David lanzó un grito. Un alarido prolongado hasta quedarse sin aire en los pulmones. Apretó sus labios contra los nudillos de ella y susurró:
—Todo ha terminado. Tú ya no existes. Yo ya no existo. Nada existe.
El dolor de cabeza era tan fuerte que no pudo seguir ignorándolo. Le atravesó un rayo de esperanza: él estaba a punto de morir. Sí. Él también iba a expirar ahora. Sintió un chisporroteo, algo se rompió dentro de su cerebro, el dolor seguía creciendo, y alcanzó a pensar, convencido: «Me muero. Ahora me muero. Gracias».
Cuando el dolor desapareció, lo hizo del todo. Las alarmas y las sirenas dejaron de sonar. La luz de la habitación se quedó casi a oscuras. Él podía oír el jadeo de su propia respiración. La mano de Eva, humedecida por el sudor de su marido, le resbaló sobre su frente. La migraña había desaparecido. Él, ausente, se frotaba la mano de ella contra la frente, arañándose con la alianza, quería volver a sentir dolor. Cuando éste desapareció, la opresión en el pecho tomó el relevo.
Tenía los ojos clavados en el suelo. Por eso no vio la larva blanca que cayó a través del techo y aterrizó encima de la manta amarilla que cubría a Eva y siguió hurgando para meterse dentro.
—Cariño —susurró él apretándole la mano—, no íbamos a separarnos nunca, ¿es que no lo recuerdas?
La mano de Eva se estremeció y le devolvió el apretón.
Él no gritó ni hizo ningún movimiento. Se quedó mirando fijamente la palma de su esposa, la estrechó. La mano le devolvió el apretón. Se quedó boquiabierto y se pasó la lengua por los labios. Alegría no era la palabra exacta para describir sus emociones, sino más bien un desconcierto parecido a cuando se despierta de una pesadilla, y las piernas al principio se negaban a obedecerlo cuando se puso de pie para poder mirarla.
La habían limpiado y arreglado lo mejor posible, pero una gran herida le afeaba la mitad de la cara. El alce debió de volver la cabeza, o, tal vez, en un último y desesperado intento por defenderse, había intentado atacar al coche. Su cornamenta había atravesado el cristal y una de sus puntas había golpeado el rostro de la conductora antes de que ésta quedara aplastada por el peso del animal.
—¡Eva! ¿Me oyes?
No hubo ninguna reacción. David se pasó las manos por la cara; el corazón le latía desbocado.
«Ha sido un... espasmo. No puede estar viva. Basta verla».
Pese a que un vendaje enorme le cubría la mitad del rostro parecía como si fuera... demasiado pequeño. Como si allí debajo faltara hueso, piel, carne. Le habían dicho que había sufrido graves daños, pero hasta ahora él no había sido consciente de la verdadera dimensión de todo aquello.
—Eva, soy yo.
Esta vez no era ningún espasmo. El brazo de su esposa se estremeció, golpeándole la pierna, y ella se sentó en la cama sin previo aviso. David instintivamente dio un paso atrás. A Eva se le deslizó la manta, se oyó un débil tintineo y él no fue consciente de la magnitud de lo que estaba ocurriendo.
Tenía desnuda la parte superior del cuerpo, pues le habían cortado la ropa. El lado derecho de la caja torácica era un agujero abierto, ribeteado por piel desgarrada y sangre coagulada. Allí dentro resonaba un tintineo y un repiqueteo. Por un instante David no pudo ver a una mujer; era sólo un monstruo, y quiso salir corriendo de allí, pero sus piernas no se movieron, y al cabo de unos segundos recuperó la sensatez. Volvió junto la cama.
Luego, determinó el origen de aquel sonido: unas pinzas hemostáticas. Eva tenía puestas dentro del tórax varias pinzas metálicas en los vasos sanguíneos rotos, que se agitaban y chocaban unas contra otras cuando ella se movía. Tragó con la boca seca y dijo:
—¿Eva?
Ella giró la cabeza hacia él y abrió su único ojo.
Entonces, él lanzó un grito.
Vällingbyplan, 17:32
Mahler caminaba despacio por la plaza, el sudor le recorría el cuerpo por debajo de la camisa. Llevaba en la mano una bolsa de comida para su hija. Las palomas, de color grisáceo como los humos de los tubos de escape, revoloteaban torpemente a un palmo de sus pies.
Él mismo ofrecía el aspecto de un enorme palomo gris con aquella chaqueta raída comprada hacía quince años, cuando empezó a engordar y ya no pudo ponerse la que solía usar. Y otro tanto ocurría con los pantalones. Tenía la roja calva llena de pecas y del cabello sólo le quedaba una corona alrededor de las orejas. De igual manera que las palomas picoteaban los restos de las cajas tiradas alrededor de los puestos de salchichas, cualquiera podría imaginarse fácilmente que Mahler llevaba en la bolsa cascos de botellas vacías, rebuscados en los cubos de la basura.
No era así, pero daba esa impresión. Parecía un perdedor.
A la sombra de una de las tiendas de Åhlens, bajando hacia la calle Ångermannagatan, el hombre hundió los dedos de la mano libre bajo la doble papada y sacó el collar. Era un regalo de Elias. Sesenta y siete perlas de plástico de colores vivos ensartadas en sedal, y atadas alrededor de su cuello para siempre.
Mientras caminaba iba pasando las perlas una a una entre los dedos como si fueran las cuentas de un rosario.
* * *
Después de subir tres pisos de escaleras hasta llegar al apartamento de su hija, tuvo que pararse un rato para recuperar el aliento. Luego, abrió la puerta con la llave que llevaba. La vivienda estaba a oscuras, sofocante y maloliente a causa del calor y la falta de ventilación.
—Hola, hija. Soy sólo yo.
No hubo respuesta y se temió lo peor, como siempre.
Pero Anna estaba allí, y viva. Se acurrucaba en la cama de Elias, sobre la sábana con el dibujo del oso
Bamse
que Mahler le había comprado, y permanecía con la cara vuelta hacia la pared. Dejó la bolsa, saltó sobre los polvorientos bloques de plástico de Lego hasta llegar a la cama y se sentó con cuidado en el borde, a sus pies.
—¿Cómo estás, hija?
Ella tomó aire por la nariz. Tenía la voz débil.
—Papá... Puedo sentir su olor. Permanece en las sábanas. Su olor permanece aquí.
A él le habría gustado tumbarse en la cama, a su lado, haberla abrazado, haber sido un padre y haber hecho desaparecer todo lo malo, pero no se atrevió: las láminas del somier se romperían bajo su peso, así que se quedó allí sentado mirando las piezas de Lego con las que nadie había jugado desde hacía dos meses.
Cuando estuvo buscando un apartamento para Anna había otro libre en la misma escalera, en la primera planta. No lo cogió por miedo a que entrara algún ladrón.
—Ven y come un poco.
Mahler puso la mesa y sirvió las dos raciones de rosbif y una ensalada de patatas que traía en los envases de plástico, cortó los tomates en rodajas y los sirvió en los bordes de los platos. Ella no decía nada.
Las persianas de la cocina estaban bajadas, pero el sol se filtraba por las rendijas, dibujando rayas ardientes sobre la mesa e iluminando las partículas de polvo que flotaban en el aire. Debería limpiar, pero no se sentía con fuerzas.
Dos meses antes esa mesa había estado llena de cosas: fruta, correo, algún juguete, una flor recogida en un paseo, algo que Elias había hecho en la guardería. El desorden propio de la vida.
Ahora sólo había dos platos con comida lista para llevar; calor y olor a cerrado; las rodajas rojas de tomate. Un esfuerzo patético.
Fue hasta la habitación de Elias y se detuvo en la puerta.
—Anna... debes comer un poco. Ven. Ya está listo.
Anna se mantuvo vuelta contra la pared y negó con la cabeza.
—Comeré más tarde. Gracias.
—¿No puedes levantarte un rato?
Como ella no respondió, él volvió a la cocina y se sentó a la mesa. Empezó a ingerir mecánicamente la comida. Tuvo la impresión de que el ruido que hacía al masticar retumbaba entre las silenciosas paredes. Al final se comió las rodajas de tomate. Una a una.
* * *
Una mariquita se había posado en la barandilla del balcón.
Anna estaba ocupada preparando el equipaje. Se marchaban a la casa de veraneo que Mahler tenía en el archipiélago de Roslagen, donde iban a pasar unas semanas.
—Mamá, mira... una mariquita.
La madre llegó al cuarto de estar en el momento en que Elias, subido en la mesa del balcón, se inclinaba tras la mariquita cuando ésta echó a volar. Una de las patas de la mesa cedió antes de que ella pudiera llegar.
Debajo del balcón había un aparcamiento de negro asfalto.
* * *
—Ten, cariño.
Mahler sujetaba el tenedor con un poco de comida y se lo daba a Anna. Ésta se sentó en la cama, cogió el tenedor y se lo llevó a la boca ella sola. El padre le acercó el plato.
Tenía la cara hinchada y enrojecida, y se apreciaban algunas mechas blancas en su cabello castaño. Comió cuatro bocados, luego le devolvió el plato.
—Gracias. Estaba bueno.
Él dejó el plato encima de la mesa de Elias y se llevó las manos a las rodillas.
—¿Has salido de casa hoy?
—He estado con él.
Mahler asintió. No sabía qué más decir. Al levantarse se dio en la cabeza con
Akka,
el ganso salvaje que volaba con Nils Holgersson a sus espaldas, que colgaba sobre la cama de Elias. El ganso de madera batió ligeramente las alas, moviendo un poco el aire sobre el rostro de Anna. Luego, se paró.
* * *
Ya en su propio apartamento, situado al otro lado del patio, Mahler se quitó la ropa sudada, se duchó, se puso la bata y se tomó un par de pastillas de paracetamol para la jaqueca. Se sentó frente al ordenador y buscó en las páginas de la agencia Reuters. Pasó una hora buscando y traduciendo tres noticias.
Un artilugio japonés capaz de interpretar lo que decían los perros con sus ladridos. La operación para separar a dos siameses. Un hombre que había construido una casa a base de botes de hojalata en Lübeck. No había ninguna foto de la máquina japonesa, así que buscó una de un perro labrador y la adjuntó. Lo envió todo a la redacción.
Después leyó el correo electrónico de uno de sus antiguos confidentes dentro de la policía, que le preguntaba qué tal estaba, pues no sabía nada de él hacía tiempo. Le contestó que estaba destrozado, que su nieto había muerto hacía dos meses y que sopesaba a diario la opción del suicidio. Borró la respuesta antes de enviarla.
Las sombras del suelo se habían ido alargando; eran las siete pasadas. Se levantó de la silla y se masajeó las sienes. Fue a la cocina, sacó una cerveza del frigorífico, se bebió la mitad de un trago y volvió al cuarto de estar, donde se quedó de pie al lado del sofá.
En el suelo, debajo del reposabrazos, estaba el castillo.
Había sido su regalo para Elias cuando cumplió seis años, cuatro meses antes. El castillo más grande de Lego. Lo habían construido juntos y luego habían jugado con él por las tardes, colocando a los caballeros en distintos sitios, inventando historias, reconstruyendo y agrandando la fortaleza. Ahora estaba allí tal y como lo dejaron la última vez.
Mahler sufría cada vez que lo veía, y en cada ocasión pensaba que debería tirarlo o, al menos, desmontarlo, pero no era capaz. Era probable que siguiera allí mientras él viviera, de la misma manera que le enterrarían con el collar de perlas.
«Elias, Elias...».
Un abismo se abría dentro de él. Llegaba el pánico, la presión en el pecho. Se apresuró a sentarse delante del ordenador, entró en un portal de pornografía al que estaba abonado y permaneció una hora haciendo clic sin sentir el más mínimo cosquilleo en la entrepierna. Apatía y repugnancia, nada más.
Poco después de las nueve salió de esas páginas y decidió apagar el ordenador. La pantalla no reaccionó. Se sentía incapaz de prestar atención al asunto. El dolor de cabeza le presionaba ahora desde el interior de los ojos, haciéndole sentirse desasosegado. Dio unas vueltas por el apartamento, se tomó otra cerveza y se detuvo finalmente delante del castillo. Se agachó.
Uno de los caballeros del Lego se inclinaba sobre el borde de la torre, parecía como si le gritara algo al enemigo que trataba de forzar la puerta de la fortaleza.
—¡Ten cuidado, no sea que te vuelque encima el orinal! —había dicho Mahler con voz gruñona.
Elias se había reído tanto que le había entrado hipo, y había gritado:
—¡Más! ¡Más!
Y Mahler hizo entonces un repaso a todas las cosas asquerosas imaginables que un caballero pudiera echarle encima a otro, como leche agria podrida.
Cogió al caballero y lo giró entre sus dedos. La miniatura llevaba un casco plateado que tapaba en parte el gesto decidido de su rostro y empuñaba una espadita todavía reluciente. El color de los aceros de los muñecos que Elias tenía en casa se había deslucido ya. Se quedó mirando la brillante espada plateada y dos certezas cayeron sobre él como dos piedras negras.
«Esta espada siempre estará reluciente».
«Jamás volveré a jugar».
Volvió a poner la figurita en su sitio y clavó la vista en la pared.
«Jamás volveré a jugar».
En medio de la desolación posterior a la muerte de su nieto había sublimado lo que ya no se repetiría nunca más: los paseos por el bosque, el parque infantil, el zumo de frutas, el bollo en la pastelería, las visitas a Skansen y muchas otras cosas, pero ahí estaba, con toda su crudeza: él jamás volvería a jugar, y no se trataba solamente del Lego o de jugar a encontrar la llave. Con la muerte de Elias había desaparecido su compañero de juegos y las ganas de jugar.
Por eso no podía escribir, por eso la pornografía no le provocaba el más mínimo efecto y por eso los minutos discurrían tan lentamente. Ya no podía fantasear ni inventarse cosas. Ése debería poder ser un estado dichoso, vivir en el presente y ver lo que había delante de tus ojos, no reconstruir el mundo. Debería ser así, pero no lo era.
Recorrió con los dedos la cicatriz que tenía en el pecho tras la operación.
«La vida es lo que nosotros hacemos de ella».
Él había perdido ya esa posibilidad: se hallaba encadenado a un cuerpo obeso con el que tendría que arrastrarse a través de los días y los años sin alegría. Eso fue lo que vio en un augurio repentino, y le entraron ganas de romper algo. Su puño cerrado tembló sobre el castillo, pero se contuvo, se levantó y salió al balcón, donde se agarró a la barandilla y la zarandeó.
Abajo en el patio había un perro que corría en círculos sin dejar de ladrar. A Mahler le habría gustado hacer lo mismo.