No era casual que la única amistad que Susy había trabado en aquel lugar fuera la de Paula. No, eran parecidas, mujeres atormentadas por alguna razón nada clara, neuróticas incómodas en su piel que atribuían sus males a razones concretas, pero cuyos conflictos se enraizaban profundamente en un desequilibrio mental. Y es sabido que no se puede curar un trastorno psíquico del que el interesado no es consciente.
Debía ser honesto consigo mismo, todo aquel asunto estaba haciendo que se replanteara su vida con una valentía que no había reunido hasta el momento. A menudo se preguntaba: ¿no soy demasiado joven para caer en una trampa de esta envergadura? Susan había empezado a demostrar en aquellos días los primeros signos de rebeldía hacia él, pero en el fondo continuaba colgada de su cuello como una niña que temiera a la oscuridad. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que lo hiciera culpable de todos sus males y se dedicara a agredirlo sin ambages? Ella también estaba influenciada por la extraña presión ambiental de aquel enamoramiento, pero daba igual, fuera cual fuese la génesis del malestar actual de su esposa, lo que contaba era el resultado, y ese resultado estaba despertando en él dudas suficientes como para preocuparse por la continuidad de su matrimonio.
Miró a Susy de nuevo. Y ahora, ¿qué le sucedía, por qué aquel silencio en el que se hallaba sumida desde que había llegado? Dobló el periódico bruscamente y preguntó con voz seca:
—¿Te pasa algo, Susan?
—No.
—Pues nadie lo diría. Desde que llegué del campamento no has abierto la boca.
—No tengo nada interesante que decir.
—En ese caso puedes decir una tontería, no me importaría en absoluto. Así, por lo menos, sabré que estás viva.
—¿Significa eso que mi estado natural es decir tonterías?
—No, no he querido decir eso. A lo único que aspiro es a que mi mujer me hable después de una semana sin verme.
—¿Eres tú quien determina cuándo se debe hablar y cuándo callar?
—Un matrimonio se compone de dos personas, y en nuestro caso yo soy una de ellas. Supongo que tengo derecho a hacerte saber mi opinión.
—Y tu opinión es que tengo que hablar aunque no me apetezca.
—¡Basta, Susan, no seamos absurdos!
—¡Tú eres absurdo y tú has empezado esta absurda discusión!
—¡Exacto! Yo te he hecho una pregunta tremendamente ofensiva y tú me has respondido dulcemente. Es eso lo que ha pasado, ¿no?
—¡Déjame tranquila!
Henry se pasó las manos por la cara, intentando apartar la telaraña en la que se sentía atrapado. Adoptó un tono falsamente tranquilo.
—Empecemos de nuevo, por favor, no tiene ningún sentido discutir de esta manera. Lo que quería saber, lo que me preocupaba, Susan, es si estás callada porque hay algo que no marcha bien.
—¡No me hables como un maldito predicador o como un papá complaciente! Me has preguntado si me pasaba algo y te he dicho que no. ¿Qué más quieres saber? ¿Es que siempre tienes que estar al tanto de lo que estoy pensando o sintiendo? ¿Por qué me proteges tanto?
Henry perdió los nervios y empezó a gritar, puesto en pie, encarnado de indignación.
—¡Justamente eso es lo que no quiero, Susan, lo que me carga, lo que no aguanto más: protegerte, hacerte de papá y mamá, soportar tus cambios de humor, tus explicaciones ridículas sobre tus problemas ridículos! ¡Alguna vez tendrás que conformarte con no ser el centro de todo, a vivir de una manera sencilla y razonable como vive el resto de la gente!
Sus discusiones nunca habían alcanzado un punto tan violento, pero si alguna vez lo rondaron, llegado ese momento, Susy solía echarse a llorar con desconsuelo. Entonces él dejaba pasar unos minutos y corría a pedirle disculpas o a hacerle mimos. Pero en esa ocasión su mujer no lloró, sino que se levantó con total frialdad, disponiéndose a abandonar la terraza.
—¡Susan, ¿adónde vas?!
Se volvió y le sonrió con calma:
—El otro día estuve follando con un mexicano, Henry, pero follando de verdad, sin amor ni jodidas ternuras. ¿Y sabes qué te digo?, que me gustó como no me había gustado jamás en la vida contigo. De modo que a lo mejor voy en busca de más.
Desapareció con movimientos serenos, la sonrisa no desvanecida en su rostro imperturbable. Henry nunca había visto a su mujer tan dueña de la situación. A lo mejor estaba volviéndose loco, pero le dio la sensación de que no mentía en lo que había dicho. Se sentó pesadamente. De pronto estaba mareado, como si hubiera bebido demasiado, como si le hubieran golpeado en la cara y aún no hubiera tenido tiempo de reaccionar.
Nunca antes había paseado por aquellos barrios. Ni siquiera sabía que existieran. San Miguel siempre le había parecido un pueblo pintoresco donde todo el mundo vivía feliz. Lo cierto era que ella sabía de la pobreza en México por lo que había oído, ya que nunca la había percibido en la realidad. Veía en el mercado a los indios vestidos con sencillez, y ninguno de ellos parecía pasar hambre o sufrir enfermedades. Y sin embargo la pobreza estaba allí, Manuela se daba cuenta ahora, mientras caminaba como una zombi sin ningún destino definido. Casas cada vez más oscuras y ruinosas, calles por cuya calzada sin asfaltar corría una agua negra y pestilente, niños descalzos... Pero incluso enfrentada a semejante espectáculo, le costaba compadecer a aquella gente. Puede que vivieran con lo mínimo, sin posesiones, sin cultura, pero al menos todos ellos tenían claro para qué estaban en el mundo: para sobrevivir. Sus preocupaciones eran mantenerse vivos, comer todos los días, procrear y cuidar de su prole. Aquéllos eran afanes primarios y elementales, pero que no comportaban dudas, ni elecciones ni desengaños. Sin embargo, ¿para qué estaba ella en el mundo? Hasta el momento había creído que para ocuparse de su marido, de sus hijos, para crear silenciosamente una armonía a su alrededor que se acoplase a la gran armonía preestablecida, superior, que venía de Dios. Pero ahora empezaba a percatarse de que todo aquello no eran sino entelequias, cuentos chinos que se inculcan, desde que son pequeñas, en la mente de las niñas bien. No había una armonía universal donde las cosas suceden según reglas y valores, sólo la ley de la selva: apañárselas, luchar, espabilarse para continuar. Ella nunca había luchado por nada, ni por su subsistencia ni por seguir aferrada a la vida. Ninguna de las cosas que había hecho implicaba coraje y autenticidad. No había conocido el hambre ni el dolor ni la soledad, pero tampoco la alegría salvaje, la pasión, el ansia de vivir. Todo en sus días había estado cuidadosamente medido, nada sonaba a real. Su vida era como una sopa liofilizada: si leías los componentes escritos en el envoltorio aparecían mil verduras, pollo, legumbres, jamón... pero cuando abrías el sobre sólo podías apreciar trocitos de materias indeterminadas que, disueltas en el agua, sabían todas exactamente igual. Ésa era su historia: matrimonio, hijos, propiedades, alegría cotidiana... y a la hora de la verdad, todo eso no eran más que palabras sin contenido. Adolfo ya no la quería, nadie la necesitaba. Su nietecita (sólo de pensar en ella le entraron ganas de llorar) apenas la reconocería cuando volviera a España, y, además, ¿qué podía hacer por aquella pequeña? Nada, tenía a unos padres que la educarían como quisieran, al margen de su experiencia o sus ganas de ayudar. Se le escaparon las primeras lágrimas. La gente la miraba. Debían preguntarse qué hacía una señora elegantemente vestida paseando por aquellos barrios y, encima, llorando. Debía contenerse, aunque apenas si era capaz. Un niño muy pequeño que andaba solo se quedó mirándola en medio de la calle. Manuela, conmovida, se acercó a él y le acarició la barbilla. ¡Le pareció tan hermoso!, con la piel tostada y los ojos negros y brillantes como aceitunas. Miró a su alrededor, ¿qué hacía aquella criatura deliciosa en un lugar tan miserable? Se la hubiera llevado a casa sin dudarlo ni un minuto. Se percató de los terribles desconchones en las paredes de las viviendas, que no eran sino barracas al borde del camino, del agua estancada en fétidos charcos. Vio también, por primera vez en su vida, algunas casetas paupérrimas sobre cuya puerta lucía una mortecina bombilla roja. «Deben de ser prostíbulos —se dijo—, pobres putas que se ofrecen a pobres clientes.»
¿Sería similar el local del que su marido le había hablado? Si así era no podía creer que los ingenieros asistieran para tomar una copa, ni que el joven Darío se hubiera aficionado a visitarlo asiduamente. ¡Cuánto envilecimiento! Y no pensaba en cuestiones morales relacionadas con el sexo, sino en la insensibilidad que demostraban los hombres del campamento participando en la ignominia de aquellas desgraciadas chicas. Pero no eran los únicos insensibles, también las esposas de la colonia, ella misma, eran cómplices del ultraje que sufría aquella gente en su propia tierra. Desheredados de la fortuna que conviven, sirven y son humillados por extranjeros que exhiben sin el menor recato su dinero, su manera suntuosa de vivir, su desprecio por las desgracias que ellos sufren.
Dios no la había abandonado. No, ella era una mujer activa, positiva, difícil de vencer, y ahora sabía cuál iba a ser su destino. Por fin había comprendido quién la necesitaba, y a esas personas, porque personas eran, pensaba dedicar a partir de ese momento toda su energía. Pero no lo haría como antes, practicando una caridad aséptica. Nada de subterfugios frívolos ni fiestas benéficas, ahora sería de verdad, cara a cara, descendiendo ella misma al arroyo. Si en las organizaciones de cooperación no tenía cabida, sabría encontrar el modo de llegar individualmente a los necesitados aunque fuera recorriendo a pie todas las puertas de México. Preparar comida para los niños, llevar medicinas a algún anciano enfermo, transportar en su coche a los impedidos... No, el trabajo no se le acabaría con facilidad, de eso estaba segura. ¿Cómo se había dejado arrastrar por el desaliento pensando que ya resultaba inútil? Dios le marcaba el camino, y ella no tenía más que seguirlo.
Empezó a escribirle un e-mail, pero en seguida se dio cuenta de que el ordenador no era el procedimiento idóneo en esta ocasión tan señalada. Debía escribir a mano y enviarle la carta por correo postal. Resultaba más apropiado y, además, la demora en la llegada a destino le otorgaba una especie de tregua. Se trataba de una estratagema bastante infantil, pero el asunto era tan peliagudo que se permitió a sí mismo hacer pequeñas trampas. Tomó papel y bolígrafo y empezó:
Querida Yolanda:
A veces pensamos que las cosas pasan porque sí o porque algunas personas las fuerzan, pero no es verdad. Las cosas pasan porque somos como somos, y aunque lo sepamos, no lo queremos reconocer.
¿Se entendía lo que quería expresar?, se preguntó. Quizá estaba siendo demasiado abstracto, pero daba igual. Explicaría sus razones del modo que mejor le surgiera. Continuó, un poco menos asustado:
Yo, por ejemplo, soy culpable de no haber querido enterarme de cómo soy en realidad durante mucho tiempo, y eso sí lo cargo sobre mi conciencia. Lo que ocurre es que te dejas llevar por la vida, miras lo que hacen los demás y crees que te parece bien. Y te parece bien, no creas, a mí las vidas de la mayor parte de la gente me parecen bien, pero eso no quiere decir que yo pueda hacer lo mismo que ellos, ahí está el error.
Bien, iba bien, ni el mismo Noah Gordon lo hubiera redactado más claro y conciso. Empezó a tomarle gusto a la comunicación epistolar.
Yo (y perdona que hable sólo de mí, pero es necesario) estoy hecho de una pasta en la que, como dicen los psicólogos, hay un poco de todo: el carácter, la familia, la educación que te dan y hasta los genes. Pero no podría decir cuál de esas cosas ha influido más en mi forma de ser. Mi familia no, te lo aseguro, porque no tienen nada que ver con esto, y menudo disgusto que se van a llevar cuando se enteren.
El caso es que yo, Yolanda, no tengo madera de casado, no estoy hecho para el matrimonio, en fin. Tú me dirás que bien podría haberlo pensado antes, en vez de tenerte entretenida todos estos años, pero ya ves, mi intención era buena. Hasta me vine a México para ganar más dinero y ahorrar, y hasta estaba de acuerdo en dejar que compraras ese piso de ciento cuarenta metros, aunque no me lo consultaste antes, pero da igual, aunque me lo hubieras consultado, seguramente también te hubiera dicho que sí.
Se estaba liando demasiado, pero una referencia al piso y sus circunstancias le parecía importante. Estaba bien que él cargara con toda la culpa de su decisión, pero tampoco quería pasar por tonto. Se aplicó de nuevo, entornando los ojos para una mayor concentración.
Bueno, lo cierto es que yo no me veo en una ceremonia de boda, aunque eso sería lo de menos, tampoco me veo casado con una persona, ni tú ni nadie, entendámonos bien. No llevaría a gusto la vida de pareja por muy buenos que fueran nuestros ratos libres, que seguro que lo serían. Pero sobre todo para lo que no me veo capacitado es para la paternidad. Tener hijos sí que no va conmigo. Pienso en cuando fueran mayores y se las apañaran por su cuenta, y la verdad es que no sé qué gracia tiene poner más personas en el mundo con la mierda que el mundo es. Pero si pienso en cuando fueran pequeños tampoco me hace ninguna ilusión. Los niños son pesados y tienes que cargar siempre con ellos. Eso de que los hijos dan muchas compensaciones no lo entiendo, y nunca he sabido qué compensaciones son. Y todo esto viene a cuento de que sé muy bien que para ti tener hijos era algo básico.
En fin, Yolanda, que me perdones es lo que te quiero pedir. Piensa que sería mucho peor que nos casáramos y luego las cosas no funcionaran y tuviéramos que separarnos montando esos pollos con abogados que monta la gente y que hasta algunos amigos nuestros han montado ya. Eso sería muy triste.
No te pido que me comprendas, pero sí que me perdones. Ojalá que un día cuando estés casada con alguien que valga más la pena que yo te acuerdes de mí sin enfadarte ni guardarme rencor. Si te sirve para disculparme con más facilidad, te diré que no pienso casarme nunca ni vivir con otra mujer. Me voy a quedar más años en México, quizá para siempre, así que no tengas miedo de encontrarme por ahí. Todo el tiempo que hemos pasado juntos siempre ha sido estupendo y nunca te mentí cuando te dije que te quería. Incluso te diré que te quiero aún, pero sé que eso no es suficiente.
Nada más. No me odies, por favor. Un beso,
Darío
Estaba satisfecho del resultado de la carta. Había dicho todo lo que quería decir sin que sonara ofensivo y prácticamente sin mentir. Sí, era una carta sincera. Decir que no viviría con ninguna mujer era una verdad a medias. Pero ¿cómo le dice uno a su novia que la deja para vivir en una casa de putas con varias chicas en general? No, eso no se puede decir ni de viva voz, y escribirlo mucho menos, ahí ni el propio Noah Gordon tendría recursos suficientes. Eso no se puede ni siquiera pensar.