. «Hablas en público muy bien», una alusión envenenada a su actuación la noche de la fiesta en el consulado. Esa mujer lista y experimentada comprendió esa noche que ella representaba un peligro potencial para el equilibrio interno de la colonia, y pretendían desactivarla, que entregara sus armas, domesticadas, a la comunidad. Al quedarse sola se dio cuenta de que había subestimado cuál era su situación allí. Naturalmente, ¡qué inconsciencia!, no era tan fácil permanecer aislada en un sitio como aquél. No se lo iban a consentir. No iban a dejar que apareciera de vez en cuando, montara un
happening
y luego volviera a desaparecer. No, nada de eso. Vería cómo se las apañaba para capear el temporal sin romper las relaciones diplomáticas. Quizá una cómplice le vendría bien, alguien más cercano a su personalidad, alguien inofensivo que se conformara con poco, ni siquiera unas migajas de amistad. Una cómplice que le frenara los golpes comunitarios, que la acompañaba en su deseo de seguir oculta. Una situación subestimada, en verdad, porque nadie podía hacerse invisible a voluntad, y eso resultaba más evidente cuanto menor era el entorno, cuanto más uniforme, cuanto más familiar.
Se puso una chaqueta por los hombros y fue en busca de Susy, a la que encontró haciendo pesas en el gimnasio de la colonia, vacío, a excepción de la americana. Susy estaba sudando, enfundada en ropa deportiva de colores muy vivos. Tenía el labio superior perlado, soltó las pesas, la sonrió, levantó una mano:
—¡Eh!, ¿te has decidido a hacer un poco de deporte?
—Sólo vengo para verte.
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
—Te he visto muchas veces viniendo hacia el gimnasio.
—Me gusta hacer ejercicio, sudar, sufrir un poco pensando que lo hago en beneficio de mi salud, por mi propio bien.
—Nunca he estado de acuerdo en que el sufrimiento nos aporte ningún bien, pero, en fin, tú sabrás lo que haces.
Susy la miró con curiosidad y una sonrisa franca le salió de dentro sin forzarse. Se sintió un poco orgullosa, era casi un honor que Paula hubiera ido a buscarla para charlar. Para ella, Paula había empezado a ser lo más original que andaba por la colonia, lo más subversivo e interesante, a millas de distancia del convencionalismo general.
—Me han propuesto que pronuncie una conferencia sobre Tolstoi para las damas de esta congregación. ¿Qué te parece, eh?
Susy no sabía qué responder. Ya sabía que Paula no se tomaba en serio ni siquiera sus propias cosas, pero aun así dudaba. ¿Aquella mujer rebelde y atractiva era de verdad capaz de destruir todo lo que llegaba a sus manos, incluso su actividad profesional? Si era así, eso la haría sentirse muy insegura en su compañía, ¿cómo abordarla, qué decir?
—Bueno, eso está bien, ¿no?
—¿Te parece que está bien?
—Tolstoi es un gran escritor y tú sabes mucho sobre él.
—Sí, pero lo que yo me pregunto es si tiene algún sentido organizar que un grupo de señoras venga a escucharme. ¿En qué me convierte eso, en una especie de bicho raro que exhibe sus conocimientos ante la comunidad? ¿Para qué individualizarse tanto?, ¿acaso las otras mujeres de la colonia van a dar también conferencias sobre los temas que dominen?
—¿Quién te lo propuso?
—La mujer del gran jefe, naturalmente.
—Deberías haberle preguntado todo eso a ella.
—Me dio pereza.
—¿Vas a decir que no?
—No sé, tengo que pensarlo. La vida de Tolstoi ofrece algunas posibilidades estimulantes. Por ejemplo, ¿sabías que Tolstoi se masturbaba como un mono?
—¡No!
—Sí, se masturbaba todo el tiempo, el muy cabrón. Paseaba por los jardines de su finca de Yasnaia Poliana acompañado de su perro fiel y silencioso, y de vez en cuando paraba junto a un árbol y se metía la mano en el pantalón.
Susy la escuchaba fascinada, con mezcla de sorpresa e incredulidad. ¿Le estaba tomando el pelo o hablaba en serio?
¡Qué más daba!, soltó una carcajada que resonó en las paredes de la sala vacía.
—No te rías, es un hecho histórico; él mismo lo cuenta en su diario. Después de haber caído en la tentación onanista, siempre se siente como una bestia insensible y pecadora.
—¿Y eso es lo que piensas contar en tu conferencia?
—Sí, buena idea, eso es exactamente lo que voy a hacer, dejaré que Manuela convoque el acto con toda solemnidad y después empezaré a contarles a las damas cómo el conde se la cascaba hasta hacerse sangre. La cosa dará pie para introducir jugosas imágenes poéticas: la sangre del inmortal cayendo sobre la blanca nieve del duro invierno, su valiosa semilla desperdiciada en la vasta llanura de la gran Rusia... creo que puede ser una conferencia memorable, después de todo.
Susy reía y reía y se olvidaba de que estaba sudando, vestida de deporte, con los pelos alborotados, y también se olvidaba de que, sólo un momento antes, había estado preocupada pensando cómo sería adecuado reaccionar ante la imprevisible Paula. ¡Por fin un poco de diversión en aquel solitario lugar! Ni siquiera sus alborotadores compañeros de su tiempo en la facultad le habían dicho cosas tan desmitificadoras y desgarradamente irónicas. Reía sin parar.
Paula comprendió en aquel momento que había encontrado a la pequeña cómplice que necesitaba, una cómplice no tan cómoda como el perro de Tolstoi, pero que, en contrapartida, sabía reír.
Darío intentó de nuevo escribirle a su novia, pero por tercera vez rompió la carta que acababa de empezar. No se le ocurría nada que decir. Componer una carta sólo utilizando frases amorosas era absurdo y, encima, expresar los sentimientos en el papel se le daba bastante mal. Hubiera querido adivinar lo que Yolanda esperaba, lo que estaba ansiosa por leer; pero a aquellas alturas, tras un año de separación, había perdido la pista sobre lo que ella pudiera desear. Tampoco lo aclaraba en sus cartas, donde se limitaba a contarle las cosas que hacía en una cadena de enumeraciones anecdóticas que cada vez le interesaban menos, a medida que el tiempo iba transcurriendo: que salía con sus amigas, que había tenido una bronca con su madre, que trabajaba mucho, que se había comprado unos zapatos nuevos. Los sábados se llamaban por teléfono, pero el resultado no era mucho mejor: prisas para decir algo sustancial, contar atropelladamente cuatro sucedidos, te quiero mucho, me acuerdo de ti... de ningún modo podía traslucirse el estado de ánimo real. Hubiera sido preferible que, cuando él marchó a México, hubieran suscrito un pacto de no comunicación. Estar tres años separados sin llamarse ni escribirse, y después un reencuentro en toda regla, sin más. Entonces sí podrían haberse dicho cosas importantes, y relatarse todos los episodios que habían vivido por separado. ¡Hubieran tenido para un mes! Arrugó el último papel y lo lanzó a un rincón de la mesa. Hoy no era posible. Para decir tonterías, mejor no escribir.
Había acabado todo el trabajo de oficina, la intendencia de la colonia estaba perfectamente organizada, las cuentas, al día. Si a alguna de aquellas locas no se le ocurría aparecer por su despacho pidiendo una cosa extraña, podía largarse ya. Iría a El Cielito a tomar una copa. Dos horas de conducción en coche no eran disuasorias para él, y con su tiempo libre hacía lo que quería. El Cielito estaba a medio camino entre la presa en construcción y la colonia, por lo que cuando se encontraba allí con los técnicos e ingenieros, ellos también habían soportado dos horas de coche para estar en aquel lugar. No podían criticarlo. Se sentía con los mismos derechos que el resto de los varones. Suponía que todos eran conscientes de que no iban a dejarlo rodeado todo el día de mujeres y esperar que se quedara allí quieto como una momia mientras sus colegas electricistas y mecánicos, gente de su nivel profesional, vivían felices en la obra y salían a divertirse algunas noches. Naturalmente existía entre todos los empleados de la empresa un fuerte orden jerárquico que hacía que los trabajadores nunca se sentaran con los ingenieros cuando iban a El Cielito. Lo cual era estupendo, porque eso les permitía a todos moverse con libertad. Las costumbres estaban bien estipuladas después del tiempo que llevaban allí. Los ingenieros nunca subían a las habitaciones con las chicas, tampoco bailaban con ellas en el salón, a no ser que estuvieran borrachos o con ganas de juerga. Se limitaban a sentarse juntos a una mesa, beber cerveza y charlar, mirar a las chicas, reírse. Nadie juzgaba la conducta de nadie. Si un día alguien andaba pasado de copas, nunca oiría una recriminación. Y, por supuesto, existía un pacto tácito: los casados no hablaban a sus esposas sobre aquel local. Aquel local no existía para la gente de la colonia. Otro pacto, esta vez explícito, regulaba que nadie hablara del trabajo entre aquellas paredes. En ningún caso. Ni siquiera el director de la obra podía acercarse a él y preguntarle si había preparado las nóminas del mes. Quizá le pareciera complicado a un extraño, pero lo cierto era que todas aquellas condiciones de discreción se cumplían con la mayor naturalidad. Pensó en lo fácil que resultaba vivir entre hombres. Sólo con que nadie se saltara el orden de mando, las cosas siempre funcionaban bien. Era mucho más sencillo que estar entre todas aquellas mujeres que lo desconcertaban con sus actitudes, que se preocupaban por cosas absurdas y con las que uno no podía estar completamente seguro de por dónde iban a salir.