—No sé adónde quieres ir a parar.
—Me estoy preguntando si los forenses tomaron más medidas de la posición de la herida y el ángulo que no estén incluidas en los resúmenes que me enviaste. Porque si…
Hardwick lo interrumpió.
—¡Para, para! Recuerda, muchacho, que los datos que posees los conseguiste de otra forma. Sería una infracción enviarte cualquier material oficial de los archivos del Buen Pastor. Está claro, ¿no?
—Clarísimo, pero déjame terminar: lo que estoy buscando es una serie de números que sitúen la posición de la herida de entrada en cada rostro en relación con la posición de esa cara y la ventanilla lateral en el momento del impacto de la bala.
—¿Por qué?
—Porque dos de las fotos muestran que impactaron en el mismo centro del perfil. Si la cabeza de la víctima hubiera sido una diana de cartón, el disparo, en esos dos casos, habría sido perfecto. Y perfecto quiere decir perfecto. Y ten en cuenta las malas condiciones, con vehículos en movimiento, sin prácticamente visibilidad…
—¿Qué quieres probar?
—Preferiría esperar hasta averiguar qué pasa con las otras cinco. Espero que tengas acceso a las notas completas de la autopsia original o a alguien que lo tenga, o que conozcas lo bastante bien a alguno de los forenses para plantearle la pregunta.
—¿Pretendes que me arrastre por ti sin saber qué estamos buscando? Te sugiero que vayas al grano de una puta vez. De lo contrario, ya tengo una respuesta para ti: que te den por el culo.
Estaba acostumbrado a los modales de Hardwick; no les daba importancia.
—La cuestión —replicó con calma— es que ese grado de precisión, disparando a través de la ventana de un coche sin nada que iluminara a las víctimas más que la mínima luz del salpicadero (sobre todo si el asesino acertó en los seis casos), significa que tenía unas buenas gafas de visión nocturna, una mano muy firme y nervios de acero.
—¿Y? El material de visión nocturna se puede comprar fácilmente. Hay centenares de sitios en Internet. No es tan caro como antes.
—No es a eso a lo que iba. Mi problema es que cuantos más datos tengo sobre el Buen Pastor, menos clara me queda su imagen. ¿Quién demonios es este tipo? Tiene una puntería impecable, pero usa una pistola de cómic. Su manifiesto está lleno de orgullosos arrebatos de perorata bíblica, pero su planificación es sumamente fría, consistente. Se embarca en una loca misión para matar a toda la gente codiciosa del mundo, pero se detiene a la sexta víctima. Su objetivo es demencial, pero él parece muy inteligente, lógico y reacio a correr riesgos.
—¿Reacio a correr riesgos? —La voz áspera de Hardwick era más escéptica de lo habitual—. Circular a toda velocidad por la noche disparando a la gente no me parece no correr riesgos.
—Pero no olvides que realizó todos los disparos en la clase de curva que reduce la posibilidad de una colisión. Además, interceptó a los coches en un punto medio de cada curva; descartó cada pistola después de usarla; consiguió que ninguna cámara de vigilancia le pillara ni que le viera testigo alguno. Esa forma de hacer las cosas requiere reflexión, tiempo y dinero. Dios, Jack, tiraba una Desert Eagle después de cada disparo…, con lo que cuestan. Ya solo eso, de por sí, me parece una inversión muy importante en control de riesgos.
Hardwick gruñó.
—A ver; por un lado, me estás diciendo que nos encontramos con un lunático que cree que actúa por inspiración divina, que siente un odio incontenible por los tipos ricos que están jodiendo el mundo…
—Y por otro lado —completó Gurney—, tenemos a un asesino de sangre fría, que al parecer es lo bastante rico como para tirar pistolas de mil quinientos dólares por la ventana.
Un prolongado silencio sugirió que Hardwick estaba reflexionando sobre esa idea.
—¿Y quieres que los datos de la autopsia demuestren eso?
—No quiero que demuestren nada. Solo pretendo que me den una idea de si estoy siguiendo la pista correcta.
—¿Solo eso? Seguro que hay algo más, campeón.
Gurney no pudo evitar sonreír ante la agudeza de Hardwick. Desde luego que podía ser desagradable, cínico, zafio, un auténtico incordio, pero no era nada estúpido.
—Sí, podría haber algo más. He estado removiendo un poco la teoría aceptada como buena respecto a los asesinatos del Buen Pastor. Pretendo seguir haciéndolo. En el caso de que me asedie un enjambre de avispones del FBI, me gustaría rodearme del máximo de datos posible.
El interés de Hardwick aumentó. Detestaba la autoridad, la burocracia, el procedimiento, a los hombres de traje y corbata. En otras palabras, tenía alergia a organizaciones como el FBI. Así pues, estaba encantado con el propósito de Gurney.
—¿Estás promoviendo un conflicto con nuestros amigos federales? —preguntó Hardwick, casi esperanzado.
—Todavía no —dijo Gurney—, pero podría estar a punto de hacerlo.
Hardwick se aclaró la garganta con energía.
—Veré qué puedo hacer. —Colgó sin despedirse; nada fuera de lo habitual.
Gurney estaba volviendo a guardarse el teléfono en el bolsillo cuando llamaron suavemente a la puerta abierta del estudio. Se volvió y vio a Kim.
—¿Puedo interrumpir un minuto?
—Entra. No estás interrumpiendo nada.
—Quería pedirte perdón.
—¿Por qué?
—Por dar ese paseo de paquete en la moto de Kyle.
—¿Perdón?
—No era lo correcto. Quiero decir que no era el momento de ir a dar una estúpida vuelta en moto, cuando hay muchas cosas importantes en marcha. Debes de pensar que soy una egoísta cabeza hueca.
—Tomarse un descanso en circunstancias como estas me parece muy razonable.
Ella negó con la cabeza.
—No creo que sea apropiado que actúe como si no hubiera ocurrido nada, sobre todo si cabe la posibilidad de que hayan destruido tu granero por mi culpa.
—¿Crees que Robby Meese es capaz de hacer algo así?
—Hubo un tiempo en que habría dicho que ni en un millón de años. Ahora no estoy segura. —Parecía confundida, impotente—. ¿Crees que fue él?
Kyle apareció en el umbral, detrás de ella, escuchando pero sin decir nada.
—Sí y no —dijo Gurney.
La chica asintió, como si su respuesta escondiera un mayor significado.
—Hay una cosa más que he de decir. Espero que te des cuenta de que hace unos días no tenía ni idea de adónde te estaba arrastrando. En este punto, comprendería y aceptaría tu decisión si quisieras dejarlo.
—¿Por el incendio?
—El incendio, además de la trampa en el sótano.
Gurney sonrió.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué tiene tanta gracia?
—Esas son las razones por las que no quiero dejarlo.
—No lo entiendo.
—Cuando más difícil se pone —intervino Kyle—, más decidido está.
Kim se volvió, asombrada.
—Para mi padre —continuó Kyle— la dificultad es un imán. Lo imposible es irresistible.
Ella miró primero a Kyle y luego a Gurney.
—¿Eso significa que estás dispuesto a seguir participando en mi proyecto?
—Al menos hasta que se ordenen las cosas. ¿Qué es lo siguiente en tu agenda?
—Más reuniones. Con Eric, el hijo de Sharon Stone. Y con el hijo de Bruno Villani, Paul.
—¿Cuándo?
—El sábado.
—¿Mañana?
—No, el…, oh, Dios mío, mañana es sábado. He perdido un día. ¿Crees que podrás venir?
—Siempre y cuando no haya nuevas sorpresas.
—Vale, genial. Será mejor que me vaya. El tiempo está desapareciendo. En cuanto llegue a casa, confirmaré las citas y te llamaré para darte las direcciones. Mañana nos reuniremos en el sitio de la primera entrevista. ¿Te parece bien?
—¿Vas a ir a tu apartamento de Siracusa?
—Necesito ropa y algunas cosas. —Parecía incómoda—. Probablemente no me quedaré a dormir.
—¿Cómo vas a ir allí?
Ella miró a Kyle.
—¿No se lo has dicho?
—Supongo que me he olvidado. —Sonrió, se ruborizó—. Voy a llevar a Kim a su casa.
—¿En la moto?
—Está saliendo el sol. No hay problema.
Gurney miró por la ventana. Los árboles del borde del campo estaban proyectando sombras débiles sobre la hierba mustia.
—Madeleine va a prestarle una chaqueta y unos guantes —agregó Kyle.
—¿Y un casco?
—Compraremos uno para ella en el pueblo, en el concesionario Harley. A lo mejor uno de esos grandes negros de Darth Vader con una calavera y tibias cruzadas.
—Oh, gracias —bromeó Kim, mientras le clavaba el dedo en el brazo.
Gurney quiso decir algo, pero pensó que no mejoraría el silencio.
—Vamos —dijo Kyle.
Kim sonrió nerviosamente a Gurney.
—Te llamaré para confirmarte el horario de las entrevistas.
Después de que se fueran, se recostó en su silla y miró hacia la ladera, que estaba tan inmóvil y apagada como una fotografía en sepia. Sonó el teléfono fijo del otro lado del escritorio, pero no hizo ademán de responder. Sonó una segunda vez. Y una tercera. El cuarto tono no llegó a sonar del todo: Madeleine lo había cogido en la cocina. Oyó su voz, pero las palabras eran ininteligibles.
Al cabo de unos momentos, ella entró en el estudio.
—Es un tipo llamado Trout —susurró, pasándole el teléfono.
Hasta cierto punto esperaba la llamada, pero le sorprendió recibirla tan pronto.
—Gurney. —Así solía responder al teléfono cuando estaba en el trabajo. Era un hábito del que resultaba difícil deshacerse.
—Buenas tardes, señor Gurney. Soy Matthew Trout, agente supervisor especial del FBI. —Las palabras del hombre parecían fuego de artillería.
—¿Sí?
—Soy el agente al mando de la investigación del homicidio múltiple del Buen Pastor. Creo que eso ya lo sabe. —Gurney no respondió—. La doctora Holdenfield me ha informado de que una cliente suya y usted se están involucrando en esta investigación.
Silencio.
—¿Está de acuerdo en que es una afirmación precisa?
—No.
—¿Disculpe?
—Me ha preguntado si su afirmación es precisa. Le he dicho que no.
—¿En qué sentido no lo es?
—Ha dado a entender que una periodista a la que asesoro en cuestiones de procedimiento policial está tratando de entrometerse en su investigación y que yo estoy haciendo lo mismo. Es falso.
—Quizás estoy mal informado. Me han dicho que últimamente se ha interesado mucho por el caso.
—Eso es cierto. El caso me fascina. Me gustaría comprenderlo mejor. También me gustaría saber por qué me ha llamado.
Hubo una pausa, como si el tono brusco de Gurney le hubiera crispado los nervios al hombre.
—La doctora Holdenfield me ha dicho que quería verme.
—Eso también es verdad. ¿En qué momento le vendría bien?
—La verdad es que en ninguno. Pero la conveniencia es una cuestión irrelevante. Resulta que estoy de vacaciones en mi casa familiar en el Adirondack. ¿Sabe dónde está el lago Sorrow?
—Sí.
—Es sorprendente. —Había algo esnob en su incredulidad—. Muy poca gente ha oído hablar de él.
—Mi mente está llena de datos inútiles.
Trout no respondió a una falta de respeto tan poco sutil.
—¿Puede estar aquí mañana a las nueve?
—No. ¿Y el domingo?
Hubo otra pausa.
—¿A qué hora puede estar aquí el domingo? —contestó Trout con voz mesurada. Era como si estuviera esbozando una medio sonrisa para disimular su rabia.
—A la hora que quiera. Cuanto antes mejor.
—Bien. A las nueve aquí.
—¿A las nueve dónde?
—No hay dirección postal. Espere, mi asistente le proporcionará las indicaciones. Le aconsejo que las anote con cuidado, palabra por palabra. Las carreteras aquí son complicadas y los lagos son profundos. Y muy fríos. Será mejor que no se pierda.
La advertencia era casi cómica.
Casi.
Cuando terminó de anotar las indicaciones para llegar al lago Sorrow y volvió a la cocina, Kim y Kyle ya estaban bajando por el prado en la BSA. Un sol pálido que comenzaba a atravesar el cielo encapotado se reflejaba en el cromado de la motocicleta.
Empezó a darle vueltas a una serie de «y si…». El sonido de una percha al caerse en el suelo del vestíbulo le interrumpió.
—¿Maddie?
—¿Sí?
Al cabo de un momento ella apareció en la puerta del lavadero, vestida con un estilo más conservador de lo habitual, es decir, no como un arcoíris.
—¿Adónde vas?
—¿Adónde crees tú?
—Si lo supiera, no te lo preguntaría.
—¿Qué día es hoy?
Dudó.
—¿Viernes?
—¿Y?
—¿Y? Ah, sí. Uno de tus grupos en la clínica.
Madeleine le dedicó una mirada que era a la vez divertida, exasperada, amorosa y preocupada. Era típico de ella, algo que la hacía diferente.
—¿Necesitas que haga algo en relación con el seguro? —preguntó—. ¿O quieres ocuparte tú? Supongo que tendremos que llamar a alguien.
—Sí. Supongo que a nuestro agente de Nueva York. Lo averiguaré. —Era una tarea simple que había recordado y había olvidado varias veces durante la tarde anterior—. De hecho, lo haré ahora, antes de que se me olvide.
Madeleine sonrió.
—No sé lo que está pasando, pero lo superaremos. ¿Lo sabes, verdad?
Gurney dejó las indicaciones para ir al lago Sorrow en la mesa y la abrazó. La besó en la mejilla y en el cuello y la atrajo hacia sí con fuerza. Madeleine le devolvió el abrazo, presionando su cuerpo contra el de él de una forma que hizo desear a Gurney que su mujer no tuviera que irse a trabajar.
Madeleine retrocedió, lo miró a los ojos y se rio; solo una risa breve, un murmullo afectuoso. Luego se volvió, recorrió el breve pasillo hasta la puerta lateral y se dirigió a su coche.
Gurney miró por la ventana hasta que el vehículo de su mujer se perdió de vista.
Entonces se fijó en un trozo de papel que estaba pegado con cinta adhesiva encima del aparador. Había una frase corta escrita a lápiz. Se acercó y reconoció la caligrafía de Kyle: «No olvides tu tarjeta de cumpleaños». Una pequeña flecha que señalaba hacia abajo. En el aparador, justo debajo, estaba el sobre azul que acompañaba el regalo de Gurney. El característico azul de Tiffany hizo que se sintiera incómodo: no entendía por qué su hijo necesitaba gastarse tanto dinero.
Abrió el sobre y sacó la tarjeta. Era sencilla pero de buen gusto, con solo unas pocas palabras en el anverso: «Una melodía especial para ti».