—Conclusiones. Este hombre es un peligroso terrorista y espía profesional. Ha trabajado para el servicio secreto británico desde 1938, y ahora (ver expediente de Highsmith de diciembre de 1950) tiene el número secreto «007» en ese servicio. El doble cero significa un agente que ha matado y que tiene permiso para matar en el servicio activo. Se cree que sólo hay otros dos agentes británicos que tengan esta autoridad. El hecho de que este agente fuera condecorado con la CMG
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en 1953, condecoración que habitualmente sólo se otorga cuando un agente se retira del servicio secreto, constituye una medida de lo que vale. Si se le encuentra en el terreno, el hecho y todos los detalles deben ser informados al cuartel general (ver SMERSH, MGB y GRU. Órdenes vigentes desde 1951).
El general G. cerró el expediente y dio una palmada con decisión sobre la cubierta.
—Bueno, camaradas. ¿Estamos de acuerdo?
—Sí —respondió el coronel Nikitin, en voz alta.
—Sí —contestó el general Slavin con tono de aburrimiento.
El general Vozdvishensky se contemplaba las uñas de las manos. Estaba harto de asesinatos.
Se lo había pasado bien cuando estuvo en Inglaterra.
—Sí —respondió—, supongo que sí.
La mano del general G. se dirigió al teléfono interno. Habló con su ayudante de campo.
—Orden de muerte —dijo con aspereza—. Escrita a nombre de «James Bond». —Deletreó nombre y apellido—. Descripción:
Angliski Spion
. Crimen: enemigo del Estado. —Devolvió el receptor a su sitio y se inclinó hacia delante en la silla—. Y ahora todo será cuestión de trazar la
konspiratsia
correcta. ¡Y que sea una que no pueda fracasar! —Les dedicó a todos una sonrisa severa—. No podemos permitirnos otro de esos asuntos Khoklov.
La puerta se abrió y entró el ayudante de campo con una hoja de papel amarillo brillante. La depositó ante el general G. y se marchó. El general G. la recorrió con los ojos y escribió: «Debe ser asesinado. Grubozaboyschikov», en lo alto del amplio espacio en blanco que había al pie. Le pasó la hoja al hombre del MGB, que lo leyó y escribió: «Asesinarlo. Slavin.» Uno de los ayudantes de campo le pasó la hoja al hombre vestido de paisano que se encontraba junto al representante del RUMID. El hombre lo depositó ante el general Vozdvishensky y le entregó un bolígrafo.
El general Vozdvishensky leyó el documento con cuidado. Alzó los ojos con lentitud hasta fijarlos en los del general G., que estaba observándolo, y, sin bajarlos hacia el papel, escribió:
«Asesinarlo» más o menos debajo de las otras firmas, a continuación de lo cual garabateó su nombre. Luego apartó las manos del documento y se puso de pie.
—Si eso es todo, camarada general… —retiró la silla de la mesa.
El general G. estaba satisfecho. Lo que su instinto le había dicho acerca de este hombre era correcto. Tendría que ponerle vigilancia y comunicarle sus sospechas al general Serov.
—Un momento, camarada general —dijo—. Tengo algo que añadir a la orden.
Le entregaron el papel. Sacó su bolígrafo y tachó lo que había escrito. Volvió a escribir, pronunciando las palabras en voz alta a medida que lo hacía.
—Debe ser asesinado CON IGNOMINIA. Grubozaboyschikov.
Alzó los ojos y sonrió complacido a los presentes.
—Gracias, camaradas. Eso es todo. Les comunicaré la decisión que el Presidium tome con respecto a nuestra recomendación. Buenas noches.
Cuando los asistentes se hubieron marchado, el general G. se puso de pie, se desperezó y profirió un sonoro bostezo controlado. Volvió a sentarse ante su escritorio, apagó el magnetófono y llamó a su ayudante de campo. El hombre entró y se detuvo junto al escritorio.
El general G. le entregó la hoja amarilla.
—Envíeselo de inmediato al general Serov. Averigüe dónde está Kronsteen y hágalo traer en coche. No me importa si está en la cama. Tendrá que venir. Otdyel II sabrá dónde encontrarlo. Y veré a la coronel Klebb dentro de diez minutos.
—Sí, camarada general. —El hombre salió de la oficina.
El general G. cogió el receptor de V. Ch. y preguntó por el generaf Serov. Habló en voz baja durante cinco minutos. Al final, concluyó:
—Y estoy a punto de encomendarle la tarea a la coronel Klebb y al jefe de Planificación Kronsteen. Discutiremos las líneas generales de la
konspiratsia
adecuada, y ellos me entregarán mañana las propuestas con todo detalle. ¿Le parece bien, camarada general?
—Sí —fue la respuesta queda del general Serov, del Presidium Supremo—. Mátenlo. Pero que sea de realización excelente. El Presidium ratificará la decisión por la mañana.
La línea quedó muerta. Sonó el teléfono interno.
—Sí —dijo el general G. por el receptor, y luego colgó.
Un momento más tarde, el ayudante de campo abrió la voluminosa puerta y se quedó de pie en ella. —La camarada coronel Klebb —anunció.
Una figura que parecía un sapo ataviado con un uniforme color verde oliva y que lucía la cinta roja sencilla de la Orden de Lenin, entró en la oficina y avanzó hasta el escritorio con rápidos pasos cortos.
El general G. alzó la mirada e hizo un gesto hacia la silla más cercana de la mesa de conferencias.
—Buenas noches, camarada.
La boca rechoncha se partió en una sonrisa quirúrgica.
—Buenas noches, camarada general.
La máxima autoridad de Otdyel I , el departamento de SMERSH a cargo de operaciones y ejecuciones, se subió un poco las faldas y se sentó.
Las dos esferas del reloj doble que había dentro de la caja brillante en forma de cúpula miraban desde el otro lado del tablero de ajedrez como los ojos de algún enorme monstruo marino que se hubiera asomado por encima del borde de la mesa para contemplar la partida.
Las dos esferas del reloj de ajedrez marcaban horas diferentes. El de Kronsteen señalaba la una menos veinte. El largo péndulo rojo que marcaba los segundos se desplazaba en un barrido en
staccato
por la mitad inferior, mientras que el reloj enemigo estaba silencioso y su péndulo colgaba inmóvil. Pero el reloj de Makharov marcaba la una menos cinco. Había perdido tiempo a media partida, y ahora sólo le quedaban cinco minutos. Tenía serios «problemas de tiempo», y a menos que Kronsteen cometiera algún error demencial, lo cual era impensable, estaba derrotado.
Kronsteen permanecía inmóvil y erguido en su asiento, tan malevolentemente inescrutable como un loro. Tenía los codos apoyados en la mesa, y su cabeza grande descansaba sobre puños apretados que se clavaban en las mejillas, entre las cuales los fruncidos labios se aplanaban en una mueca altanera y desdeñosa. Debajo de las cejas anchas y prominentes, los ojos negros algo inclinados miraban con mortal calma el tablero donde se desarrollaba la partida que estaba ganando. Pero, detrás de aquella máscara, la sangre palpitaba en la dinamo de su cerebro, y una vena gruesa como un gusano que tenía en la frente latía a más de noventa pulsaciones por minuto.
Durante la última hora y diez minutos había sudado medio kilo de peso, y el espectro de un movimiento en falso aún le aferraba la garganta. Pero para Makharov, y para los espectadores, continuaba siendo «El brujo de hielo», cuyo juego había sido comparado con un hombre comiendo pescado. Primero arrancaba la piel, luego quitaba las espinas y a continuación se comía el pescado. Kronsteen había sido campeón de Moscú durante dos años seguidos, jugaba ahora la final del tercero y, si ganaba esta partida, sería candidato al título de campeón nacional.
En el silencio que rodeaba la mesa aislada por una cuerda, no se oía otro sonido que el sonoro tic tac del reloj de Kronsteen. Los dos árbitros permanecían inmóviles en sus sillas altas. Sabían, al igual que Makharov, que éste sería el golpe de gracia. Kronsteen había introducido un brillante giro en la Variación Meran del rechazo del gambito dama. Makharov se había mantenido a su altura hasta el movimiento número 28. En ése había perdido tiempo. Tal vez había cometido entonces un error, y quizá también en los movimientos 31 y 33. ¿Quién podía saberlo? Sería una partida que se discutiría durante semanas por toda Rusia.
En las atestadas gradas que había ante la mesa donde se desarrollaba la partida del campeonato, alguien hizo un gesto. Kronsteen había apartado lentamente la mano derecha de la mejilla correspondiente y la había tendido al otro lado del tablero. Como la pinza de un cangrejo rosado, sus dedos pulgar e índice se habían separado y descendido. La mano, mientras sujetaba una pieza, se había alzado, desplazado hacia un lado y descendido. Luego la mano regresó con lentitud a la cara.
Los espectadores habían susurrado y murmurado al ver, sobre el gran mapa de la pared, el movimiento número 41 reproducido con el desplazamiento de una de las placas de un metro de lado. T8C. ¡Eso debería acabar con su adversario!
Kronsteen extendió la mano con gesto estudiado y bajó la palanca de la parte inferior de su reloj. Su péndulo rojo quedó inmóvil. Las agujas marcaban la una menos cuarto. En el mismo instante, el péndulo de Makharov despertó a la vida con un sonoro tic-tac inexorable.
Kronsteen se recostó en el asiento. Apoyó las manos abiertas sobre la mesa y posó una fría mirada en el rostro lustroso, inclinado, del hombre cuyas entrañas estarían retorciéndose de agonía como una anguila ensartada en un arpón; bien lo sabía él, pues en su momento también había sufrido la derrota. Makharov, campeón de Georgia. Bueno, mañana el camarada Makharov regresaría a Georgia y allí se quedaría. En cualquier caso, este año no se trasladaría a Moscú con su familia.
Un hombre vestido de paisano se deslizó por debajo de las cuerdas y le susurró algo a uno de los árbitros. A continuación le entregó un sobre blanco. El árbitro negó con la cabeza al tiempo que señalaba el reloj de Makharov, que ahora marcaba la una menos tres minutos. El hombre vestido de paisano susurró una frase corta que hizo que el árbitro asintiera con la cabeza, malhumorado. Pulsó un timbre.
—Tengo un mensaje personal urgente para el camarada Kronsteen —anunció por el micrófono—. Haremos una pausa de tres minutos.
La sala fue recorrida por un murmullo. A pesar de que Makharov acababa de alzar los ojos cortésmente del tablero y permanecía inmóvil en su asiento, paseando la mirada por las molduras del alto techo abovedado, los espectadores sabían que la posición de las piezas estaba grabada en su cerebro. Una pausa de tres minutos no significaba otra cosa que tres minutos adicionales para Makharov.
Kronsteen sintió la misma punzada de irritación, pero su rostro no manifestaba expresión ninguna mientras el árbitro bajaba de su silla y le entregaba el sobre blanco sin inscripción alguna.
Kronsteen lo rasgó con el pulgar y sacó de dentro una hoja de papel anónima. Decía, en los tipos mecanográficos grandes que conocía bien: «SE REQUIERE SU PRESENCIA AL INSTANTE».
Sin firma ni dirección.
Kronsteen dobló la hoja de papel y se la metió cuidadosamente en el bolsillo pectoral interior.
Más tarde debería entregarla para que fuese destruida. Alzó la mirada hacia el rostro del hombre vestido de paisano que se encontraba de pie junto al árbitro. Los ojos del mismo lo observaban con expresión impaciente, autoritaria. Al demonio con esta gente, pensó Kronsteen. No abandonaría la partida cuando faltaban sólo tres minutos. Era algo impensable. Era un insulto para el Deporte del Pueblo. Pero, cuando le hizo un gesto al árbitro para indicarle que la partida podía continuar, tembló por dentro y evitó los ojos del hombre vestido de paisano que permanecía de pie, en tensa inmovilidad, dentro de las cuerdas.
El timbre sonó.
—Continúa la partida.
Makharov inclinó la cabeza con lentitud. El minutero de su reloj sobrepasó la hora en punto y él aún estaba vivo.
Kronsteen continuaba temblando por dentro. Lo que acababa de hacer era insólito en un agente de SMERSH, o de cualquier otra agencia gubernamental. Sin duda se haría un informe sobre el caso. Grave desobediencia. Negligencia del deber.
¿Cuáles podrían ser las consecuencias? En el mejor de los casos, una bronca del general G. y una marca negra en su
zapiska
. ¿Y en el peor? Kronsteen no podía imaginarlo. No le gustaba pensar en ello. Con independencia de lo que pudiese suceder, el dulce sabor de la victoria se había vuelto amargo en su boca.
Pero ahora llegaba el final. Cuando aún quedaban cinco minutos en su reloj, Makharov alzó los derrotados ojos no más allá de los fruncidos labios de su oponente y su cabeza hizo el breve asentimiento formal de la rendición. Al sonar el doble timbrazo del árbitro, la multitud de la sala se puso de pie con un atronador aplauso.
Kronsteen se levantó y le hizo una reverencia a su oponente, otra a los árbitros y, por último, una muy profunda al público. A continuación, con el hombre vestido de paisano tras de sí, se agachó para pasar por debajo de las cuerdas y se abrió camino, con frialdad y rudeza, entre la masa de admiradores que lo aclamaban, hacia la salida principal.
En el exterior del Salón de Torneos, en medio de la amplia Pushkin Ulitza, con el motor en marcha, se encontraba el habitual ZIS Saloon anónimo de color negro. Kronsteen se sentó en la parte trasera y cerró la puerta. Cuando el hombre de paisano saltó al estribo y se deslizó en el asiento delantero, el conductor metió bruscamente una marcha y el vehículo se alejó calle abajo.
Kronsteen sabía que disculparse con los guardias de paisano sería malgastar aliento. También sería contrario a la disciplina. A fin de cuentas, él era el jefe del departamento de Planificación de SMERSH, con el grado honorario de coronel. Y su cerebro valía su peso en diamantes para la organización. Tal vez podría zafarse del lío mediante la argumentación. A través de la ventanilla miró las calles oscuras, ya mojadas por las brigadas de limpieza nocturna, y centró la mente en su propia defensa. Luego enfilaron a una calle recta, al final de la cual la luna viajaba rápidamente sobre las cúpulas como cebollas del Kremlin, y llegaron al mismo.
Cuando el guardia dejó a Kronsteen con el ayudante de campo, él le entregó a este último una hoja de papel. El hombre le echó un vistazo y alzó una mirada fría con las cejas semialzadas hacia Kronsteen. El ajedrecista le devolvió la mirada con aire de calma, sin decir nada. El ayudante de campo se encogió de hombros, cogió el teléfono interno y lo anunció.