El reportero se encontraba en el lado iluminado del mundo, y por lo tanto era absurdo hablar con él. No había palabras. David se apretó los ojos con las palmas de las manos hasta ver estrellas rojas. Lo terrible era que Magnus aún estaba en el mundo de las luces. Dormía en casa de la abuela y no sabía nada. Dentro de unas horas, David tendría que ir allí y dejar entrar las sombras.
«Eva, ¿qué voy a hacer?».
Ojalá pudiera pedirle consejo a ella, aunque sólo fuera en este asunto: ¿cómo debía decírselo a Magnus?
Pero ahora eran otros quienes le formulaban preguntas a ella. Sobre otras cosas.
Después de que se aplacara el caos inicial en el hospital, los médicos se mostraron tremendamente interesados por el hecho de que Eva pudiera hablar. Evidentemente era uno de los pocos resucitados capaces de hacerlo. Aquello podía tener relación con que ella había fallecido poco antes de que despertaran, o con otra cosa. Nadie lo sabía.
Él no se había sentido especialmente sorprendido al enterarse de lo que pasaba en el depósito de cadáveres. Le pareció tan absurdo, imposible y consecuente como todo lo demás. Aquella noche el mundo había sido arrojado a las tinieblas, entonces ¿por qué no iban a poder despertarse los muertos también?
Después de un espacio de tiempo imposible de calcular se levantó, salió al pasillo y dobló la esquina; se dirigía a la habitación de Eva, pero se detuvo. Había un montón de gente congregada delante de la puerta cerrada; pudo distinguir un par de cámaras de televisión, y micrófonos.
«Querida mía...».
Cada vez que había visto caer una estrella, cada vez que había jugado a algún juego en el que hubiera que formular un deseo en silencio, él había deseado:
«Haz que siempre ame a Eva, no dejes que mi amor por ella se debilite nunca».
Para él era ella quien llenaba el cielo y hacía del mundo un lugar habitable. Para las personas reunidas en el pasillo ella era un objeto, una noticia, una fuente de información. Pero los médicos eran ahora los dueños de Eva. Si se acercaba, se abalanzarían sobre él.
Encontró una sala de espera al fondo del pasillo, donde se sentó y se quedó mirando fijamente una lámina de Miró hasta que las figuras empezaron a deslizarse, a moverse fuera del marco del cuadro. Entonces fue a preguntar a un médico que no sabía nada ni podía dar ninguna información, pero no, no se permitían visitas.
David volvió junto al Miró. Cuanto más observaba las figuras, más hostiles le parecían. Dejó de mirarlas y se puso a contemplar la pared.
Täby Kyrkby, 00:52
Cuando Flora volvió de llamar por teléfono, parecía como si hubiera visto un fantasma por segunda vez aquella noche. Se dirigió a la puerta del dormitorio y estuvo escuchando.
—¿Qué? —le preguntó su abuela—. ¿Te han creído?
—Sí —contestó la nieta—. Sí, claro.
—¿Van a mandar una ambulancia?
—Sí, pero... —La chica se sentó al lado de Elvy en el sofá, haciendo sonar la cucharilla contra la taza—... podría tardar un poco. Tenían mucho trabajo... en estos momentos.
Elvy le cogió la mano con delicadeza para que dejara de hacer tintinear la cucharilla.
—¿Y eso? ¿Qué te han dicho?
Flora sacudió la cabeza e hizo girar la cucharilla entre los dedos.
—Está pasando por todas partes. Se han despertado varios cientos. Tal vez miles.
—No.
—Sí. Me han dicho que ahora están fuera todas las ambulancias... para recogerlos. Que nosotras no debíamos intentar hacer nada, que no debíamos... tocarlo y eso.
—¿Y eso por qué?
—Porque podría producirse algún tipo de contagio o algo. No lo sabían.
—¿Qué tipo de contagio?
—Que no tenía ni la menor idea, eso es lo que me ha dicho.
Elvy volvió a hundirse en el sofá, se quedó contemplando el jarrón de cristal que Margareta y Göran les habían regalado a Tore y a ella cuando celebraron sus cuarenta años de casados. Orrefors. Horroroso. Probablemente, carísimo. Unas flores mustias llegadas con algún mensaje de pésame colgaban a media asta de los bordes.
Empezó como un cosquilleo en las comisuras de los labios, un temblor en los labios. Luego, las comisuras, movidas por un impulso irresistible, se contrajeron hacia arriba poco a poco, hasta que una amplia sonrisa invadió el rostro de Elvy.
—¿Abuela? ¿De qué te ríes?
Elvy quería reírse a carcajadas. No. Más. Quería saltar del sofá, dar un par de pasos de baile y reír. Pero Flora echó la cabeza hacia atrás un par de centímetros, como suele hacerse ante un fenómeno extraño, y Elvy se llevó la mano derecha a la cara para borrarse mecánicamente la sonrisa. Las comisuras de los labios querían volver a alzarse, pero haciendo un esfuerzo consiguió ponerlas en su sitio. Nada de asustar.
—Es la resurrección de la carne —comentó con hilaridad contenida—. ¿No lo entiendes? Es la resurrección. La resurrección de la carne. No puede ser otra cosa.
Flora ladeó la cabeza.
—¿Ah, sí?
No había palabras. Elvy no podía explicarlo. Su alegría y sus expectativas eran demasiado grandes para poder expresarlas con palabras, por eso dijo:
—Flora, no quiero hablar de eso ahora. No tengo ganas de discutir. Sólo quiero estar un momento a solas.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Quiero estar tranquila. Es un momento. ¿Me dejas?
—Sí, sí. Claro.
Flora se dirigió a la ventana y se puso a mirar alternativamente las copas apenas visibles de los árboles frutales, y la imagen de Elvy reflejada en el cristal. Ésta se entregó en silencio a su religiosidad. Después de un rato, Flora dio un golpecito al espanta-espíritus de tubos metálicos colgado en la ventana, abrió la puerta del balcón y salió a la terraza. El ruido de sus pisadas se confundía con el tintineo del espanta-espíritus, pero aquéllas enmudecieron al cabo unos segundos.
«El reino de los cielos al final de los tiempos».
Euforia. No había palabra mejor para describir lo que se agitaba en el pecho de Elvy.
Como si fuese la víspera de un largo viaje, por la noche:
ya tienes el billete en el bolsillo y hechas al fin las maletas.
Y puedes sentarte y percibir la cercanía de lo lejano...
[5]
Sí. Así se sentía. La anciana trató de ver ante sí el país lejano al que pronto iba a viajar, adonde pronto iban a viajar todos, pero aquí no había folletos turísticos en los que apoyarse, todo dependía de ella y ella no era capaz de imaginárselo, era indescriptible y superaba su imaginación.
Pero estaba allí sentada y sentía que pronto... pronto...
Pasaron unos minutos, tras los cuales algunas gotas de mala conciencia se mezclaron en el cáliz de su regocijo. Flora estaba en su casa. Aquí. Ahora. ¿Qué había sido de su nieta? Cuando se levantó del sofá para ir a buscarla, vio el sillón delante de la puerta del dormitorio y llegó a pensar: «¿Por qué está ahí el sillón?», antes de que recordara el motivo. Precisamente porque Tore estaba allí dentro, sentado junto al escritorio, revolviendo los papeles como cuando estaba vivo. Elvy se detuvo de repente porque la asaltó una duda sombría.
«Y si fuera así».
Cuando Flora volvió del teléfono y le comunicó lo que le habían dicho, la anciana se imaginó un ejército silencioso de resucitados, cientos, miles, avanzando solemnemente por las calles como una señal sublime de lo que estaba por llegar. A pesar de lo que ella había visto ya, se volvió y fue hasta la puerta del dormitorio. Allí había papeles revueltos, pies desnudos con las uñas sin cortar, manos frías, hedor, pero ni rastro de un coro de ángeles en las alturas, sólo cuerpos de carne y hueso que se metían en todas partes y causaban problemas.
«Pero los caminos del Señor...».
... son inescrutables, sí. No sabemos nada. Elvy meneó la cabeza y lo dijo en voz alta:
—No sabemos nada. —Ahí lo dejó, y salió a la terraza en busca de su nieta.
La oscuridad de agosto era profunda y no corría brisa entre las hojas. «Es de noche y hay tanta calma que la luz de la vela arde sin flamear». Cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad, Elvy distinguió la oscura silueta de su nieta reclinada sobre el tronco del manzano. Elvy bajó las escaleras y fue hacia ella.
—¿Estás aquí sentada? —le preguntó.
La chica no contestó a la pregunta que no era tal, sino que dijo:
—He estado pensando. —Y se levantó, cogió del árbol una manzana medio madura y se puso a jugar con ella entre las manos.
—¿Y qué has pensado?
La manzana voló por los aires, captó la luz de la sala de estar por un instante y cayó en las manos de la joven con un golpe.
—¿Qué demonios van a hacer? —dijo Flora, echándose a reír—. Todo va a cambiar ahora. Nada encaja. ¿Comprendes? Todo en lo que han basado toda esa mierda... ¡Paf! ¡Se acabó! La muerte, la vida. Nada encaja.
—No —reconoció Elvy—. Es verdad.
Flora descubrió las piernas y dio unos pasos de baile sobre el césped. De repente, lanzó la manzana alto, lejos. Elvy la vio volar sobre el seto describiendo un arco amplio y la oyó caer con un golpe sordo en el tejado del vecino, para luego rodar sobre las tejas.
—No hagas eso —la reprendió.
—¿Y? ¿Y qué? —Flora extendió los brazos como si quisiera abrazar la noche, el mundo—. ¿Qué van a hacer? ¿Llamar a los antidisturbios? ¿Arrestar a alguien? ¿Avisar a Bush y pedirle que venga a bombardear? Quiero verlo... de verdad, quiero ver cómo solucionan esto.
La joven cogió otra manzana y la tiró en otra dirección. Esta vez no acertó en ningún tejado.
—Flora...
Elvy intentó poner la mano en el brazo de su nieta, pero ésta se zafó.
—No lo entiendo —admitió Flora—. Tú crees que esto es Armagedón, ¿no? Yo no me sé la historia, pero los muertos despiertan, los sellos se rompen y todo el programa y esto se acaba, ¿no?
La anciana sintió un profundo rechazo a ver reducidas sus creencias a esa descripción, pero contestó:
—Sí.
—De acuerdo. Yo no lo creo. Pero si uno cree eso, ¿qué demonios importa una fruta en el tejado del vecino?
—Hay que mostrar consideración. Flora, por favor, tranquilízate un poco.
La chica soltó una carcajada, pero sin malicia. Abrazó a Elvy, la meció hacia delante y hacia atrás como si fuera una niña pequeña que no entendía nada. Elvy supo encajarlo. Se dejó acunar.
—Abuela, abuela —le dijo Flora en voz baja—. Tú crees que el mundo se va a hundir y me dices a
mí
que me tranquilice.
La anciana sonrió. Resultaba algo gracioso, la verdad. Flora la soltó, dio un paso atrás, apretó las palmas de las manos y movió la cabeza como en un gesto de saludo hindú.
—Como dijiste antes: no comparto tus creencias, pero, abuela, yo creo que se va a montar un lío de los gordos. Tendrías que haber oído la voz de la telefonista en la Central de Emergencias. Era como si tuviera a los zombis resollándole en la nuca. Va a ser el caos, esto va a cambiar, y ¡joder!, cómo me alegro.
La ambulancia llegó como un ladrón en mitad de la noche. Nada de sirenas, ni siquiera estaban encendidas las luces de emergencia. Se acercó despacio hasta llegar delante de la casa; se abrieron las puertas delanteras y se apearon dos hombres vestidos con batas de color azul claro. Elvy y Flora fueron a su encuentro.
Era la 1:30 y los hombres parecían agotados. Probablemente les habían sacado de la cama para hacer frente a la situación. El conductor saludó a Elvy con una inclinación de cabeza y señaló hacia la casa.
—¿Está ahí dentro?
—Sí —contestó Elvy—. Yo... lo encerré en el dormitorio.
—No es la única, créame.
Se pusieron unos guantes de goma y subieron las escaleras. Elvy no sabía qué era lo que debía hacer. ¿Debería entrar con ellos y echarles una mano, o sería sólo un estorbo?
No acababa de decidirse, y entonces se abrió la puerta posterior de la ambulancia y salió otro hombre. No se parecía nada al personal sanitario; era mayor, más gordo y vestía una camisa negra. Permaneció un instante parado junto a la ambulancia, observando el lugar. O, mejor dicho, disfrutando de él. Tal vez llevaba mucho tiempo encerrado ahí dentro.
Cuando él se volvió hacia la casa, Elvy vio el rectángulo blanco que llevaba en el cuello de la camisa y se secó las manos en la bata dispuesta a saludarlo. Flora silbó, pero Elvy no le prestó atención. Se trataba de un asunto serio.
El hombre avanzó enseguida hacia el edificio con pasos sorprendentemente ágiles para aquel cuerpo tan orondo, y le tendió la mano.
—Buenas noches. O buenos días, quizá. Me llamo Bernt Janson.
Elvy le estrechó la mano, cálida y firme, se inclinó levemente y dijo:
—Elvy Lundberg.
Bernt saludó también a Flora, y les explicó:
—Bueno, soy el sacerdote del hospital de Huddinge, donde trabajo habitualmente, pero esta noche he salido con el personal de las ambulancias. —Su rostro se volvió más serio—. ¿Qué tal lo llevan aquí?
—Bueno —repuso Elvy—. Bien, estamos bien.
Bernt asintió y permaneció en silencio un instante para dejar que Elvy continuara, pero como no lo hizo, entonces prosiguió él:
—Bueno, ésta es una historia extraña. Muchas personas la están viviendo como algo espantoso.
La dueña de la casa no tenía nada que añadir. La verdad era que sólo tenía una duda y aprovechó para expresarla en voz alta:
—¿Cómo puede ocurrir algo así?
—Ya —repuso Bernt—. Eso es lo que se preguntan todos, como es lógico. Y, lamentándolo mucho, lo único que puedo decir es: no lo sabemos.
—¡Pero ustedes deben saberlo!
Elvy levantó el tono de voz y Bernt se quedó algo desconcertado; sacudió la cabeza.
—¿Qué quiere decir?
Elvy miró a Flora, olvidándose de que su nieta no era precisamente la persona adecuada en la que buscar apoyo. Eso la irritó aún más. Dio un golpe con el pie en el empedrado y dijo en voz alta:
—¿Está usted aquí delante de mí, un sacerdote de la Iglesia sueca, diciéndome que no sabe lo que esto significa? ¿Lleva usted la Biblia? ¿Necesita que le busque las citas?
Bernt levantó la mano en un gesto defensivo.
—Ah, bueno, usted se refiere...
Flora los dejó y entró en la casa, pero Elvy no reparó en ello.
—Sí, a eso me refiero. ¿No irá usted a decirme que lo que está ocurriendo sólo es una cosa extraña, como... como si empezara a nevar en junio? ¿Eh? En el último día, los muertos saldrán de sus tumbas...