—Ésa es una explicación, pero yo creo que las cosas van más allá. Son las mujeres, Henry, las mujeres.
—¿La culpa es sólo suya? Me parece una exageración.
—No, lo que ocurre es que están cambiando, que han cambiado ya. El matrimonio se les queda estrecho, las oprime, les jode, no les gusta.
—En ese caso habría que procurar que el matrimonio deje de ser como ha sido hasta ahora.
—¡Imposible!, el matrimonio es el matrimonio y punto. Está hecho para formar una célula económica, de defensa, de posesión, para tener hijos que pertenezcan a alguien en concreto, que perpetúen la propiedad, el interés por crear algo en el mundo. Pero a las mujeres ya no les cuadra ese invento, se cansan, se cabrean frente al papel que les toca. Es una revolución, muchacho, pero una revolución que instaura la anarquía sin más.
—¿Por qué?
—Negaré que he dicho esto si lo comentas con alguien, pero, sinceramente, ¿qué valores son importantes para ellas? Los sentimientos, la libertad, el amor, el cambio, lo nuevo, lo bello, explorar la vida... Nada que pueda aportar ni una brizna de racionalidad al mundo, nada que pueda construirlo, formarlo, darle un motor. Se me ponen los pelos de punta sólo de pensar cómo sería la sociedad si ellas impusieran sus reglas.
—Visto así...
—Así lo veo. Y de momento están lejos de imponer nada en plan general, pero ya me dirás cómo van a ir las cosas si empiezan a destruir el matrimonio.
—No sabía que fueras tan pesimista en cuanto a ese punto.
—Yo tampoco lo sabía, no creas, yo tampoco.
Se sirvieron otro whisky, varios más. Aquella conversación tan teórica sobre los problemas concretos que los apesadumbraban consiguió tranquilizarlos mucho. El whisky también. Y allí se quedaron, bebiendo y teorizando, y aunque no lo habían previsto, durmiendo al final, ya que semitumbados en los sillones, exhaustos después de tan larga noche, no pudieron evitar el sueño.
El timbrazo los despertó a ambos de golpe. Adolfo se precipitó a descolgar el auricular; Henry ni siquiera sabía dónde estaba.
—Don Adolfo, soy yo, Darío.
Miró el reloj. Eran las ocho de la mañana. Apenas si le salía la voz.
—¿Qué pasa, Darío?
—¿Doña Manuela está en casa?
—No, no está, ¿por qué?
—Acabo de abrir el buzón de la colonia y... bueno, han dejado allí una carta que...
—¿La han secuestrado?
—Eso dice la carta, señor.
Ninguno de los guardias de seguridad había visto a nadie acercarse al buzón durante la noche. Era como si la maldita carta hubiera volado hasta allí. En ella figuraba la cantidad que se pedía por el rescate, pero no el lugar y el modo en que debía ser pagada. Esos datos, junto a la fecha de la entrega, se especificarían en un mensaje posterior. Nunca la policía de San Miguel le había parecido a Adolfo más inoperante, tanto como los guardias privados de la colonia, como el cuerpo consular al que en seguida llamó, todo el país se le antojaba ahora un viejo coche tronado que no avanzaba. El comisario de Oaxaca fue convocado también.
—¿Un secuestro político? No, no, señor, de delincuentes nomás. Si la señora iba paseando sola por esos barrios... sólo buscan la plata. No se haga otra idea, son meros malhechores.
Todos los habitantes de la colonia fueron interrogados con las preguntas habituales: ¿cuándo habían visto a Manuela por última vez?, ¿con quién estaba cuando la vieron? Según la policía, aquellos delincuentes eran de poca monta, pero nada fáciles de detener. Adolfo se sentía impotente, eran una pandilla de agentes pasivos y desorganizados, quizá incluso corruptos. Le dio la impresión de que no pensaban hacer nada. Se dio cuenta entonces de que si Manuela moría, estaría completamente solo en el mundo.
Henry supo en seguida que la decisión de su mujer era definitiva y no temporal. ¡Volver a Estados Unidos una temporada para poder pensar mejor! No, Susy se iba con la intención de no volver a México, quizá también con la intención de no volver a él. La crisis por la que pasaba ahora su esposa siempre le había parecido deseable, necesaria; pero no se le hubiera ocurrido pensar que fuera a afectar a su matrimonio. ¿Qué se estaba fraguando en la mente de ella? No lo sabía, Susy se empecinaba en no hablar de ello. ¿Se cuestionaba la pareja, su lugar en el mundo, el amor en sí mismo, o simplemente había dejado de quererlo? Se daba cuenta de que aquello era tan triste como esperable. ¿De verdad había pensado que ella evolucionaría según los planes hasta convertirse en su compañera ideal? Si había creído eso fue porque intentó manipularla, o al menos porque esperó poder hacerlo alguna vez. Asumía su culpa con una extraña tranquilidad. Le daba igual saber si el suyo era un error común o si se trataba de una deformación de su personalidad. No, a partir de ese momento pensaría menos en los porqués. Tampoco daría tanta importancia a las consecuencias de sus actos, ya que a veces éstas eran impensables. Se preocuparía menos por todo. En el fondo había terminado la relación con Susan profundamente cansado. Concebir el matrimonio como un
work in progress
era una carga excesiva. Hacerlo al modo de Adolfo, como una inversión que debe revalorizarse sola, tampoco le parecía una buena solución. Lo más probable era que el matrimonio no se pudiera planificar de ninguna manera, salía bien o no salía, dependiendo de los casos y el azar. Y, sin embargo, él volvería a casarse, no sabía bien por qué. Suponía que una de las razones era tener hijos. Era muy joven aún, y renunciar a eso le hacía tener la sensación de pasar por la vida perdiéndose algo importante. ¡Quién podía saberlo!, todo era demasiado complicado, y demasiado simple a la vez. Los hechos se precipitaban sobre las personas y su análisis se hacía siempre después. De momento estaba en México, trabajando, y veía día a día cómo la presa que estaban construyendo crecía y tomaba forma. Eso y esperar el futuro sin ansia eran dos buenas razones para vivir. No se inquietaría por la suerte de Susy, estaba seguro de que se las apañaría bien. No adivinaba cuál era el nuevo camino por el que había decidido ir, pero iba por fin hacia alguna parte, y eso ya era bueno en sí mismo. En cualquier caso, cada uno es dueño de su propio destino, o al menos creer eso es lo que da fuerzas para aceptar lo que va pasando.
¡Menudo follón se había montado, un auténtico caso policial! Su asunto amoroso quedaba relegado a un segundo término. ¿Qué era una esposa abandonada en comparación con un secuestro? Un poco más de tiempo y se hubiera perdido semejante espectáculo. Desde que Santiago se había largado, ella ya no pertenecía a aquella comunidad. Sin embargo, había decidido agotar su mes de gracia. Después se marcharía. ¡Adiós, panda de capullos, ahí os quedáis! Se habían puesto fóbicos a raíz del secuestro, más guardias contratados, más seguridad, «tengan cuidado al salir». Las mamás guardaban bajo el ala a sus niños, los dulces productos de sus vientres.
Que hubiera sido Manuela la secuestrada no le extrañaba ni un pelo, nunca se estaba quieta, siempre andaba incordiando por ahí. Ahora sí tendría su caridad, diciéndole además cuál debía ser la cantidad aportada. La vida es justa, al final todo encuentra su lugar en el entramado del Hacedor. Además, aquél había sido un modo providencial de que dejaran de mirarla a ella cuando paseaba por la colonia, de saludarla aparentando que todo seguía igual. Pero siempre había sabido lo que estaban pensando: «Tú te lo buscaste.» Y era verdad, ella se lo había buscado. Claro que, en vez de tratarla con falsa cortesía, hubiera preferido que le escupieran. Pero ahora todo había quedado arrumbado por el protagonismo de Manuela. ¡Pobre Manuela, ella, que sólo buscaba darse a los demás! Pura basura ideológica, pero el mundo es así. Al parecer, la había secuestrado la mafia local, unos delincuentes de tres al cuarto. Había trascendido que el rescate que pedían por ella no era nada excesivo. ¡Pobres delincuentes!, clamoroso error, secuestrar a Manuela. A buen seguro los volvería locos con su charla amable, intentaría devolverlos a la senda del bien, los emplazaría a portarse correctamente, a ser útiles a la sociedad. Intentaría corregir sus maneras de secuestradores sin clase ni educación. Haría extensivos sus consejos a las esposas y los hijos de los rufianes: ¿iban al colegio, se alimentaban adecuadamente, habían pensado en los traumas que podría acarrearles el hecho de tener un padre secuestrador?
Dios es eterno y omnipresente, de modo que en el mundo impera una justicia universal. Manuela por fin sería útil a alguien en profundidad. La justicia divina se manifiesta por los vericuetos más intrincados, pero al final cada uno recibe su merecido, sin que esa palabra tenga un significado peyorativo en esa ocasión.
Tenía una pequeña reserva de whisky y de coca que iba agotando en aquellos días anteriores a su marcha. Así disfrutaría más de México. Se sirvió un traguito pequeño, uno más. La culpa está bien repartida, pensó, no es un líquido que se canaliza por cuantos entresijos encuentra, sino una materia sólida que puede cortarse en porciones perfectas. Cada uno recibe la cantidad que merece. A Manuela le estaba destinada en el fondo una mínima cantidad de culpa. A ella no, a ella le correspondía un número altísimo de porciones de culpa: había hecho trizas su vida siendo plenamente consciente de ello. Claro que no estaba dotada con el talento necesario para vivir. Pero daba igual, en ese caso no debería haberse acercado a nadie, mucho menos casarse. Para eso se inventaron los conventos, el ascetismo, los lobos esteparios, los locos. Hay que hundirse solo. Hay que asumir, y asumir no es sino encontrar un lugar en tu mente donde puedas esconder el horror que te causas a ti mismo. Lo malo es que su mente está ya completamente recorrida. No hay rincones nuevos donde agazaparse. No hay sitio adonde huir.
Retiró la botella porque le dolía el estómago como nunca antes le había dolido. Era como si tuviera una úlcera del tamaño de un volcán. Necesitaba dormir muy profundamente para que ningún mal pensamiento la asaltara, ni ninguna tentación la turbara, ni ningún demonio danzara a su alrededor. Pero el sueño no debía detenerla, no, siempre adelante, no había que retroceder jamás. Adelante hasta que no quedara ningún paso más que dar porque el camino estaba ya cortado.
Paula absorbió dos gruesas líneas de coca, pero le quedaban más. Fue a lavarse la cara con agua fría. Necesitaba mejorar su aspecto y recuperar la compostura. No debía preocuparse, era muy hermosa aún, muy hermosa. El envejecimiento se alejaba de ella cada vez más. No se convertiría en una anciana inútil como las que se ven en los parques dando de comer a las palomas. Tampoco sería una de esas traductoras solitarias y amargadas que acaban convencidas de que su trabajo es más perfecto que el original. No sería nada. Toda la cobardía acumulada durante años desembocaba por fin en valentía, al final.
Se vistió elegantemente, se maquilló. Luego, contempló su imagen en el espejo. Tenía un aspecto serio y aplomado. Los guardias de la entrada le permitirían la salida al verla tan compuesta y segura de sí misma. La colonia había devenido una especie de prisión desde que secuestraron a Manuela. Y la inquietud iba aumentando con los días porque los secuestradores no habían dado más señales de vida. Se alegraba de marcharse del país. El abandono de Santiago había sido providencial.
Los guardias le preguntaron adónde iba.
—Al banco —respondió.
¿Qué podían hacer, detenerla? Era cerca de mediodía, y nadie había dicho claramente que salir estuviera prohibido. La dejaron pasar. Fue al banco. Sacó de su cuenta todo el dinero que tenía. Santiago, tal y como le prometió, había dejado a su disposición la mitad de los fondos.
Caminó decididamente por las calles de San Miguel hasta llegar a la cantina. Dentro reinaba la oscuridad; un consuelo, después del sol avasallador que calcina cuanto acaricia. El dueño la reconoció en seguida, lo notó por un destello malicioso en sus ojos negros. Como siempre, los espectros de dos o tres clientes bebían en los rincones. Se encaró con el patrón, seria y tranquila:
—¿Puede avisar a Juan, el guía turístico?
—¿Avisarlo de qué, señora?
—De que quiero verlo aquí.
—Él no vive en este bar, señora.
Pidió tequila, puso unos pesos sobre la barra. El hombre no dijo nada, no tocó el dinero. Ella fue hacia una mesa y se sentó. Apoyó la espalda en la pared, bebió. Se sentía bien. Veinte minutos más tarde entró el guía, su querido guía, encanallado, bestial, frío como una serpiente. No la miró siquiera. Pidió tequila en la barra, la probó y sólo entonces caminó hacia su mesa.
—¿Cómo le va?
—Siéntate.
Se sentó. Lucía en los labios la misma sonrisa cínica de siempre. Ella empezó a hablar muy despacio, pero con determinación.
—Tú sabes dónde está la señora que se llevaron, ¿verdad?
Ni una palabra de respuesta, ni un rictus en su cara de barro demasiado cocido. Paula abrió su bolso, sacó el fajo de billetes y los puso sobre la mesa.
—No serás tú quien la tiene...
—No.
—Pero sabes quiénes son.
—Somos pocos aquí.
—Todo este dinero es tuyo si me dices dónde está.
—¿Quiere rescatarla usted solita nomás?
—Eso no es asunto tuyo.
—Puede que se lo diga, pero usted no llame a la policía, sino al marido, y nunca diga quién se lo contó.
—De acuerdo. ¿Son peligrosos?
—Son dos desgraciados que no saben ni lo que tienen que hacer. Están muertos de miedo y eso me friega. Si se hacen las cosas, hay que hacerlas bien.
—Dime dónde está. Yo me quedo contigo hasta que la encuentren, en tu casa mejor.
—En mi casa, no. La llevo a otra casa que tengo, un poco más lejos. Hacemos nuestras cosas en la cama; eso es parte del precio.
—Bien.
—La tienen los hermanos Alciano, en una caseta, la única que hay en el cerro del Valle.
Paula cogió su teléfono, marcó el número de Adolfo. En seguida le contestó.
—Adolfo, soy Paula. No preguntes nada. Llama a la policía. Manuela está en la única casa que hay en el cerro del Valle. Llámame en cuanto la hayan rescatado, por favor.
El guía le arrebató el teléfono de la mano.
—Ya es suficiente. Vámonos. Tenemos un trecho hasta llegar a mi casa en el campo.
—No me moveré de aquí hasta que me confirmen que lo que has dicho es verdad.
Se quedaron bebiendo una hora, dos horas, sin hablar. Clientes entraban y salían. Empezó a oírse una música a lo lejos. Por fin el teléfono sonó.