Dentro de WikiLeaks (17 page)

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Authors: Daniel Domscheit-Berg

BOOK: Dentro de WikiLeaks
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Pero Julian lo bloqueó todo. Justo cuando teníamos más dinero que nunca empezamos a discutir por cada céntimo. Las disputas económicas eran una indignidad, pero ocultaban algo mucho más importante. Poco a poco, fui tomando conciencia de que nos enfrentábamos a un problema, un problema monstruoso. Discutíamos sobre la futura organización de WikiLeaks.

Una ley para Islandia

Tras nuestra espectacular participación en el 26C3 de finales de 2009, a principios de enero de 2010 Julian y yo regresamos a Reikiavik para ocuparnos de la IMMI. La Icelandic Modern Media Initiative (Iniciativa Islandesa para los Medios Modernos) debía convertir la isla en el país con las leyes de prensa más avanzadas del mundo. Ya habíamos anunciado nuestra idea, ahora queríamos también ayudar a ponerla en práctica. Teníamos previsto destinar dos semanas a dicha tarea, tal vez incluso tres.

En Alemania, acabábamos de impedir que el Ministerio de Familia aprobara la Ley de bloqueo al acceso; a finales de noviembre, el por entonces presidente de la República, Horst Köhler, se había negado a firmar esa ley. Ahora nos proponíamos que el Parlamento islandés aprobara nuestra propia ley. Contábamos con que surgieran dificultades, desde luego, pero estábamos convencidos de que lograríamos superarlas todas. En realidad, aún iban a pasar seis meses antes de que los parlamentarios votaran la resolución en el Parlamento.

Alquilamos un apartamento en el Fosshotel, una cadena que no estaba nada mal y que, de hecho, era demasiado cara para nosotros. Sin embargo, Julian logró que nos hicieran un buen precio y al final terminamos pagando un precio simbólico. Julian se hizo cargo de la factura y, con ello, pudo presentarse como anfitrión.

Julian inició al modesto recepcionista que casi cada noche ocupaba el mostrador del hotel en los secretos de nuestras maquinaciones y le dejó bien claro con qué club exclusivo se estaba jugando los cuartos y lo extremadamente peligrosa que era nuestra misión. El tipo ya se veía en la película. Por la noche, cuando regresábamos a casa tras una jornada de conversaciones y reuniones de trabajo, nos dirigía una mirada conspirativa. Es posible que se pasara la noche vigilando el aparcamiento del hotel a través de la puerta de cristal, esperando en cualquier momento que llegara la limusina negra del servicio secreto americano.

Ocupábamos un apartamento para cuatro personas sobriamente decorado en el segundo piso del hotel, con cocina integrada, cortinas lilas de tela y suelo de parqué artificial. El hotel, que visto desde fuera era francamente feo, estaba situado en una callejuela tranquila, casi en el paseo marítimo. En la habitación que compartía con Julian había apenas una ventanita diminuta que quedaba a la altura del ombligo. Aun así, había unas vistas espectaculares de la bahía de Faxaflói. Cuando la estrechez y el desorden de nuestra morada me agobiaban, me dedicaba a contemplar la silueta de las montañas en el horizonte.

El baño no tenía ventanas y por las mañanas, después de que se hubieran duchado tres personas, el aire cargado de vapor de agua y azufre te aguijoneaba los pulmones. Aparte de Julian y yo, en la habitación vivían varios
hacker
s
y activistas de Internet que se habían trasladado a Islandia para darle un empujón a la IMMI. Entre ellos estaban Rop, de Holanda, Jake Appelbaum, de los Estados Unidos, y Folkert, un buen amigo mío de Hong Kong. Su experiencia y sus conocimientos especializados nos ayudaron a precisar los detalles de la idea.

Nos reuníamos a diario con Birgitta, la parlamentaria islandesa que habíamos conocido durante nuestra última visita, Herbert y Smari. Los tres vivían en Reikiavik. A las reuniones asistía también Harald Schumann, un periodista del
Tagesspiegel
de Berlín que quería escribir un reportaje sobre nosotros.

Birgitta pronto se convirtió en algo más que nuestro enlace en el Parlamento islandés. Enseguida constatamos que no era una política corriente; si pensaba en Ursula von der Leyden, por ejemplo, el contraste no podía ser mayor. Birgitta iba siempre vestida de manera informal; así, por ejemplo, llevaba un abrigo negro, largo, unas botas con punta de hierro y una serie de complementos juveniles como una cadenilla plateada, una blusa o un pasador floreado.

Birgitta se convirtió en la fuerza impulsora de la IMMI. Tenía una visión distinta de las cosas y sus opiniones externas sobre WikiLeaks eran de gran utilidad para nosotros. Por si eso fuera poco, Birgitta es una persona enrollada y amable como pocas.

Birgitta contactó con un bufete de abogados, que se mostraron igualmente entusiasmados con la idea del puerto franco para los medios. Eso era algo con lo que yo no contaba. Los juristas empezaron a perfilar el proyecto legal de la IMMI.

Alquilamos un espacio en el Ministry of Ideas, un viejo complejo de almacenes de Reikiavik que actualmente aloja numerosos proyectos sociales y grupos políticos, y en el que uno puede alquilar habitaciones para trabajar por poco dinero. El Ministry era un espacio enorme y vacío, con el suelo de hormigón gris. La distribución, las mesas y las sillas hacían pensar en un aula escolar. Había una pequeña cafetería y nos instalamos en uno de los sillones, desde el que llevábamos a cabo nuestras deliberaciones par sacar adelante la IMMI.

Cuando no estaba sentado ante el ordenador, me reunía con socios potenciales. El objetivo era convencer a proveedores de servicios, autoridades reguladoras, centros de cálculo y a las empresas que poseían las canalizaciones ultramarinas sobre las bondades de nuestra iniciativa.

Islandia tenía ya a su favor energía verde y un clima frío. Ambas cosas eran positivas para la ubicación de servidores en el país, desde luego. Sin embargo, eso no bastaba para conseguir el objetivo de incrementar el tráfico de datos en un 30.000 por ciento en el futuro. Esa era la capacidad potencial que se estaba desaprovechando en los cables submarinos recientemente instalados, pero mucho más importante para los proveedores y sus clientes era la cuestión de la seguridad jurídica. Saber que no debían temer inesperadas medidas disuasorias, ni costes de procesamiento no previstos e imposibles de calcular era una ventaja muy superior a cien certificados de energía ecológica. Además, eso supondría la creación de puestos de trabajo y una inyección económica en un país en bancarrota.

Las autoridades islandesas objetaban que la medida iba a generar disputas con otros países sobre todo tipo de cuestiones jurídicas, particularmente en lo tocante a las leyes de la competencia. Además, temían que un El Dorado de Internet atrajera sobre todo a empresas de cambio de divisa y a la industria del porno. Pero sus preocupaciones eran infundadas: la IMMI se centraba fundamentalmente en los medios de comunicación. Además, en realidad constituía un compendio de las mejores leyes sobre la materia extraídas de las legislaciones de otros países.

A continuación debíamos encontrar una fecha para presentar el proyecto en el Parlamento. Antes de abordar la negociación parlamentaria, sin embargo, debía celebrarse una vista previa. Con mucho esfuerzo, habíamos redactado un informe. Debo decir que hasta ese momento yo había pronunciado con éxito todo tipo de discursos sobre WikiLeaks, aunque me acabaran de arrancar de un sueño profundo. Sin embargo, la IMMI era algo nuevo para nosotros; debíamos prestar tanta atención a las implicaciones políticas y legales como a todas las demás, por no mencionar nuestro desconocimiento del sistema político islandés.

Nuestra intervención en el Parlamento de Reikiavik resultó bastante lamentable. La presentación de nuestro informe estaba programada para un martes por la tarde. Nuestra idea era aprovechar la intervención para convencer a la mitad de los parlamentarios y convertirlos en defensores acérrimos de la IMMI. Hasta entonces, tan solo contábamos con el apoyo de Birgitta y dos o tres políticos más. Hacía ya tiempo que Birgitta había adoptado nuestra idea y le daba bombo en el Parlamento. Últimamente, según nos había contado, trabajaba también para intentar convencer a parlamentarios de diversos partidos de las bondades de la iniciativa, aunque en realidad no sabíamos de cuántos parlamentarios se trataba.

De camino a la sala de plenos me sorprendió el silencio que reinaba en los pasillos del Parlamento; digamos que yo estaba más acostumbrado al bullicio del Parlamento alemán. Al llegar a la sala fue como si nos dieran un bofetón en la cara. En las diez hileras de butacas había tan solo dos parlamentarios; el resto eran butacas vacías y una corriente de aire que entraba por la ventana y revolvía los papeles. Más tarde nos enteramos de que la mayoría de políticos estaban ya de vacaciones, o se habían trasladado a sus circunscripciones electorales.

Empezamos a exponer el informe. Solo la planificación de quién iba a decir qué nos había llevado varias horas, por no decir días. Julian y los otros no permitieron que la situación los irritara, pera a mí todo aquello me parecía demasiado absurdo y decidí abreviar. Había más personas exponiendo el informe que escuchando; el trabajo invertido en estructurar la exposición no tenía ningún sentido. Daba igual si pronunciábamos un discurso corriente, a la antigua usanza, más aún teniendo en cuenta que no teníamos necesidad de convencer a los dos parlamentarios presentes.

Como siempre, Julian actuó como si la cosa no fuera con él y al término de la presentación se marchó al Ministry o donde fuera. Me sentía un poco derrotado. ¿Cómo íbamos a incorporar la IMMI a la legislación islandesa si tan solo venían dos personas a su presentación? Dos parlamentarios más Birgitta. Nos faltaban sesenta más. Y ya llevábamos casi tres semanas en Islandia.

Ya casi me había olvidado del aspecto que tiene una sala de conferencias prácticamente vacía y lo mal que sienta hablar para nadie. De repente me di cuenta de que ya no estábamos acostumbrados a las derrotas. La verdad es que aún no sé cómo en su día pudimos convencernos de que aquello sería un camino de rosas.

Además de las numerosas reuniones, la IMMI nos exprimía también desde el punto de vista formal. Debíamos poner en marcha la página web de la iniciativa, diseñar un logo y preparar el lanzado. Había que redactar los textos y discutir posiciones. Nos habíamos atascado un poco y habíamos subestimado gravemente la tarea que teníamos entre manos.

La siguiente crisis interna se originó en nuestras propias filas. En nuestro apartamento, el resentimiento iba creciendo entre montañas de ropa sucia y cajas de pizza. Aunque éramos capaces de entendernos a la perfección y colaborar eficientemente por
chat
, empezamos a acusar la presencia física mutua a lo largo de tantos días. Al principio, la idea me había parecido incluso graciosa. Generalmente se culpa a la informática de originar problemas interpersonales porque aleja a las personas unas de otras: las vídeoconferencias y las conversaciones por correo electrónico han sustituido las conversaciones cara a cara y los seres humanos deben sobreponerse a una sensación de distancia y a unos malentendidos que antes se resolvían por sí mismos. A nosotros, en cambio, nos sucedió todo lo contrario. Aquel primer conflicto (de consecuencias nada desdeñables) seguramente no se habría producido si no nos hubiéramos alojado en aquel hotel islandés, o si por lo menos cada uno hubiera tenido su propia habitación.

El ambiente se calentó por primera vez la tarde del miércoles de la tercera semana. El motivo fue una ventana abierta. Yo había salido y, al regresar al apartamento, me los encontré a todos delante de sus ordenadores: Rop, Julian, Herbert y Smari. La habitación olía peor que un ataúd que llevara diez años cerrado.

Me tapé la nariz, fui hasta el balcón que había al otro lado de la habitación y abrí la ventana un poco para que entrara algo de oxígeno. Herbert me dirigió una mirada de agradecimiento; antes de mi llegada había salido incluso un par de veces al pasillo porque no lo soportaba más. Julian, en cambio, se puso muy tenso, levantó la cabeza y me preguntó qué mosca me había picado para abrir la ventana de aquella forma. Me clavó una mirada furiosa. «¡Rop se va a resfriar, pirado!», exclamó en tono cortante.

No tenía ni idea de por qué de pronto Julian actuaba como si fuera el padre de Rop; seguramente quien tenía frío era él. Los tres nos miraron con ojos asustados. Al parecer, Rop acababa de decir que tenía algo de frío, pero yo tampoco pretendía dejar la ventana abierta toda la noche. Eso fue lo que dije, aunque Julian no contestó y se limitó a fulminarme con la mirada. Era evidente que esperaba que yo hiciera algo, de modo que di media vuelta, volví a cerrar la puerta del balcón, tal vez con más fuerza de la necesaria, y me marché. Aquella noche quedó claro hasta qué punto puede enrarecerse el ambiente.

Me compré un bañador y unas gafas de piscina y me metí en la piscina climatizada. Fue una sensación agradable percibir el mundo exterior de forma ahogada, los gritos de los niños, el vaivén del agua, el sonido de las zapatillas que se acercaban al borde de la piscina y volvían a alejarse… En Islandia, incluso cuando el termómetro baja de los cero grados, la gente se baña en piscinas al aire libre. Y no hay que preocuparse por el coste de climatización del agua: al tratarse de una isla volcánica, las fuentes brotan de la tierra a una temperatura agradable para el baño. Sumergido al anochecer en la humeante agua oscura y rodeado de montículos nevados, se respiraba una atmósfera casi mística.

Alrededor de la piscina, en los vestidores, en las duchas y en los lavabos, podían leerse carteles con todos los mensajes imaginables: «Prohibido saltar a la piscina». «No se bañe con el estómago lleno.» «Cuidado: suelo resbaladizo». «Mantenga las instalaciones limpias.» «Es obligatorio ducharse desnudo antes de bañarse.» A veces los otros (Rop y Folkert, por ejemplo) me acompañaban a la piscina y entre todos le dábamos vueltas al asunto. Rop propuso lanzar una campaña para una mayor seguridad en todos los ámbitos. La idea era cubrir todo el mundo con letreros de advertencia, no dejar ni un solo peligro sin su correspondiente cartelito para, así, saturar completamente la política y, en última instancia, desquiciarla. Ciertamente, habría sido una forma amable de introducir la anarquía.

Pero es que teníamos muchas más ideas, por ejemplo comprar un barco, a poder ser uno que, al tiempo que navegaba, fuera instalando cable de datos por el fondo marino, y así viajar por todo el mundo en una oficina flotante. O conseguir dinero y comprar un autobús con el que cruzaríamos toda Europa con el primer bibliobús para documentos secretos.

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