—Tenemos que salir de inmediato.
—¿Al hospital?
Mahler cerró los ojos con fuerza y se esforzó por mantener un tono de voz tranquilo.
—No. Anna. Al hospital no. A la casa de verano.
—Pero me han dicho...
—Me importa una mierda lo que hayan dicho. Nos vamos ahora mismo.
Cuando Mahler metió el ordenador en la bolsa y se volvió para entrar en el dormitorio, Anna estaba delante de la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho.
—No eres tú quien decide esto —le espetó con voz fría y resuelta.
—Anna, ¿puedes quitarte de en medio? Hemos de irnos. Pueden venir aquí en cualquier momento. Coge tu maleta.
—No. No eres tú el que decide. Yo soy su madre.
Él frunció el ceño y mirando a Anna directamente a los ojos le dijo:
—Me parece estupendo que de repente sientas tal necesidad de comportarte como una madre, cosa que no has demostrado estos últimos años, pero pienso llevarme a Elias y luego tú puedes hacer lo que te dé la gana.
—Entonces llamo a la policía —replicó Anna, y el hielo de su voz comenzó a resquebrajarse, a ceder—. ¿No lo comprendes?
Mahler sabía manejar a las personas. Si él hubiera querido, con la voz suave y unas acusaciones más sutiles, habría conseguido convencer a su hija en dos minutos. Por consideración o por falta de tiempo no lo hizo, y en vez de eso dio rienda suelta a su enfado, lo cual a él le pareció que era jugar más limpio. Mahler dejó la bolsa encima de la mesa y señaló hacia el dormitorio.
—¡Acabas de decir que no es Elias! Entonces, ¿cómo demonios vas a ser su madre?
Fue como abrir un paquete de café. Anna se vino abajo y empezó a llorar. Gustav se reprendió a sí mismo. Aquello no era en absoluto juego limpio.
—Anna, perdona. No quería decir...
—Lo has dicho. —Anna le sorprendió irguiéndose y secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Ya sé que importo un bledo.
—Ahora no estás siendo justa. —Mahler vio que se le iba de las manos y dio marcha atrás—. ¿Acaso no me he ocupado de ti durante todo este tiempo? Todos los días...
—Sí, como si fuera un paquete. Y ahora el paquete se ha atravesado en el camino, y tú tienes que apartarlo. En realidad tú nunca has hecho nada por mí. Es tu propia conciencia la que te preocupa todo el tiempo. Dame un cigarrillo.
Mahler se detuvo a mitad de camino hacia el bolsillo de la camisa.
—Anna, no tenemos tiempo...
—Lo tenemos. Dame un cigarro, te digo.
Ella cogió un cigarrillo y el mechero, lo encendió y se sentó en el sillón, en el borde. Mahler no se movió.
—¿Qué pensarías si te dijera que me habría gustado estar sola todo este tiempo, y que en realidad se me han hecho muy pesadas tus idas y venidas diarias? —le dijo Anna—. Comía perritos calientes en el quiosco de abajo, en el cruce, no necesitaba tu comida, pero te he dejado que lo hicieras para que te sintieras mejor.
—Eso no es verdad —replicó él—. Tú habrías seguido tumbada allí sola, día tras día...
—No he estado sola. Alguna tarde, cuando me sentía mejor, he llamado a alguno de mis conocidos y...
—¿Ah, sí? ¿No me digas? —La voz de Mahler sonó más mordaz de lo que él había pretendido.
—Ahórrame tus opiniones. Cada uno tiene las suyas. Yo al menos he llorado a Elias. No sé lo que habrás llorado tú. Algún plan para mantener tu propio equilibrio moral, que ha fracasado. Pero ya no pienso tener más consideración contigo. —Anna apagó el pitillo a medias y entró en el dormitorio.
Mahler se quedó inmóvil, con los brazos a los lados. No se sentía abrumado. Las palabras de Anna no le hicieron mella. Probablemente eran ciertas, pero no le habían afectado. Sin embargo, los nuevos datos, sí: nunca se había imaginado eso de ella.
* * *
Elias yacía en la cama con los brazos extendidos, parecía un extraterrestre indefenso. Anna estaba sentada en el borde de la cama con el dedo dentro del puño cerrado del redivivo.
—Mira —le instó ella.
—Ya —dijo Mahler, y se mordió los labios para no añadir: «Lo sé». En vez de eso, se sentó al otro lado de la cama y dejó que Elias le apretara el dedo con la otra mano. Permanecieron un rato sentados, cada uno con su dedo en las manos de Elias. A Mahler le parecía oír las sirenas a lo lejos.
—¿Qué vamos a darle? —quiso saber Anna.
Gustav le contó lo de la sal. En la pregunta de Anna había una incipiente aceptación de su plan, pero él no pensaba forzar más las cosas. Ella podía elegir ahora, siempre y cuando no eligiera mal.
—¿Y glucosa? —preguntó ella—. Suero.
—Tal vez —concedió Mahler—. Podemos probar.
Anna asintió, besó a Elias en el dorso de la mano y sacó el dedo con cuidado, se levantó y dijo:
—Venga, pues entonces nos vamos.
* * *
Mahler acercó el vehículo hasta el portal y Anna llevó a Elias envuelto en la sábana, lo tumbó en los asientos traseros y luego entró ella. El coche era una sauna tras todo el día en el aparcamiento, y Mahler bajó las dos ventanillas delanteras y abrió el techo solar.
Arriba, en la plaza, aparcó a la sombra y se dirigió a toda prisa a la farmacia. Echó en la cesta diez paquetes de glucosa, cuatro tubos de crema para la piel y unas cuantas jeringas de alimentación. Se detuvo frente a las cosas para bebés, de donde eligió también un par de biberones. Comprobó que fueran de los que tienen un solo agujero en la tetina.
No quería dejar mucho tiempo a Anna y a Elias solos en el coche, pero la gran cantidad de productos disponibles en la farmacia le dejaron confuso. Pasó la mirada por las estanterías con apósitos, productos contra los mosquitos, cremas contra los hongos de los pies, vitaminas y pomada para quemaduras. Tenía que haber algo que fuera bueno, pero ¿qué?
Cogió al azar unos cuantos botes y frascos con vitaminas y productos de parafarmacia.
La señora de la caja le echó una mirada a él y otra a los productos que iba a comprar. Mahler vio cómo se movían las ruedas dentadas de su mente bajo una máscara de profesionalidad, en un intento de establecer una relación entre el azúcar, los biberones, una cantidad tan ingente de crema hidratante y su persona.
Él pagó en metálico y recibió los productos en una bolsa repleta, junto con el deseo de que pasara un buen día.
Fueron en silencio todo el camino hasta Norrtälje. Anna iba sentada atrás con Elias en las rodillas, mirando fijamente a través de la ventanilla con su dedo en la mano de él. Cuando Gustav tomó la salida hacia Kapellskär, ella le preguntó:
—¿Por qué crees que no van a buscar allí?
—No lo sé —admitió él—. Sólo espero que no se lo tomen tan... en serio, sencillamente. Y además, es más agradable estar allí.
Mahler puso la radio. No se oía música en las emisoras de ámbito nacional; sólo las comerciales seguían zumbando como si no hubiera pasado nada. Tuvo puesta la emisora P1, pero añadió poco a lo que ya sabían. Todavía faltaban ocho redivivos.
—Me pregunto qué estarán haciendo ahora los otros siete —dijo Mahler, apagando la radio.
—Algo parecido —repuso Anna—. ¿Por qué crees realmente que nosotros estamos haciendo lo correcto y que todos los demás se equivocan?
Mahler dejó de mirar al frente un par de segundos para poder volver la cabeza y observar a Anna; se lo estaba preguntando en serio.
—No sé si estamos actuando correctamente —dijo Mahler—, pero sé que ellos tampoco lo saben. En mi trabajo... te sorprenderías si supieras con cuánta frecuencia las autoridades actúan sin saber por qué, sin conocer las consecuencias... sólo para que parezca que hacen algo. —Ahora que ya estaban en camino él también se atrevió a preguntar—. ¿Crees que no estamos actuando correctamente?
Ella permaneció en silencio un momento. Gustav vio por el espejo retrovisor que estaba mirando a Elias y que una mueca atravesaba su rostro.
—¿No puedes abrir un poco más la ventanilla?
Mahler la bajó cuanto pudo. Anna se echó hacia atrás todo lo posible, se apoyó en el reposacabezas y hablando hacia el techo dijo:
—¿Por qué no deja de
oler
?
Su padre volvió a mirar hacia atrás. La cara de Elias, de color verde oscuro y con manchas negras, sobresalía de la sábana, lo que le hacía parecer aún más como una momia amortajada.
—No quiero abandonarle —dijo Anna—. Eso es todo.
* * *
La vegetación alrededor de la casita estaba demasiado alta y agostada. La impresionante madreselva que trepaba alrededor del porche había crecido mucho antes del verano, pero ahora sólo era una barda, como si el porche hubiera sido envuelto en ramas secas.
Mahler detuvo el coche a diez metros de la puerta y apagó el motor.
—Bueno —anunció, mirando la hierba seca—. Pues al fin hemos llegado.
La casa estaba al final del camino a cuyos flancos se alineaban las casas de veraneo de Koholma. Era preciso caminar doscientos metros a través del bosque para llegar al agua, pero nada más bajar del vehículo Mahler ya notó cómo mejoraba la calidad del aire por la proximidad del mar. Respiró profundamente y una promesa de libertad le llenó los pulmones.
Ahora entendía cuál había sido su razonamiento.
Aquella casa le había parecido más segura que el apartamento. Evidentemente era
el mar
el que había hecho que tuviera esa sensación. El amplio océano azul de ahí afuera. Si
ellos
venían, siempre quedaba la posibilidad de... escapar hacia las islas.
La razón de que Mahler hubiera podido comprar aquella casa quince años antes se hizo ahora presente: un ruido sordo cruzó el bosque e hizo vibrar ligeramente la chapa del coche. Él suspiró.
El puerto de Kapellskär se hallaba quinientos metros al sur. Con el auge, quince o veinte años antes, de los viajes turísticos con destino a Finlandia y Åland, que se convirtieron en algo al alcance de todos, el tráfico de barcos, cada vez más grandes, fue en aumento y el valor de los inmuebles de la zona próxima a las terminales del puerto cayó a la mitad. No estaba tan mal como vivir en las inmediaciones de un aeropuerto, pero casi. Los barcos salían a todas las horas del día y de la noche y se necesitaban un par de semanas para acostumbrarse al ruido que hacían.
Empezaron a bajar el equipaje.
Mahler sacó a Elias del coche y lo llevó hasta la casita, buscó la llave en el canalón y abrió la puerta. La casa olía a cerrado. Gustav llevó a Elias a su habitación, donde los tesoros de veranos pasados, en forma de plumas, piedras y trozos de madera, yacían sobre la repisa de la ventana y en las estanterías.
Dejó al niño en la cama y abrió la ventana. El aire mezclado con sal se arremolinó dentro de la estancia, invitando a bailar al polvo.
Sí. Habían hecho bien en venir aquí. Aquí había espacio y tiempo. Todo lo que ellos necesitaban.
Täby Kyrkby, 12:30
Tras la llamada de Flora de madrugada, Elvy no pudo volverse a dormir y cogió otro rato la obra de Grimberg. Por si fuera poco, se llegaba precisamente a la muerte de Gustavo Adolfo II. El relato de la extravagante relación de la reina viuda María Leonor con el cadáver de su difunto esposo la mantuvo pegada al libro.
María Leonor se había negado a desprenderse de él. Una y otra vez debía ver el cuerpo sin vida y hacerle compañía durante todo el viaje desde Alemania. Cuando finalmente la fueron apartando de él, consiguió apoderarse del corazón (a Elvy le irritaba que Grimberg no contara en ningún sitio cómo consiguió ella hacerse con el corazón), y chantajeó con él para conseguir que le dejaran ver otra vez el cadáver...
Esto escribió un diplomático sueco durante el viaje de traslado del cuerpo:
Lo que contempla suscita en ella alabanzas y caricias, sin ver que ya es mucho lo que ennegrece y se descompone, que nada queda ya que reconocer.
Elvy había bajado el libro y se había quedado pensando en la diferencia entre las reacciones. Si el rey se hubiera levantado de su ataúd, la reina probablemente habría dado gritos de alegría mientras abrazaba aquel cuerpo podrido. ¿Por qué era tan distinto? ¿Era Elvy la despiadada?
Unas páginas más adelante, Elvy encontró una especie de explicación. María Leonor había encargado un féretro doble, con espacio para el difunto rey y para ella misma. La justificación era que «había gozado muy poco» del rey en vida. Ahora que estaba muerto quería aprovechar.
Elvy no tenía ese problema. Ella había podido «gozar» de Tore en vida más que suficiente. Cuando su esposo expiró, Elvy había vivido mucho tiempo con aquel hombre diez años mayor que se había desposado por misericordia con una histérica con el fin de cuidarla y guiarla en la vida, sin llegar nunca a comprenderla. No le guardaba ningún rencor —él hizo lo que pudo—, pero ella había tenido suficiente.
Confortada con este pensamiento, dejó el libro e intentó dormirse, pero el sueño no quería aparecer. A las 4:30 tuvo que levantarse y permanecer sentada en el retrete media hora, y cuando se acostó de nuevo ya entraba la luz del día en el dormitorio. Bajó las persianas, se tomó un par de valerianas y al final consiguió adormecerse. Estuvo sumida en un duermevela hasta algo más de las once, entonces se despertó del todo, animada y llena de esperanza.
Hasta que miró las noticias.
No dijeron ni media palabra de lo esencial. Era como si no existiera. De vez en cuando salía hablando algún sacerdote u obispo, y ¿de qué hablaban?
De los familiares impacientes, del teléfono de asistencia de la iglesia y de la angustia de muchas personas en una situación como ésta. Bla, bla, bla.
Elvy no sentía ninguna angustia. Estaba enfadada.
Difundieron estadísticas e imágenes de las exhumaciones de la noche anterior. A esas horas ya habían abierto casi todas las tumbas recientes y algunas más (en efecto, las personas que llevaban muertas más de dos meses seguían muertas), y el número de redivivos se acercaba ya a los 2.000.
El primer ministro había aterrizado hacía un momento y ya en el aeropuerto de Arlanda fue acosado por los periodistas. Para destacar la gravedad de la situación, se quitó las gafas y, mirando directamente a las cámaras, dijo:
—Nuestro país se encuentra conmocionado. Espero la ayuda de todos para que la situación no empeore.
»Yo y mi gobierno vamos a hacer cuanto esté en nuestras manos para dar a esas personas la atención médica y los cuidados necesarios.
»Pero permitidme que os recuerde...