El primer ministro levantó el índice y miró a su alrededor con una expresión que parecía de tristeza. Elvy tensó todo el cuerpo y se inclinó más cerca de la tele. Ahí estaba. Por fin. El primer ministro dijo:
—Todos hemos de recorrer ese camino. Nada diferencia a esas personas de nosotros.
El político dio las gracias y le abrieron paso hasta el coche que lo estaba esperando. Elvy se quedó con la boca abierta.
«Él tampoco...».
Ella había reparado en que el primer ministro se sabía su Biblia al dedillo; solía utilizar expresiones y giros sacados de ella. Por eso el golpe fue aún mayor, cuando él, en aquellos momentos decisivos, no hizo referencia ni siquiera con una palabra a las Escrituras. Ahora, cuando realmente era la ocasión.
«Todos hemos de recorrer ese camino...».
Elvy apagó la tele y maldijo en voz alta:
—¡Qué maldito... payaso!
Se dio una vuelta por la casa, tan indignada que no sabía ni qué hacer. En la habitación de los invitados, cogió las hojas con los salmos fotocopiados, manchados por las secreciones de Tore, las estrujó y las arrojó a la papelera. Después llamó a Hagar.
De sus amigas de la iglesia, Hagar era la más despierta. Durante doce años ellas y Agnes se habían encargado de preparar el café para las reuniones de los sábados, turnándose con los bollos. Después de que Agnes sufriera de ciática en las piernas, ya no podía estar tan activa, así que desde hacía tres años eran sobre todo Elvy y Hagar las que se encargaban de todo.
Hagar contestó a la segunda señal.
—¡Seiscientosdocediecinueveveintiseis!
Elvy tuvo que retirarse un poco el auricular del oído, porque Hagar, que padecía una ligera disminución auditiva, casi gritaba al teléfono.
—Sí, soy yo.
—¡Elvy! Has tenido alguna avería en el...
—Sí. Lo sé. ¿Has...?
—¡Tore! ¿Ha...?
—Sí.
—¿Ha vuelto a la...?
—Sí, sí.
Se quedaron un momento en silencio.
—¿Ah, sí? ¿A tu casa? —preguntó Hagar con tono algo más bajo.
—Sí, pero ya han venido a buscarlo. No es eso. ¿Has visto las noticias?
—Sí, claro. Toda la mañana. ¿Fue desagradable?
—¿Lo de Tore? Sí, un poco al principio, tal vez, pero... fue todo bien. No es eso. ¿Has visto... has visto al primer ministro?
—Sí —contestó Hagar, y habló como si acabara de morder algo amargo—. ¿Qué es lo que pasa, en realidad?
Elvy meneó la cabeza lentamente, sin darse cuenta de que Hagar no podía ver el gesto. Fijó la vista en un pequeño cuadro colgado en la pared de la entrada.
—Hagar, ¿piensas de esto lo mismo que yo? —preguntó arrastrando las palabras.
—¿De qué?
—De lo que está pasando.
—¿La resurrección?
Elvy sonrió. Ya sabía que podía confiar en Hagar. Asintió frente al cuadro, Jesús Salvador Rey del Mundo, y dijo:
—Sí. Eso, precisamente. Ni siquiera lo mencionan.
—No. —Hagar volvió a subir el tono de voz—. ¡Esto es una desgracia! ¡Hasta ahí hemos llegado!
Siguieron hablando un poco más con la mayor complicidad y colgaron con la vaga promesa de hacer algo, sin saber muy bien qué.
Elvy se sintió algo más tranquila. No era ella sola la que pensaba de aquella manera. Seguramente eran más. Fue hasta la ventana del balcón y miró hacia fuera, como si buscara a más gente que se diera cuenta de lo que estaba pasando. Además, observó otra cosa, algo que no había visto en varias semanas: nubes.
No eran simples nubes de verano, dispuestas sólo para acentuar el azul del cielo. No, eran auténticos nubarrones de tormenta, formando bancos de nubes negras que se deslizaban tan despacio que parecían inmóviles. Una poderosa masa muscular se disponía a descargar su ira sobre Estocolmo.
Elvy salió a la terraza. Estuvo un buen rato observando y sí, claro; avanzaba despacio, pero ciertamente la montaña flotante de nubes oscuras estaba acercándose. Sintió un cosquilleo en el estómago. ¿Sería eso? ¿Sería así?
Anduvo un rato dando vueltas por la casa, bostezando y tratando de prepararse. No sabía cómo había que prepararse.
El que esté en la azotea de su casa, que no baje a buscar sus cosas; y el que esté en el campo, que no vuelva a buscar su manto.
No había nada que hacer. Elvy se sentó en el sillon y buscó Mateo, 24, ya que había olvidado cómo seguía. Se asustó con lo que leyó:
Porque habrá entonces un gran padecimiento, como no lo hubo desde el comienzo del mundo hasta ahora ni lo habrá jamás.
Elvy pensó en los campos de concentración, y en Flora.
Y si no fuera abreviado ese tiempo, nadie se salvaría; pero será abreviado, a causa de los elegidos.
Nada hablaba en realidad de dolor y sufrimiento en el sentido normal de la expresión. Sólo de que habría un gran padecimiento «como no lo hubo ni lo habrá jamás». Un sufrimiento que nunca antes hemos conocido, pero claro, tal vez era consecuencia de la traducción sueca. El original quizá hablaba expresamente de sufrimiento puramente físico e insoportable. Sintió que le pesaban los párpados.
«Quizá ya en la primera traducción... la Septuaginta... 40 monjes en 40 cuartos... 100 monos junto a 100 máquinas de escribir durante 100 años».
Sus pensamientos se mezclaron en una maraña inextricable de imágenes, y Elvy, allí sentada, asentía con la barbilla contra el pecho.
Se despertó porque se encendió la tele.
Se le coloreó de naranja el interior de los párpados, y la luz de la pantalla era tan intensa cuando abrió los ojos que tuvo que volver a cerrarlos. El aparato lucía como un pequeño sol y Elvy entreabrió los ojos con cautela, entornándolos.
Cuando sus pupilas empezaron a acostumbrarse a aquella luz tan intensa, Elvy vio una figura en el centro de la pantalla, alrededor de la cual la luz resplandecía como un halo de santidad. O, tal vez, la luz salía de la figura. La mujer. Elvy la reconoció inmediatamente y su pecho se llenó de angustia.
La mujer cubría el cabello negro con un velo azul oscuro y en sus ojos se reflejaba el dolor de quien acaba de ver morir a su hijo; de quien ha estado a los pies de la cruz y ha visto cómo le sacaban a su hijo los clavos de las manos con unas tenazas; de quien ha contemplado rígidos y retorcidos aquellos dedos que un día fueron pequeños y buscaron ansiosos su pecho; de quien ha oído el chirrido del metal contra la madera y contemplado aquellas manos ahora destrozadas. Y todo estaba perdido.
—Virgen María... —susurró sin atreverse a mirar, pero de pronto comprendió lo que significaba «un padecimiento como no lo hubo ni lo habrá jamás». No era más que el que podía leerse en los ojos de María. El sufrimiento de una madre frente a su hijo muerto, un hijo que además era la suma de toda la bondad. No era sólo el dolor de ver torturar y matar al hijo que has amamantado y cuidado, sino también el sufrimiento de que exista un mundo en el que semejantes cosas puedan suceder.
Elvy vio con el rabillo del ojo que María extendía las manos en un gesto de saludo. Estaba a punto de levantarse del sillón y caer de rodillas en el suelo, pero María le dijo:
«Quédate sentada, Elvy».
Su voz clara era casi un susurro. Nada que ver con una voz atronadora procedente del cielo, sino más bien como la voz suplicante de una niña pobre pidiendo una moneda, o algo de comer.
«No te levantes, Elvy».
La Virgen conocía su nombre, y en sus palabras se adivinaba que sabía muy bien todo lo que Elvy había soportado y trabajado a lo largo de su vida, y que ahora se merecía descansar un poco. La mujer se atrevió a echar una mirada rápida a la pantalla y vio que a María le brillaban estrellas diminutas en las puntas de los dedos. O, tal vez, gotas de agua, lágrimas enjugadas de sus ojos.
—Elvy —dijo María—. Tienes una misión.
—Sí —susurró ella sin que se oyera ningún sonido.
—Deben venir a mí. Su única salvación es que vengan a mí. Tú tienes que hacérselo comprender.
Aquello ya le había rondado a Elvy, y, pese a la solemnidad del momento, ella se imaginó a sus vecinos y al resto de la gente con ojos incomprensivos y aturdidos, y sus respuestas desdeñosas.
—¿Cómo? ¿Cómo voy a conseguir que me escuchen? —quiso saber.
Durante un segundo, Elvy miró a María directamente a los ojos y se sintió llena de miedo. Porque vio las tribulaciones que habría de soportar la humanidad si no se arrepentía y volvía a su seno. La Virgen extendió una mano y dijo:
—Ésta será tu señal.
Algo le rozó la frente a Elvy. El televisor se apagó. Elvy se cayó del sillón y la cabeza le explotó.
* * *
El borde de cristal de la mesa le estaba presionando la frente cuando ella abrió los ojos. Le dolía la cabeza. Aturdida, se enderezó en el sillón, mirando la mesa. En el borde había una mancha viscosa de color rojo oscuro. Habían caído algunas gotas de sangre sobre la alfombra.
El televisor estaba sin imagen y en silencio.
Se levantó con las piernas temblorosas, se dirigió a la entrada y se miró en el espejo.
Una brecha completamente recta, de tres centímetros pero superficial, se dibujaba un poco por encima de las cejas como si fuera el signo menos. Aún le salía un poco de sangre de la herida y se quitó una gota del ojo.
En la cocina se limpió la sangre con papel absorbente. No se atrevió a tirarlo, así que lo puso en un bote de cristal y cerró la tapa.
Después llamó a Hagar.
Mientras sonaban los pitidos, ella cerró los ojos y vio a la Virgen delante de ella. No podía asegurarlo, pero cuando María extendió la mano para tocarle la frente, durante una fracción de segundo, Elvy alcanzó a ver lo que le brillaba en las puntas de los dedos. Eran anzuelos. Le salían de la piel unos anzuelos pequeños y finos, no mayores que los de pesca.
Aunque no acertaba a expresarlo, Elvy estaba convencida de que María de alguna manera era una representación, algo destinado a sus ojos humanos. Ella tenía un papel relevante porque era la Madre de Jesús. Pero ¿los anzuelos? ¿Qué significaban los anzuelos en ese caso?
Cuando Hagar respondió, Elvy dejó esas cuestiones a un lado para describir el momento más importante de su vida.
Koholma,13:30
Anna sacó el resto del equipaje del maletero mientras su padre desaparecía en el interior de la casa. Cruzó el patio, pasó cerca del pino donde estaba el columpio de Elias, enredado alrededor del tronco, junto a la mesa del jardín, reseca después de haber pasado el invierno a la intemperie. Allí se detuvo y dejó las maletas en el suelo. Permaneció pensativa, tratando de comprender.
¿Cómo había ocurrido? ¿Cómo había quedado reducida a una especie de sirviente que se ocupaba de las tareas básicas mientras que su progenitor se hacía cargo del que había sido su hijo?
El calor apretaba de una manera que presagiaba tormenta. Anna miró hacia el cielo. Sí. Lo cubría una tenue gasa, una película blanca y un banco de nubes oscuras se deslizaban desde el interior hacia la costa. Era como si toda la naturaleza se estremeciera ante la expectativa. Las raíces de las plantas estaban conversando en voz baja acerca de la misericordia que pronto iba a caer del cielo.
Anna se sentía mareada, casi indispuesta. Durante más de un mes había vivido en una burbuja, limitando sus movimientos y sus palabras al mínimo para que la vida no se cebara con ella, no empezara a arañarla y destrozarla. Durante más de un mes había vivido como una muerta.
Y, de pronto, sobrevino el regreso de Elias, el registro policial, el ajetreo de la huida y una conversación donde fue incapaz de decidir nada, y su padre decidió por ella. Se había quedado al margen. No participaba.
Anna dejó las maletas donde estaban y se dirigió hacia el bosque.
Las hojas secas del año anterior crujían bajo sus pies, las raíces superficiales de los pinos se arqueaban bajo el manto vegetal y se le clavaban en las suelas de los zapatos. El ruido del puerto de Kapellskär resonaba en el bosque como un temblor. Anna vagó sin rumbo hacia los terrenos pantanosos más próximos al mar.
Cuando llegó a los campos abiertos cubiertos por los musgos, olió la acidez de las acículas de los pinos fermentadas al sol en los légamos profundos. Hasta el musgo, que normalmente era de color verde oscuro sobre el agua de aquellos terrenos pantanosos, se había secado y había adquirido un tono verde claro, con manchas beis. Cuando anduvo sobre él, crujía antes de que el pie se hundiera en su manto, como si caminara sobre una capa dura de nieve.
Anna avanzó con dificultad hacia el centro. Los árboles de hoja caduca próximos a la zona pantanosa arqueaban las copas formando una cúpula por la que se filtraban los rayos del sol aquí y allá. Se tumbó cuando llegó al centro. El musgo la acogió, cerrándose a su alrededor. Se quedó mirando las indolentes formas cambiantes de las hojas en las copas de los árboles, y se durmió.
¿Cuánto tiempo permaneció allí tendida? ¿Media hora, una?
Seguramente se habría quedado más tiempo si su padre no la hubiera llamado para que volviera a casa.
—¡Anna...! ¡Aaannaa!
Ella se liberó de los brazos del musgo, pero no contestó. Estaba demasiado ocupada con la sensación que tenía en el cuerpo, especialmente en la piel. Miró el sitio donde había estado tumbada. El contorno de su cuerpo se dibujaba nítidamente en el musgo, que, con un gemido casi audible, empezaba a recuperar la forma de antes.
Ella había cambiado de piel. Eso era lo que sentía. Lo que andaba buscando era su vieja piel, que debía de estar arrugada y consumida en el hueco del musgo.
Allí no estaba, pero la sensación era tan real que tuvo que subirse la manga de la camiseta para comprobar si aún tenía el tatuaje.
Pues sí. «Rotten to the Bone» seguía aún escrito con diminutas letras de imprenta en el hombro derecho. Una suerte de orgullo le había obligado a seguir con él en vez de habérselo quitado con láser, pese a que hacía ya doce años que había roto por completo con ese mundo al que pertenecía el tatuaje.
—¡AANNAA!
Se encaminó hacia la orilla de la zona pantanosa y gritó:
—¡Estoy aquí!
Mahler se detuvo donde empezaban los musgos, evitándolos como si fueran arenas movedizas. Se llevó las manos a las caderas.
—¿Dónde has estado?
—Allí —contestó ella, y señaló en dirección al centro.
Gustav arrugó la frente mientras observaba el musgo aplastado.
—Ya lo he metido todo —dijo él.