Una insinuación así bastará. Pero no preveo ningún problema por su parte.
—Romanova. Es el apellido de una
buivshi
, de un miembro de las antiguas familias. Parece extraño estar usando a una Romanov para una tarea tan delicada.
—Sus abuelos eran parientes lejanos de la familia imperial. Pero ella no frecuenta los círculos
buivshi
. De todas formas, los abuelos de todos nosotros pertenecían a las antiguas familias. No hay nada que hacer al respecto.
—Nuestros abuelos no llevaban el apellido Romanov —respondió secamente Kronsteen—.
En cualquier caso, mientras usted esté satisfecha… —Reflexionó durante un momento—. Y con respecto a ese hombre, Bond, ¿hemos descubierto su paradero?
—Sí. La red inglesa del MGB ha informado que se encuentra en Londres. Durante el día, acude al cuartel general de su organización. Durante la noche duerme en su apartamento, situado en un distrito de Londres llamado Chelsea.
—Eso está bien. Esperemos que continúe allí durante las próximas semanas. Significará que no se encuentra implicado en ninguna operación. Estará en disponibilidad de salir tras nuestro cebo cuando a los ingleses les llegue el husmillo. Entre tanto —los oscuros ojos meditativos de Kronsteen continuaban examinando un determinado punto del techo—, he estado estudiando la conveniencia de los diferentes centros del extranjero. Me he decidido por Estambul para el primer contacto. Allí tenemos un buen
apparat
. El servicio secreto británico tiene sólo un pequeño puesto. Los informes dicen que el jefe del puesto es un buen hombre. Lo liquidaremos. El centro está convenientemente situado para nosotros, y las distancias de comunicación con Bulgaria y el mar Negro son cortas. Se halla relativamente lejos de Londres. Estoy trabajando en los detalles del sitio del asesinato y los medios para atraer a Bond hasta él, después de que haya contactado con la muchacha. Será en Francia, o muy cerca de ese país. Tenemos una excelente influencia sobre la prensa francesa. Sacarán el máximo provecho de una historia como ésta, con sus sensacionales revelaciones de sexo y espionaje. También queda por decidir cuándo entrará Granitsky en la escena. Ésos son detalles menores. Debemos escoger a los cámaras y otros agentes y trasladarlos en secreto a Estambul. No debe haber apiñamiento de nuestro
apparat
en esa ciudad, nada de congestión ni de actividad inusual. Advertiremos a todos los departamentos que las comunicaciones por radio con Turquía deben mantenerse dentro de la más absoluta normalidad antes y durante la operación. No queremos que los interceptadores británicos se huelan algo. La sección de Criptografía ha concordado en que no hay ninguna objeción de seguridad a entregar la parte exterior de una máquina Spektor. Eso resultará atractivo. La máquina irá a parar a la sección de Aparatos Especiales. Ellos se encargarán de prepararla.
Kronsteen dejó de hablar. Su mirada bajó del techo con lentitud. Se puso de pie con aire pensativo. Dirigió la vista hacia los vigilantes, atentos ojos de la mujer.
—Ahora mismo no se me ocurre nada más, camarada —dijo—. Sobre la marcha irán surgiendo muchos detalles que habrá que solucionar en el momento. Pero creo que la operación puede comenzar sin riesgo.
—Estoy de acuerdo, camarada. El asunto puede avanzar a partir de ahora. Daré las directrices necesarias. —La dura voz autoritaria se suavizó—. Le agradezco mucho su cooperación.
Kronsteen bajó la cabeza un par de centímetros como acuse de recibo. Dio media vuelta y salió de la estancia sin hacer ruido.
En el silencio, el Telekrypton emitió un pitido de advertencia y comenzó su repiqueteo mecánico.
Rosa Klebb se removió en su silla y descolgó uno de los teléfonos. Marcó un número.
—Sala de Operaciones —respondió la voz de un hombre.
Los pálidos ojos de Rosa Klebb, que miraban al otro lado de la habitación, se fijaron en la forma rosada del mapa de la pared que representaba a Inglaterra. Sus labios se separaron.
—Coronel Klebb al habla. La
konspiratsia
contra el espía inglés Bond. La operación comenzará en el acto.
El fofo abrazo de la
dolce vita
rodeaba el cuello de Bond y lo estrangulaba lentamente. Era un hombre de acción y cuando, durante un largo período, no había guerra, su espíritu entraba en decadencia.
Hacía casi un año que reinaba la paz en su especialidad profesional. Y la paz estaba matándolo.
A las 7.30 de la mañana del jueves 21 de agosto, Bond despertó en su cómodo apartamento frente a la plaza cubierta de plátanos inmediata a la calle King's Road, y se sintió molesto al descubrir que, pensando en la jornada que tenía por delante, su aburrimiento era absoluto. Del mismo modo que la haraganería es el primero de los pecados cardinales en, al menos, una religión, el aburrimiento, sobre todo la increíble circunstancia de despertarse aburrido, era el único vicio que Bond condenaba de modo inapelable.
Bond tendió una mano e hizo sonar dos veces el timbre para anunciarle a May, su muy apreciada ama de llaves, que estaba listo para desayunar. Luego, de forma abrupta, apartó la sábana de encima de su cuerpo desnudo y bajó los pies al suelo.
Sólo había una manera de contrarrestar el aburrimiento: maltratarlo hasta expulsarlo. Bond se tendió boca abajo sobre las manos e hizo veinte flexiones lentas, demorándose en cada una de modo que sus músculos no tuvieran tiempo de descansar. Cuando los brazos ya no pudieron soportar el dolor, rodó sobre sí y, con las manos a los lados, hizo abdominales hasta que los músculos del vientre gritaron de sufrimiento. Se puso de pie y, tras tocarse los pies veinte veces, pasó a los ejercicios combinados de brazos y pecho con profundas inspiraciones hasta que se mareó. Jadeando a causa del esfuerzo, entró en el gran cuarto de baño cubierto de azulejos blancos y permaneció en la cabina de ducha de cristal, dejando correr sobre su cuerpo el agua muy caliente primero, y luego muy fría, durante cinco minutos.
Al fin, tras afeitarse y ponerse una camisa sin mangas color azul oscuro de algodón Sea Island, y unos pantalones tropicales azul marino de estambre, calzó sus pies desnudos con unas sandalias negras de cuero y atravesó el dormitorio para salir al alargado salón de grandes ventanales, satisfecho por haber expulsado el aburrimiento de su cuerpo con el sudor, al menos por el momento.
May, la escocesa madura de cabello gris acero y reservado rostro bello, entró con una bandeja que depositó sobre la mesa del mirador junto con
The Times
, el único periódico que leía Bond.
—Buenos días.
Para Bond, una de las cualidades más simpáticas de May era que no llamaba «señor» a ningún hombre, excepto (Bond le había hecho bromas al respecto años antes) a los reyes ingleses y a Winston Churchill. Como señal de excepcional consideración, a veces le concedía a Bond la insinuación de la «s» de señor al final de una palabra. Permaneció de pie junto a la mesa hasta que Bond abrió el periódico y lo plegó por la página central, en la sección de noticias.
—Ese hombre volvió anoche por lo de la televisión.
—¿De qué hombre habla? —Bond repasó los titulares.
—El hombre que viene siempre. Seis veces ha estado aquí, incordiándome, desde junio.
Después de lo que le dije la primera vez acerca de las cosas pecaminosas, era de esperar que renunciara a vendernos uno de esos aparatos. ¡Y también puede comprarse uno a plazos, si se quiere!
—Los vendedores son gente persistente. —Bond dejó el periódico y cogió la cafetera.
—Anoche le dije cuatro verdades bien dichas. ¡Mire que molestar a la gente cuando está cenando! Le pregunté si tenía algún documento, algo que demostrara quién es.
—Espero que eso haya acabado con él. —Bond llenó la gran taza hasta el borde con café negro.
—Ni en lo más mínimo. Sacó su carné sindical. Dijo que tenía todo el derecho del mundo a ganarse la vida. Era del sindicato de electricistas. Ésos son los comunistas, ¿no es cierto?
—Sí, lo son —respondió Bond con aire vago. Su mente despertó. ¿Era posible que
ellos
estuviesen vigilándolo? Bebió un sorbo de café y dejó la taza—. ¿Qué dijo exactamente ese hombre, May? —preguntó, manteniendo un tono de voz indiferente, pero mirando a la mujer.
—Dijo que estaba vendiendo aparatos de televisión a comisión en su tiempo libre. Y si estamos seguros de no querer uno. Dice que somos de los pocos de la plaza que no tenemos uno.
»Ha visto que no hay una de esas antenas sobre la casa, diría yo. Siempre pregunta si no está en casa para poder hablar con usted. ¡Vaya una cara que tiene! Me sorprende que no haya pensado en abordarlo cuando entra o sale. Siempre pregunta si espero que llegue pronto. Naturalmente, yo no le digo nada acerca de sus movimientos. Es una persona educada, no grita; si no fuera tan persistente…
«Podría ser», pensó Bond. Había muchas maneras de comprobar si el propietario estaba o no en casa. La apariencia y reacciones de un criado, una mirada por la puerta abierta. «Mire, está perdiendo el tiempo porque está fuera», sería la recepción obvia si el apartamento estuviese vacío. ¿Debería contárselo a la sección de Seguridad? Bond se encogió de hombros con irritación.
¡Qué demonios! Probablemente no tenía ninguna importancia. ¿Por qué iba esa gente a estar interesada en él? Y, si se descubría algo sospechoso, los de Seguridad eran muy capaces de hacerlo cambiar de apartamento.
—Espero que esta vez lo haya ahuyentado. —Bond alzó el rostro y le dedicó una sonrisa a May—. Yo diría que no volverá a tener noticias suyas.
—Sí —respondió May, dubitativa. Al menos, ella había cumplido las órdenes que tenía de notificarle si veía a alguien «dando vueltas por las inmediaciones». Se marchó apresuradamente con un murmullo del anticuado uniforme negro que insistía en ponerse aún en el calor de agosto.
Bond volvió a ocuparse de su desayuno. En situación normal, sería un incidente sin importancia como éste lo que dispararía un persistente tic-tac de intuición en su cerebro y, en otra época, no se habría contentado hasta resolver el problema de un hombre del sindicato comunista que no dejaba de llamar a la puerta de su casa. Ahora, a causa de los meses de ocio y falta de uso, la espada descansaba oxidada en su vaina y la guardia mental de Bond estaba baja.
El desayuno era la comida preferida por Bond. Cuando estaba estacionado en Londres, era siempre el mismo. Consistía en abundante café muy fuerte, comprado en De Bry, en New Oxford Street, hecho en una
Chemex
estadounidense de la que bebía dos grandes tazas, solo y sin azúcar.
El único huevo servido en la huevera color azul oscuro, con un anillo de oro en torno al borde, estaba hervido durante tres minutos y un tercio.
Era un huevo muy fresco, de cáscara marrón con manchitas, de las gallinas
Marans
francesas que un amigo de May tenía en el campo. (A Bond no le gustaban los huevos blancos y, caprichoso como era en tantas cosas pequeñas, le divertía sostener que existía el huevo pasado por agua perfecto). Luego había dos gruesas rebanadas de pan integral tostado, un gran pan de mantequilla amarilla de Jersey, y tres potes bajos que contenían mermelada de fresitas Tiptree «Little Scarlet»; mermelada de naranja Cooper's Vintage, de Oxford, y miel noruega de brezo comprada en Fortnum's. La cafetera y el servicio de plata que había en la bandeja eran estilo Reina Ana, y la porcelana era Minton, con la misma decoración en azul oscuro, blanco y oro que la huevera.
Aquella mañana, mientras Bond concluía el desayuno con la miel, identificó la causa inmediata de su letargía y su baja moral. Para empezar, Tiffany Case, su amor durante tantos meses felices, lo había dejado y, después de las últimas dolorosas semanas en las cuales ella se había trasladado a un hotel, acabó por embarcarse hacia Estados Unidos a finales de julio. La echaba muchísimo de menos, y su mente aún intentaba eludir pensar en ella. Y era agosto, y Londres estaba caluroso y olía a rancio. Tenía derecho a unas vacaciones, pero no contaba con la energía ni con el deseo de marcharse solo, ni de intentar encontrar una sustituta eventual de Tiffany que lo acompañara. Así pues, se había quedado en el cuartel general de los servicios secretos, medio vacío, aburriéndose en la vieja rutina, contestándole mal a su secretaria e irritando a sus colegas.
Incluso M se había impacientado finalmente con el malhumorado tigre enjaulado en la planta de abajo y, el lunes de esa misma semana, le había enviado a Bond una cortante nota que lo designaba para una comisión investigadora a las órdenes del oficial pagador, capitán Troop. La nota decía que ya era hora de que Bond, como oficial veterano del servicio, interviniera en los principales problemas administrativos. De todas formas, no había nadie más disponible. El cuartel general estaba escaso de personal, y la sección 00 se encontraba inactiva. Se solicitaba que Bond se presentara, por favor, a las 2.30 de esa tarde, en la sala 412.
Era Troop, reflexionó Bond mientras encendía el primer cigarrillo de la jornada, la causa más importuna e inmediata de su descontento.
En todos los lugares grandes, siempre hay un hombre que es el tirano y el espantajo de la oficina, y que es cordialmente aborrecido por todo el personal. Este individuo desempeña un papel inconscientemente importante al actuar como una especie de pararrayos de los habituales odios y miedos de la oficina. De hecho, merma la influencia de estos sentimientos al proporcionarles un objetivo de descarga común. Ese hombre suele ser el director general o el jefe de la administración. Es ese hombre indispensable que se convierte en perro guardián de detalles pequeños: gastos menores, calefacción y luz, toallas y jabón para los lavabos, suministros sanitarios, cafetería, turnos de vacaciones, puntualidad del personal. Es el único hombre que tiene auténtico impacto sobre las comodidades y conveniencias de la oficina, y cuya autoridad se extiende hasta la intimidad y hábitos personales de los hombres y mujeres de la organización.
Para querer semejante puesto de trabajo, y para tener las cualificaciones necesarias para el mismo, el hombre debe poseer exactamente esas cualidades que irritan y ponen los nervios de punta. Debe ser una una persona con fuerte sentido de la disciplina, indiferente a las opiniones de los demás. Debe ser un pequeño dictador. En todas las empresas bien llevadas siempre hay un hombre semejante. Dentro del servicio secreto, es el oficial pagador, capitán Troop, oficial retirado de la Marina Real, jefe de Administración, cuyo cometido consiste, según sus propias palabras, en «mantener el lugar tan ordenado como un barco y en buen funcionamiento».