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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Diamantes para la eternidad (26 page)

BOOK: Diamantes para la eternidad
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—Menos mal que es un buen subastador —dijo Bond—. Ese es un buen número, y barato si el tiempo sigue así y nadie se cae por la borda. El Campo Alto costará un paquete esta noche. Con este tiempo todo el mundo esperará que hagamos más de 739 millas.

—¿Qué significa un paquete? —preguntó Tiffany.

—Doscientas libras. Quizá más. Supongo que los números normales se venderán alrededor de las cien. Los primeros números siempre son más baratos que los otros. La gente todavía no ha entrado en calor. El único movimiento inteligente que es posible hacer en este juego es comprar el primer número. Cualquier otro puede ganar, pero el primero es el más barato.

Mientras Bond terminaba con sus explicaciones, el siguiente número fue adjudicado por 90 libras a una bonita y excitada joven que obviamente era financiada por su compañero, un hombre de cabello gris que parecía una caricatura del típico amante viejo y rico.

—Vamos. Cómprame un número, James —pidió Tiffany—. Desde luego, no sabes tratar a una mujer. Mira como ese hombre tan simpático trata a su chica.

—Pero si ha sobrepasado la edad de jubilación —exclamó Bond—. Debe de tener ya más de setenta. Hasta los cuarenta, las chicas no cuestan nada. Después tienes que empezar a pagar dinero, o a explicar historias. De los dos sistemas, el que hiere más es el de las historias. —Bond sonrió a los ojos de Tiffany—. Todavía no he llegado a los cuarenta.

—No seas presuntuoso —dijo ella mirándole los labios—. Dicen que los hombres mayores son los mejores amantes. De todas formas tú no eres tacaño por naturaleza. Apuesto a que es porque el juego está prohibido en los barcos del Imperio o algo parecido.

—Es legal fuera del límite de las tres millas —repuso Bond—. Pero a pesar de ello la Compañía se ha cuidado mucho de no verse envuelta. Escucha esto —Bond cogió una tarjeta naranja que había sobre la mesa—.Subasta Sweepstake sobre la distancia recorrida a diario por el barco—leyó—.Para evitar malentendidos, la Compañía considera necesario aclarar su posición con respecto a las susodichas subastas. No forma parte del deseo de la Compañía que el botones de la sala de fumadores o cualquier otro miembro del personal del barco tome parte activa en la organización de las subastas diarias.Bond levantó la vista—. Ya ves —dijo—. Y continúa:La Compañía sugiere que los pasajeros elijan un comité para formular y controlar los detalles… El botones de la sala de fumadores puede, si es necesario y sus obligaciones se lo permiten, darla asistencia que el comité requiera para subastar los números.

Bond hizo una breve pausa y comentó:

—Bastante oscuro. Es el comité el que se queda con el pastel si hay algún problema. Y escucha esto. Aquí es donde empiezan las complicaciones. —Y siguió leyendo—:La Compañía desea llamar la atención sobre las Regulaciones Financieras del Reino Unido, que afectan a la negociabilidad de los cheques en esterlinas y a las limitaciones en la importación de billetes en divisa esterlina en el Reino Unido.

Bond dejó la tarjeta sobre la mesa.

—Y sigue —dedicó una sonrisa a Tiffany Case—. Así que te compro un número y ganas dos mil libras. Eso supondrá una pila de dólares, libras y cheques. La única manera de gastar todas esas libras esterlinas, incluso suponiendo que los cheques sean buenos, lo cual es bastante dudoso, sería entrándolas de contrabando escondidas en el sujetador. Y así volveríamos a meternos en la misma historia, pero esta vez conmigo en el lado de los malos.

Ella no se había dejado impresionar.

—Había un tipo en las bandas llamado Abadaba —dijo—. Era un empollón que se sabía todas las respuestas. Calculaba las probabilidades de las carreras, fijaba los porcentajes, hacia todo el trabajo de cabeza. Le llamaban «el Mago de Odds»
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. Se lo cargaron por equivocación en la matanza de Dutch Schultz. —Se interrumpió de pronto, y luego añadió—: Supongo que tú eres otro Abadaba, por la manera en que te convences a ti mismo para no tener que gastarte un poco de dinero en una chica. —Se encogió de hombros, resignada—. Bien, ¿podrás invitar a tu chica a otro Stinger?

Bond llamó al camarero. Cuando éste se hubo retirado, la joven se inclinó hacia delante de manera que su cabello acariciaba suavemente la oreja de Bond y le dijo en voz baja:

—La verdad es que no lo quiero. Tómatelo tú. Esta noche deseo estar tan sobria como un domingo antes de ir a la iglesia.— Se sentó con la espalda bien recta—. Y ahora, ¿qué está pasando por aquí? —preguntó con impaciencia—. Quiero ver un poco de acción.

—Ahí la tienes —dijo Bond.

El subastador levantó la voz y la sala quedó en silencio.

—Y ahora, damas y caballeros —dijo con vehemencia—, hemos llegado a la pregunta ganadora. ¿Quién va a apostar 100 libras por la elección de Campo Alto o Campo Bajo?

—¡Gracias, señor! Y 110. 120 y 130. Gracias, señora.

—Ciento cincuenta —dijo una voz de hombre cercana a su mesa.

—Ciento sesenta. —Esa vez era una mujer.

Monótona, la voz del hombre llegó a las 170.

—Ciento ochenta —pujó alguien.

—Doscientas libras.

Algo hizo que Bond se volviera a mirar a la persona que había hablado. Era un hombre corpulento. Su rostro tenía la encerada y pastosa textura de un caramelo de menta blanca chupeteado. Unos pequeños ojos oscuros miraban al subastador a través de las gafas bifocales. Todo el cuello del hombre parecía concentrarse en la parte posterior de su cabeza. El sudor impregnaba las rizadas y negras algas de su cabello; en ese momento se quitó los lentes y se limpió el sudor con una servilleta, haciendo un movimiento circular que comenzaba en la parte izquierda de su rostro y giraba alrededor del cuello, donde su mano derecha tomaba el relevo y completaba el circuito hasta llegar a la goteante nariz.

—Doscientas diez —ofreció alguien.

La gran barbilla del hombre tembló y, abriendo su apretada boca, dijo:

—Doscientas veinte. —Su acento era marcadamente estadounidense.

¿Qué era lo que había despertado el recuerdo en la memoria de Bond? Observó el grueso rostro, recorriendo con los ojos de su mente el fichero de su cerebro, abriendo cajón tras cajón, buscando una pista. ¿El rostro? ¿La voz? ¿Inglaterra? ¿Norteamérica?

Bond se dio por vencido y concentró su atención en el otro hombre que estaba en la misma mesa. De nuevo, idéntico sentimiento de reconocimiento urgente. Los rasgos juveniles, curiosamente delicados por debajo del cabello blanco engominado hacia atrás. Los blandos ojos marrones bajo las largas pestañas. El efecto general de belleza estropeado por la nariz carnosa sobre la ancha boca de labios delgados, ahora entreabierta en una sonrisa vacía, como la ranura de un buzón.

—Doscientas cincuenta —dijo el hombre gordo mecánicamente.

Bond se volvió hacia Tiffany.

—¿Has visto alguna vez a esos dos? —Ella se dio cuenta de la línea que la preocupación fruncía en su entrecejo.

—No —respondió con resolución—. Nunca. A mí me parecen de Brooklyn. Una pareja de cortadores de trajes del Garment District. ¿Por qué? ¿Significan algo para ti?

Bond les echó otra ojeada.

—No —dijo dubitativo—. No, no lo creo.

Se produjo una explosión de aplausos en la sala y el subastador saltó y bailó en su mesa.

—Damas y caballeros —anunció triunfal—, esto es realmente maravilloso. Trescientas libras apostadas por la encantadora señorita del precioso vestido de noche rosa. —Las cabezas se giraron y Bond pudo leer en los labios que la gente preguntaba «¿Quién es?»—. Y ahora, señor —dijo volviéndose hacia la mesa del hombre gordo—, ¿puedo decir 325 libras?

—Trescientas cincuenta —le corrigió el hombre gordo.

—Cuatrocientas —chilló la mujer de rosa.

—Quinientas. —La voz era neutra, indiferente.

La chica de rosa cuchicheó irritada con su acompañante. El hombre pareció repentinamente aburrido. Miró al subastador y negó con la cabeza.

—¿Alguien da más de 500? —preguntó el subastador, sabiendo que había exprimido a la sala todo lo que se podía—. A la una. A las dos… —¡Bang!—. Vendido al caballero de allí, que verdaderamente se merece un aplauso. —Batió las manos y la multitud, obediente, le siguió a pesar de que hubiesen preferido que ganara la chica de rosa.

El hombre gordo se levantó unos pocos centímetros de la silla y se sentó de nuevo. En su rostro cerúleo no había señal de reconocimiento y mantuvo la mirada fija en los ojos del subastador.

—Y ahora debemos cubrir la formalidad de preguntar a este caballero qué Campo prefiere. —Risas—. Señor, ¿prefiere Campo Alto o Campo Bajo? —La voz del subastador era irónica. La pregunta, una pérdida de tiempo.

—Campo Bajo.

Por un momento, la abarrotada sala guardó el más absoluto silencio, seguido de inmediato por un murmullo de comentarios. No había duda. Era obvio que el hombre iba a escoger Campo Alto. El tiempo era perfecto. El
Queen
debía de estar haciendo al menos treinta nudos. ¿Sabía algo? ¿Había comprado a alguien del puente? ¿Se acercaba una tormenta? ¿Había algún problema en las máquinas?

El subastador pidió silencio.

—Perdóneme, señor, ¿ha dicho Campo Bajo?

—Sí.

De nuevo, el subastador solicitó silencio.

—En este caso, señoras y señores, procederemos a la subasta del Campo Alto. Señorita —se volvió haciendo una reverencia hacia la chica de rosa—, ¿le importaría abrir las apuestas?

Bond miró a Tiffany.

—Este ha sido un negocio extraño —dijo—. Extraordinaria elección. El mar está liso como el cristal. —Se encogió de hombros—, La única respuesta es que ésos saben algo. —El asunto no tenía importancia—. Alguien les dijo algo. —Se volvió y miró con disimulo a los dos hombres y luego dejó que su vista pasara por encima de ellos—. Parecen estar bastante interesados en nosotros.

Tiffany miró por encima del hombro de Bond.

—Ahora no nos miran —dijo—. Imagino que son sólo un par de chiflados. El tipo del cabello blanco parece estúpido y el gordo está chupándose el pulgar. Son un poco raros. Dudo que sepan qué han comprado. Simplemente, se les han cruzado los cables.

—¿Chupándose el pulgar? —preguntó Bond. Se pasó la mano por el cabello con gesto distraído; un recuerdo vago le asaltaba.

Quizá si ella le hubiese dejado seguir la línea de sus pensamientos, se habría acordado. Pero Tiffany le puso la mano sobre la suya y se inclinó hacia él, rozándole el rostro con el cabello.

—Olvídalo, James. No pienses tanto en esos hombres estúpidos. —Sus ojos lo miraron con ardiente anhelo—. Estoy harta de este lugar. Llévame a otra parte.

Sin decir nada más, se levantaron y dejaron la mesa, saliendo del ruido de la sala. Mientras bajaban por la escalera hacia la cubierta posterior, el brazo de Bond estrechó la cintura de la joven, la cual, a su vez, inclinó la cabeza sobre el hombro masculino.

Llegaron delante del camarote de Tiffany, pero ella lo empujó a lo largo del corredor.

—Quiero que pase en tu casa, James —dijo.

Bond no comentó nada hasta que hubo cerrado la puerta de su camarote con el pie detrás de ellos y se encontraron estrechamente abrazados en el centro de la maravillosamente privada, maravillosamente anónima pequeña habitación. Y entonces, él dijo, en voz baja:

—Cariño mío. —Puso una mano sobre su cabeza de manera que la boca de ella estuviera donde él quería.

Unos segundos después, su otra mano se movió hacia la cremallera en la espalda del vestido. Sin separarse de Bond, ella se liberó de la ropa con un movimiento de su cuerpo.

—Lo quiero todo, James —dijo jadeando entre sus besos—. Todo lo que le hayas hecho a una chica. Ahora. Rápido.

Bond se inclinó, y rodeando con un brazo la cintura de Tiffany, la levantó en brazos y, con suma dulzura, la depositó en el suelo.

Capítulo 24
La muerte es tan permanente…

Lo último que Bond recordaba antes de que sonara el teléfono era a Tiffany, inclinada sobre él, diciéndole entre besos:

—No deberías dormir sobre el lado izquierdo, mi tesoro. Es malo para el corazón. Puede dejar de latir. Date la vuelta.

Y él, obediente, se cambió de lado, y se quedó dormido otra vez, mientras la puerta se cerraba, con el sonido de la voz de Tiffany, el suspiro del Atlántico y el suave vaivén del barco meciéndolo en sus brazos.

De nuevo sonó el impaciente timbre en el camarote oscuro, y siguió sonando hasta que Bond, maldiciéndolo, descolgó el auricular.

—Siento molestarlo, señor —dijo una voz—. Le habla el telegrafista. Acaba de llegar un mensaje cifrado para usted y lleva un prefijo
en clair
de «Extrema Urgencia». ¿Se lo leo o se lo mando al camarote?

—Mándemelo al camarote, por favor —dijo Bond—. Y gracias.

¿Y ahora qué demonios ocurrirá? Toda la belleza y la excitación del amor apasionado habían desaparecido. Bond encendió las luces, se deslizó fuera de la cama y, sacudiendo la cabeza para aclarársela, se metió en la ducha.

Durante un minuto completo dejó que el agua lo golpeara; se secó, cogió del suelo los pantalones y la camisa y se los puso.

Llamaron a la puerta. Bond recogió el cable y se sentó tras el escritorio; encendió un cigarrillo y se dispuso a trabajar. A medida que los grupos se disolvían en palabras, sus ojos se estrechaban y su piel lentamente se tensaba en su cuerpo.

El cable era del jefe de personal. Decía:

PRIMER REGISTRO CLANDESTINO DE OFICINA SAYE REVELÓ CABLE PROVENIENTE DEL Q.E. DIRIGIDO ABC FIRMADO POR WINTER AVISANDO DE SU PRESENCIA Y LA DE CASE A BORDO PIDIENDO INTRUCCIONES -stop- RESPUESTA DIRIGIDA WINTER FIRMADA ABC ORDENA ELIMINACIÓN DE CASE -coma- PRECIO VEINTE MIL DÓLARES -stop- SEGUNDO CONSIDERAMOS A RUFUS B SAYE ABC LO CUAL ES EQUIVALENTE EN PARTE A SUS INICIALES EN FRANCÉS -stop- TERCERO POSIBLEMENTE ALERTADO POR SIGNOS REGISTRO SAYE VOLÓ PARÍS AYER Y AHORA INFORMA INTERPOL ESTÁ EN DAKAR -stop- ESTO CONFIRMA NUESTRA SOSPECHA QUE ORIGEN DIAMANTES ES MINAS SIERRA LEONA ENTONCES SACADOS CONTRABANDO POR FRONTERA A GUINEA FRANCESA -stop- SOSPECHAMOS FUERTEMENTE DE MIEMBRO DE CLÍNICA DENTAL SIERRA INTERNACIONAL QUE ESTÁ SIENDO VIGILADO -stop- CUARTO RAF CANBERRA LE ESPERA EN BOSCOMBE PARA VUELO INMEDIATO MAÑANA NOCHE A SIERRA LEONA FIRMADO COS.

Bond permaneció por un momento congelado en su silla. De repente destelló en su mente el verso más siniestro de toda la poesía escrita: «Ellos se engañan, los que me dejan fuera. Cuando vuelan de mí, Yo soy las alas».

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