—Sí —dijo Bond.
—¿Todavía tienes ese doble cero que significa que estás autorizado a matar?
—Sí —respondió Bond, seco—. Lo tengo.
—Bien —dijo Leiter levantándose de la silla—. Vamos a casa a dormir y a dar un descanso a tus ojos de tirador. Mi predicción es que lo vas a necesitar.
El avión dibujó una gran curva por encima del brillante azul del Pacífico y luego barrió rápidamente a través de Hollywood, ganando altura para sobrevolar el Cajón Pass, que cruza el gran acantilado dorado de las Sierras Altas.
Bond vio los interminables kilómetros de avenidas bordeadas de palmeras, los aspersores girando sobre el césped esmeralda delante de casas elegantes, las fábricas de aviones, los exteriores de los estudios de cine con su galimatías de decorados —calles de ciudades, ranchos del Oeste, lo que parecía una pista de carreras en miniatura, una goleta de cuatro mástiles plantada en el suelo— y después sobrevolaron las montañas y, a través de ellas, por encima del interminable desierto rojo que es la antesala de Los Angeles.
Sobrevolaron Barstow, cruzado por la solitaria vía del Santa Fe que se interna en el desierto en su larga carrera a través de la Meseta del Colorado, bordeando a la derecha las montañas del Calicó, que una vez fueron el centro de bórax del mundo, y alejándose de las llanuras sembradas de huesos del Valle de la Muerte que se pierden por su izquierda. Entonces aparecieron más montañas, manchadas de rojo como encías ensangrentadas entre dientes podridos, y luego un destello de verde en medio del devastado paisaje marciano, más tarde un suave descenso y el «Por favor, abróchense los cinturones y apaguen sus cigarrillos».
El calor golpeó el rostro de Bond como un puñetazo, y empezó a sudar en los cincuenta metros que había entre el frescor del avión y el bendito aire acondicionado del edificio de la terminal. Las puertas de cristal, operadas por los ojos que todo lo ven de las células fotoeléctricas, se abrieron en un susurro delante de Bond, cerrándose lentamente a su espalda. Y ya estaban allí las máquinas tragaperras, cuatro hileras de ellas, bloqueándole el paso. Era un reflejo natural sacar las monedas, tirar de las palancas y mirar el girar de los limones y las naranjas y las cerezas hasta pararse con un breve sonido de campana, seguido por un suave suspiro mecánico. Cinco centavos, diez centavos, un cuarto de dólar. Bond probó suerte, y sólo una vez dos cerezas y una campana escupieron tres monedas a cambio de la que él había introducido.
Al retirarse, esperando a que el equipaje de la media docena de pasajeros apareciese en la rampa cercana a la salida, vio un anuncio sobre una gran máquina parecida a las que dispensan agua helada. Decía: BAR DE OXÍGENO. Se acercó y leyó el resto:
respire oxígeno
, decía,
saludable e inofensivo, para un bienestar inmediato, alivia los síntomas de mareo, fatiga, nervios y muchos más
.
Bond, obediente, metió una moneda en la ranura y se inclinó para cubrir su nariz y su boca con el ancho inhalador de plástico negro. Oprimió un botón y, siguiendo las instrucciones, inspiró y aspiró lentamente durante un minuto. Era como respirar aire muy frío sin olor ni sabor. Al acabarse el minuto, la máquina produjo un clic y Bond se enderezó. No sentía nada más que un ligero mareo, pero luego reconoció que había una gran dosis de descuido en la sonrisa irónica que lanzó al hombre que había estado observándolo con un maletín de cuero debajo del brazo.
El hombre le devolvió brevemente la sonrisa y siguió su camino.
El altavoz invitó a los pasajeros a que retiraran sus equipajes. Bond cogió su maleta y la arrastró a través de las puertas automáticas de la salida, donde lo esperaba, con los brazos abiertos, el calor al rojo vivo del mediodía.
—¿Va usted al Tiara? —preguntó una voz.
Un hombre musculoso de grandes ojos marrones bajo la visera de su gorra de chófer le disparó la pregunta mientras sostenía un palillo en la comisura de los labios.
—Sí.
—Muy bien. En marcha.
El hombre no se ofreció a llevar la maleta de Bond, que lo siguió hasta el elegante Chevrolet con una cola de mapache de la buena suerte atada a la figurilla de la capota, una mujer desnuda en metal cromado. Bond tiró la maleta en el asiento trasero y subió al coche.
El taxi salió del aeropuerto y entró en la autopista situándose en el carril de la derecha. Los otros coches pasaban a gran velocidad. El conductor de Bond permaneció en el carril de la derecha, conduciendo sin prisas. Bond se sintió examinado a través del retrovisor. Echó una ojeada a la tarjeta de identificación del conductor. Decía: Ernest Cureo. N° 2584. En ella había una fotografía cuyos ojos también miraban fijamente a Bond.
El taxi olía a humo de cigarro y Bond oprimió el botón para bajar el cristal de la ventanilla. Un golpe de aire tórrido le hizo cerrarla de nuevo.
El conductor se volvió desde su asiento.
—No es una buena idea, señor Bond —le aconsejó amigablemente—. El taxi está acondicionado. Quizá no lo parezca, pero la temperatura es mejor que la del exterior.
—Gracias —dijo Bond, y luego añadió—: Tengo entendido que usted es amigo de Félix Leiter.
—Seguro —respondió el conductor por encima del hombro—. Un gran tipo. Me pidió que le echara una mano. Me encantará si puedo ayudarle en algo mientras esté por aquí. ¿Se quedará mucho tiempo?
—No sé —repuso Bond—. Por lo menos unos días.
—Tengo una idea —dijo el taxista—. No crea que intento desplumarle, pero si vamos a trabajar juntos y usted tiene algo de pasta, quizá lo mejor sería que alquilara el taxi por todo el día. Cincuenta pavos, tengo que ganarme la vida. Así no despertará sospechas entre los botones de los hoteles y todo lo demás. No veo cómo puedo mantenerme cerca si no. De esta manera entenderán que me pase el día esperándolo. Son un buen puñado de hijos de puta desconfiados los de la Línea.
—No podría ser mejor. —A Bond le había gustado el hombre desde el principio, y confiaba en él—. Trato hecho.
—De acuerdo. —El conductor se explayó un poco—: Verá, señor. A los tipos de por aquí no les gusta que haya algo que se salga de lo ordinario. Son recelosos. Si una persona no tiene pinta de ser un turista que viene a dejarse la paga, empieza a picarles la curiosidad. Por ejemplo, usted mismo.
Cualquiera puede ver que es inglés incluso antes de que abra la boca, por la ropa y todo lo demás. Bien. «¿Qué está haciendo aquí este
limey
[16]
» y «¿Qué clase de
limey
es? Parece un tipo duro. Así que vamos a observarlo de cerca.» —Se volvió—. ¿Ha visto a un hombre que estaba matando el tiempo en la terminal, con un maletín de cuero bajo el brazo?
Bond se acordó del tipo que le había estado observando en el Bar de Oxígeno.
—Sí —dijo, y entonces se dio cuenta de que el oxígeno le había hecho bajar la guardia.
—Apuesto lo que sea a que en estos momentos está estudiando su fotografía —aseguró el conductor—. El maletín esconde una cámara de dieciséis milímetros. Sólo tiene que bajar la cremallera, apretar el maletín con el brazo y la cámara empieza a disparar. Habrá tomado unas cincuenta, de frente y de perfil, y esta misma tarde estará en el departamento de «Identificación de Jetas», en la oficina central, con una lista de lo que usted lleva en su maleta. No parece que lleve un arma. Quizá se trata de un simple trabajito de estafador. Pero si la lleva, habrá otro hombre con pistola a su lado durante todo el tiempo que usted esté en las salas de juego. Esta noche ya se habrá corrido la voz. Mejor que ande al tanto de cualquier tipo con el abrigo puesto. Aquí nadie los lleva, excepto para esconder la artillería.
—Gracias —dijo Bond, molesto consigo mismo—. Ya veo que tendré que mantenerme un poco más despierto. Parece que lo tienen bien montado por aquí.
El taxista gruñó afirmativamente y siguió conduciendo en silencio.
Estaban entrando en la famosa «Línea». El desierto a ambos lados de la carretera, que había permanecido vacío con la excepción de los ocasionales tablones anunciando los hoteles, empezaba a florecer con estaciones de servicio y moteles. Dejaron atrás un motel con una piscina que tenía las paredes de cristal transparente. Mientras pasaban, una chica se zambulló en el líquido de color verde brillante y su cuerpo cortó el agua con una nube de burbujas. Entonces apareció una estación de servicio con un elegante restaurante
drive-in
[17]
.
Gaseteria
, decía,
¡aquí hace fresco! ¡perritos calientes! ¡hamburguesas gigantes! ¡hamburguesas atómicas! ¡bebidas heladas! ¡entre con su coche!
Dos automóviles eran atendidos por camareras con tacones altos y bikini.
La gran autopista de seis carriles se extendía a través de un bosque de anuncios en colores, perdiéndose, en la parte baja de la ciudad, en un lago danzante de calor y olas. El día era tan caluroso y sofocante como el fuego de un incendio. El hinchado sol freía hasta el corazón del cemento, y no había sombra alguna, excepto bajo las pocas palmeras que se encontraban esparcidas en la entrada de los moteles.
—Estamos entrando en la Línea —le informó el conductor—. También conocida como «Rué de la Pay». Escrito P-A-Y
[18]
. Una broma. ¿Lo pilla?
—Lo he cogido —respondió Bond.
—A su derecha, El Flamingo —dijo Ernie Cureo mientras pasaban por delante de un motel bajo de estilo moderno con una inmensa torre de neón, ahora apagada—. Bugsy Siegel lo construyó en el 1946. Un buen día vino de la costa a Las Vegas, a echar un vistazo. Tenía mucho dinero y quería encontrar una buena inversión. Las Vegas estaba en su apogeo. Una ciudad totalmente abierta. Juego, casas de citas legales. Un montaje agradable. A Bugsy no le costó mucho engancharse. Vio las posibilidades.
Bond rió del doble sentido que tenía la frase.
—Sí, señor —prosiguió el conductor—, Bugsy vio las posibilidades y se instaló. Estuvo al mando hasta 1947, cuando le volaron la cabeza con tal cantidad de balas que la pasma nunca pudo encontrarlas todas. Ahí tenemos The Sands. Montones de dinero calentito detrás de su fachada. Pero no se de quién es a ciencia cierta. Fue construido hace un par de años. El portero es un buen tipo llamado Jack Intratter. Solía trabajar en el Copa de Nueva York. Quizá haya oído hablar de el.
—Me temo que no —dijo Bond.
—Bueno, he aquí el Desert Inn. El lugar de Wilbur Clarke. El dinero vino de la vieja combinación Cleveland-Cincinatti. Y la covacha con el anuncio de hierro es El Sahara. Lo último. Los propietarios son un puñado de jugadores de poca monta de Oregón. Lo divertido es que perdieron cincuenta mil dólares en su noche inaugural. ¿Se lo puede creer? Todos los peces gordos vinieron con los bolsillos llenos de pasta a hacer el juego de cortesía, para que la primera noche fuese un éxito, ¿entiende? Es costumbre que las bandas rivales se reúnan en la noche de la inauguración de un nuevo local. Pero, hombre, las cartas no quisieron cooperar y los tipos de la oposición se volvieron a casa ¡con cincuenta de los grandes! Toda la ciudad está partiéndose de risa todavía.
Ahí —hizo un gesto hacia la izquierda en dirección a un cartel de neón en la forma de una gigantesca carreta marchando al galope tendido— tiene La Ultima Frontera. Eso de la izquierda es una ciudad del Oeste de cartón piedra. Vale la pena visitarla. Y por ahí el Thunderbird, y enfrente el Tiara. El garito más elegante de Las Vegas. Supongo que ya tiene información del señor Spang y su banda.
Redujo la velocidad y aparcó delante del Hotel Spang, que estaba rematado por una corona de luces brillantes que parpadeaban en una batalla perdida contra el sofocante sol y los reflejos de la autopista.
—Conozco las líneas generales —dijo Bond—, pero no me importaría que me diera los detalles en algún momento. Y ahora ¿qué?
—Lo que usted diga, señor.
De repente, Bond sintió que ya tenía suficiente del brillo chabacano de la Línea. Sólo quería meterse en la habitación y refugiarse del calor, comer algo y, quizá, nadar un poco y tomarse las cosas con calma hasta que llegara la noche. Así se lo dijo al conductor.
—Me parece muy bien —dijo Cureo—. Supongo que no debería meterse en demasiados líos en su primera noche. Tómeselo con calma y compórtese con naturalidad. Si tiene trabajo que hacer en Las Vegas es mejor que primero se sitúe un poco. Y cuidado con el juego, amigo. —Se echó a reír, socarrón—. ¿Ha oído hablar alguna vez de esas Torres Silenciosas que tienen en la India? Dicen que los buitres sólo necesitan veinte minutos para dejar a un tipo con los huesos pelados. Supongo que les toma un poco más de tiempo en el Tiara. Quizá las Uniones los paran un poco. —El conductor puso la palanca de cambio en primera—. Da lo mismo —dijo, mirando el tráfico a través del retrovisor—. Una vez un tipo dejó Las Vegas con cien de los grandes. —Se interrumpió, esperando la oportunidad de cruzar hacia el aparcamiento—. Lo único que ocurrió fue que cuando empezó a jugar tenía medio millón.
El coche se lanzó por entre el tráfico y alcanzó el pórtico que protegía la entrada de puertas acristaladas del edificio de estuco rosado. El portero, en uniforme azul celeste, abrió la portezuela del taxi y sacó la maleta de Bond. Este se apeó en el intenso calor.
Mientras cruzaba la puerta de cristal oyó la voz de Ernie Cureo diciendo al portero:
—Un inglés loco. ¡Me ha alquilado el taxi por cincuenta pavos al día! ¿Qué te parece?
La puerta se cerró a su espalda y el maravilloso aire frío con un beso helado le dio la bienvenida al resplandeciente palacio del hombre llamado Seraffino Spang.
Bond almorzó en la «Habitación Sunburst» con aire acondicionado, al lado de la gran piscina en forma de riñon (Salvavidas: Bobby Bilbo - piscina higienizada a diario con hydrojet, decía el rótulo), y habiendo decidido que sólo un uno por ciento de los clientes tenía un cuerpo que le permitiera llevar traje de baño, caminó muy despacio a través del calor a lo largo de los veinte metros que separaban su edificio del establecimiento central. Se quitó la ropa y se echó en la cama desnudo.
Las habitaciones del Tiara estaban distribuidas en seis edificios que tenían nombres de joyas. Bond estaba en la primera planta de «La Turquesa». Sus paredes eran azules y los tejidos empleados en el mobiliario, azul oscuro y blanco. Tenía una habitación extremadamente cómoda y estaba equipada con muebles caros y muy bien diseñados, de una madera plateada que podía ser de abedul. Había un aparato de radio junto a la cabecera de su cama, a un lado de la gran ventana un televisor eon una pantalla de diecisiete pulgadas; al otro lado de la ventana había un pequeño patio. Era una habitación muy tranquila, incluso el sistema de aire acondicionado controlado por termostato no hacía ruido alguno. Bond se durmió casi al instante.