Read Detrás de la Lluvia Online
Authors: Joaquín M. Barrero
Pasó la noche vigilante. De vez en cuando se subyugaba al cielo y veía tiritar las constelaciones. Quizás ese temblor era del frío sideral y no de la irradiación. Pudiera ser que el cosmos hubiera quedado congelado. Cuando se aclararon las sombras con el amanecer vio venir una patrulla. Se trataba de una sección de zapadores que a diario recorría las posiciones para localizar minas colocadas por los partisanos durante la noche y reparar los cables de comunicación cortados.
—Creo que debes ir a Otenskij —dijo el sargento, una vez informado de lo ocurrido—. Allí están jodidos, pero peor lo tienen los de Possad. Dejaré aquí unos hombres.
Carlos se quitó el capote ruso y se cobijó en el suyo. Salto ágilmente el parapeto y echó a caminar al descubierto con el bosque a su derecha. Todo estaba cubierto de nieve y apenas se adivinaba la cinta de la carretera. Pasó la abandonada «Posición Intermedia A» y alcanzó el monasterio donde estaba la fuerza divisionaria. Recordó cuando el 8 del mes anterior llegó con una sección de su compañía para reforzar la 1.ª del 269, que había sido encargada de relevar al 30 Regimiento de Infantería Motorizada de la 18 División alemana al mando del teniente coronel Von Erdmannsdorff. Recordaba a los soldados germanos marchando disciplinados, los rostros serios, la mirada alta. Eran el mejor ejército del mundo y sólo cosechaban victorias. Se fueron con sus camiones, sus coches-oruga, sus ambulancias y su artillería del 7,5, y más de alguno notó como si se hubieran marchado los hermanos mayores. Iban a tomar Tichvin, a sólo doscientos kilómetros al este de Leningrado, lo que consiguieron al día siguiente, conjuntamente con la 12 División Pánzer, cortando la comunicación rusa a la capital de los zares por el lago Ladoga.
Otenskij era, en realidad, sólo un monasterio ortodoxo, construido en el medievo por los Caballeros de la Orden Teutónica, fundada por los teutones, un pueblo germánico que ya antes de Cristo se había establecido en las costas del mar Báltico y que siglos después pasó a ser el núcleo de la Prusia oriental. Ello, aunque secundariamente, ponía razones en el énfasis alemán por entrar en esas tierras. Para muchos no era una invasión sino la recuperación de algo que un día les perteneció. La fortaleza, un enorme edificio cuadrado con altos muros de fábrica y torres bulbosas en cada esquina, se erguía en medio de una pradera alrededor de la cual varias isbas daban apariencia de aldea. Las isbas, casas labriegas hechas con troncos de abeto y techos de paja, habían quedado desmanteladas en su mayoría por los bombardeos, y en las habitaciones del convento se refugiaban parte de sus humildes habitantes, ayudando a la guarnición española en las tareas de fortificación, desescombrado y reposición de leña. Más allá había un viejo cementerio que se iba agrandando a diario con los cadáveres de los españoles. Al otro lado, un gran lago helado y los koljoses arruinados de los lugareños.
El monasterio había sido tomado por los alemanes el 27 de octubre, sin apenas causar daños en el mismo. El combate fue encarnizado, llegándose al cuerpo a cuerpo con los desesperados rusos que resistieron hasta su total aniquilación. La forma de batallar en ese punto contrastaba con la habitual de la Wehrmacht en todas las poblaciones que ocupaba, consistente en derribar a cañonazos cuantos edificios servían de parapeto al enemigo. Posiblemente hubo una orden del mando para no destruirlo. En la misma fecha rindieron Possad y Posselok tras avanzar los dieciocho kilómetros de carretera que se iniciaba en Schevelevo, con lo que la Wehrmacht dominaba la amplia zona comprendida entre los ríos Voljov y Vishera antes de confiársela a la División Azul para ir al cerco de Leningrado. Hacía menos de un mes, pero todo había ido a peor para los españoles. Desde entonces la artillería soviética no había dejado de machacar las aldeas perdidas. El monasterio iba deshaciéndose a cada bombazo, por lo que de nada sirvió el cuidado que para su toma tuvieron los alemanes. Ahora los divisionarios apenas disponían de tiempo para enterrar a tantos muertos.
Le recibió el capitán Rosado, a quien entregó el macuto con las pertenencias de los rusos y de sus compañeros, y el fusil de mira telescópica. Fue con él al despacho del comandante Román García, jefe del batallón.
—Vaya, vaya —dijo, después de inspeccionar el arma—. Un SVT-40, con lentes añadidas. Es un fusil indeformable a bajas temperaturas, superior al alemán. Y encima con un telescopio. —Hablaba en voz alta para dominar el estrépito de los obuses—. Y decían que los
ruskis
no renovaban su arsenal.
—Ya lo creo que lo renuevan —dijo Rosado—. No hay más que ver la que nos cae encima a cada momento.
Carlos bajó a los pozos de tirador en el momento en que un lienzo del monasterio estallaba por un proyectil. El impacto fue tan grande que hizo desaparecer entre cascotes a todos los soldados que estaban en ese espacio. Escarbaron frenéticamente, pero nada pudieron hacer por ellos. Entre las bombas y el intenso frío los hombres rezaban y juraban a favor y en contra de sus santos.
Alberto le recibió con un abrazo. Tenía grandes hundimientos en su rostro, con los ojos muy retrocedidos, como si algo tirara de ellos para dentro. Parecía muy castigado por las batallas o por algo. No estaba herido pero se comportaba como tal. Al atardecer, y sin que cesara el espantoso cañoneo soviético, el teniente Martín se acercó a los dos amigos. Carlos creyó percibir en sus ojos una turbación como cuando se mira a un barco que se aleja.
—Venís conmigo ahora mismo. El comandante manda una sección en socorro de Posselok.
Mientras se equipaban, Carlos fue consciente del grado de compañerismo suicida que la desesperación ponía en los mandos. Otenskij necesitaba refuerzos y, sin embargo, Román se desprendía de cuarenta hombres para lanzarlos a la hoguera de Posselok en ayuda de sus maltrechos defensores. La aldea había sido conquistada por el regimiento motorizado alemán y se lo había confiado a la Azul, que la ocupó con la 2.ªCompañía del 1del 269, una sección de la 4.ªy otra de la 2.ªAnticarros 250. Unos cuatrocientos hombres. No se sabía los que aún resistían y si podían conservar el bastión.
A toda prisa los veinticinco divisionarios anduvieron los cinco kilómetros que separaban las dos poblaciones. A su paso, sin detenerse por Possad, que estaba siendo terriblemente bombardeada, vieron ya las hogueras de la aldea a la que iban. Aquello era un infierno, un espectáculo sobrecogedor. Los hombres gritaban mientras luchaban a bayoneta y disparaban a bocajarro en la oscuridad explosionada por las bombas de mano. Las isbas ardían y el proyector de las llamas reflejándose en las aguas del Vishera silueteaba los cuerpos enzarzados en una locura colectiva donde el único instinto era el golpear ciego, el matar mecánicamente para no morir, ausentes las mentes de otros pensamientos en esos instantes fuera del tiempo.
La sección entró en la escena y se disolvió en el drama. Más tarde, una eternidad, cuando ya no había esperanzas frente a las oleadas de hombres con ojos oblicuos, el capitán dio la orden de replegarse. Un enlace corrió de puesto en puesto, avisando. Rápidamente, sin apenas tiempo para recoger los víveres y las armas automáticas pesadas, los divisionarios retrocedieron hacia el norte formando una caravana, con los heridos y enfermos sobre camillas o a hombros de sus compañeros. Los indemnes llevaban sobre sus espaldas insensibles varios macutos y todos ellos las escenas de dolor y muerte en sus pupilas. Cerrando la retaguardia, un pequeño grupo de fusileros experimentados. Pero nadie les perseguía. Los rusos sabían adónde se dirigían y allí intentarían aniquilarles. Atrás quedaban los camaradas muertos, sin enterrar. Y mucho más. Era su primera derrota, la pérdida de una posición que les fuera confiada por los germanos.
El grupo superviviente llegó a Possad, sólo a un kilómetro y con los obuses cayendo. El oficial saludó al comandante García-Rebull, jefe del 1.° del 269.
—Posselok se ha perdido, mi comandante.
—¿Cuántos hombres útiles le quedan?
—Treinta y cinco.
En el hospitalillo instalado en uno de los sótanos, Carlos buscó entre los heridos. En esos profundos refugios ardían pequeñas hogueras y se conservaban la leña, los alimentos y las municiones. Era un espacio de calor y seguridad ante el terrible frío y el continuo bombardeo de la artillería soviética. La luz tambaleante procedía de unos candiles. El cabo Alberto Calvo estaba sobre el suelo, en un rincón, entre otros. Tenía el pecho vendado bajo el pesado capote. Había recibido una ráfaga de ametralladora. El teniente médico le había extraído las balas, pero había perdido mucha sangre. Se miraron, sabiendo que no había esperanzas. Alberto emitió una pálida sonrisa.
—¿Te acuerdas de África, de aquel sol, de aquel mar azul...?
—Sí.
—¿Sabes? De todos aquéllos, Braulio, Antonio, Indalecio, los sargentos Ramos y Serradilla, el teniente Martín y ahora el capitán Rosado... Sólo quedamos tú y yo... por poco tiempo. Quedarás tú sólo. La verdad es que tienes una suerte endiablada. Nunca te rozan las balas. —Tosió y la boca se le manchó de sangre—. Quiero decirte una cosa, un secreto que me oprime. No quiero irme con ese peso.
Grigorovo, a un kilómetro de la ciudad de Nowgorod, era una pequeña aldea con apeadero de ferrocarril adonde llegaban distantes los ecos de las batallas. Estaba rodeada de árboles y tenía un minúsculo cementerio que iba creciendo casi a diario con las tumbas de los españoles hasta sobrepasar el perímetro del propio pueblo. En el campamento español, un hospital de campaña funcionaba ininterrumpidamente. Muñoz Grandes, en su Cuartel General de la División instalado en un antiguo polvorín del Ejército Rojo, llamó por teléfono al coronel Esparza, que se hallaba en su PC avanzado de Shevelevo, aldea arrimada a la ribera este del Voljov. La temperatura se había hundido más allá de los treinta grados bajo cero haciendo que el río quedara helado. Ya conocía la pérdida de Posselok.
—¿Cuál es la situación de Román en Ostenskij?
—De los ochocientos hombres iniciales de su 2.° Batallón, quedan diez oficiales y alrededor de ciento ochenta soldados.
—¿Y en Possad, qué dice García-Rebull?
—Sólo viven ciento cincuenta hombres de su Batallón, de la 2.ªCompañía del Grupo Anticarros 250 y de la 1.ªde Zapadores. Teníamos novecientos hombres allí, señor. —No había mucho tiempo para un silencio asimilatorio de tal descalabro—. De la forma que está la cosa, los
ruskis
no necesitan mostrarse para desalojarnos de esas dos aldeas. Los enfrentamientos han sido cuerpo a cuerpo, a bayoneta, y les hemos causado cuantiosas bajas. Ahora machacan con artillería y con los bombardeos de los Martin Bomber intentando acabar con nosotros sin sacrificar más hombres. O puede que intenten un ataque final para aniquilarnos como en Posselok. Necesitamos refuerzos, que la Luftwaffe eche una mano...
—No puedo garantizarle ni una cosa ni otra. Los alemanes tienen grandes pérdidas. La 18 motorizada que reemplazamos ha tenido que retirarse de Tichvin tras perder cientos de hombres de sus batallones, lo mismo que en otras divisiones, gran parte de ellos congelados. Von Chappuis manda que todos los puestos se mantengan. Diga a sus hombres que aguanten, que lo hagan por España.
Al otro lado de la línea retumbaba el estruendo de los estallidos inacabables. El coronel no ignoraba que Friedrich-Wilhelm von Chappuis era el general al mando del XXXVIII Cuerpo de Ejército del que la Azul dependía.
—¿Me oye, Esparza?
—Señor... Es posible que en la próxima comunicación no quede ninguno para contestarnos.
—Venga, Esparza, no se desmoralice ahora.
—Para nada, señor. Resistiremos. Aunque me gustaría disponer de medios para hacer un contraataque y luchar como Dios manda.
—Resistir es una forma de luchar porque es la contención que necesitan otras unidades. Si caen esas posiciones, puede derrumbarse el frente. Usted no lo ignora. Y nuestra resistencia no pasa desapercibida. ¿Sabe qué dice Goering? Dice que nuestros hombres, la Wehrmacht en general, estamos pasando a la Historia grande como los trescientos griegos que en el 480 antes de Cristo frenaron el avance de las masas asiáticas de Jerjes en el paso de las Termopilas. Estamos salvando la civilización.
—Bueno, es un consuelo.
Muñoz Grandes colgó el teléfono. Si Von Chappuis no daba la orden de retirada, tomaría él la decisión. Era inevitable el abandono de Possad y Ostenskij, y posiblemente de Shevelevo. Los restos del regimiento tendrían que dejar lo conquistado semanas antes y pasar al lado oeste del Voljov.
Pradoluz, Asturias, julio de 2005
Ya metido en harina no podía dejar de pensar en Jesús. ¿De dónde sacó el dinero que le permitió comprar la casona y tener una vida desahogada?
No había que ser el más listo de la clase para imaginar que Jesús no tendría ningún deseo de hablar de su pasado con un desconocido. A su edad, y dado del pie que cojeaba, sus ganas serían las de seguir denostando todo lo que oliera a religión y burguesía tradicional, por más que su modo de vida actual se acercara a lo que criticaba. Pero ahí estaba el reto. Me había propuesto abrir una fisura en las defensas del viejo revolucionario para vencer mi curiosidad.
—Tengo una pregunta que hacerte —propuse a José María.
—¿Una? No paras de hacerlas.
—No pareces muy interesado en lo que ocurrió con José Manuel, el tío de tu madre, su desaparición.
—Nada. Quédame muy lejos. Eso ye de otro tiempo.
—¿Tus hermanos y primos participan de esa indiferencia?
—Tuviéramos curiosidad, cuando guajes. No quitáranos el sueño nunca. —Hizo un gesto con la mano como zanjando el asunto—. Aquí, en Pradoluz, los fines de semana se abre un chigre, el Fontán, donde se reúne la gente a conseyo para planificar algunos trabayos comunales. Realmente ye el Centro Cívico y propiedad de la comunidad. Luego los homes jugamos cartas y dominó y las muyeres al parchís. Jesús vien tos los sábados y juega con el presidente de la Asociación de Vecinos, el pedáneo y un médico ya jubilao que anda por acá. Jesús siempre pone una ayuda económica para los proyectos que mejoran el pueblo. Te acompañaré este sábado, si vienes.
El bar no era muy grande y en una parte había varias mesas con hombres y mujeres jugando bajo un estrepitoso ruido de conversaciones. En la barra el encargado me señaló a Jesús.
—Pero no debe interrumpirle. No permite que nadie lo haga cuando juega. Le gusta ganar siempre. Consciente de ello, el presidente de la Asociación no se emplea a fondo.